La teoría es indispensable para interpretar correctamente la historia. La historia–la secuencia de eventos que se desarrollan en el tiempo—es «ciega». No revela nada sobre las causas y los efectos. Podemos estar de acuerdo, por ejemplo, en que la Europa feudal era pobre, que la Europa monárquica era más rica, y que la Europa democrática es todavía más rica, o en que la América del siglo XIX, con sus bajos impuestos y escasas regulaciones era pobre, mientras que la América contemporánea, con sus impuestos elevados y muchas regulaciones es rica.
Sin embargo ¿Fue Europa pobre debido al feudalismo, y se hizo más rica debido a la monarquía y la democracia? ¿O se hizo Europa más rica a pesar de la monarquía y la democracia? ¿O estos fenómenos no tienen relación? De modo parecido podríamos preguntar si los EEUU contemporáneos es más rica debido a sus impuestos más altos y más regulación o a pesar de ellos. Es decir: ¿Sería EEUU más próspero si los impuestos y regulaciones hubieran permanecido en los niveles del siglo XIX?
En ninguna parte han podido contestar los historiadores tales cuestiones, y ninguna cantidad de manipulación estadística puede cambiar este hecho. Todas las secuencias de eventos empíricos son compatibles con un número de interpretaciones rivales mutuamente incompatibles.
Para tomar una decisión respecto a tales interpretaciones incompatibles, necesitamos una teoría. Por teoría, entiendo una proposición cuya validez no depende de experiencias posteriores, pero que puede ser establecida a priori. Esto no quiere decir que uno pueda prescindir de la experiencia, en general, cuando establece una proposición teórica. Sin embargo, quiere decir que incluso si es necesaria la experiencia, los entendimientos teóricos se extienden y trascienden por vías lógicas más allá de una experiencia histórica particular.
Las proposiciones teoréticas son sobre hechos y relaciones necesarias, y, por implicación, sobre imposibilidades. La experiencia puede por lo tanto ilustrar una teoría, pero la experiencia histórica no puede ni establecer un teorema ni refutarlo.
La teoría económica y política, especialmente la de la variedad austriaca es un baúl del tesoro lleno de tales proposiciones. Por ejemplo, una mayor cantidad de un bien es preferible a una cantidad menor del mismo bien; la producción debe preceder a la consumición; lo que es consumido no puede ser consumido otra vez en el futuro; los precios fijados por debajo de los precios que determinaría el mercado darán lugar a escaseces duraderas; sin propiedad privada en los factores de producción no pueden haber precios de los factores, y sin precios de los factores, la contabilidad del costo es imposible; un aumento en el aporte de papel-moneda no puede hacer aumentar la riqueza social total, sino que solo puede redistribuir la riqueza existente; el monopolio, (la ausencia de entrada libre), conduce a precios mayores y una menor calidad del producto que la competición; ninguna cosa o parte de alguna cosa puede ser poseída exclusivamente por más de una parte en un mismo momento; la democracia, (el gobierno de la mayoría) y la propiedad privada son incompatibles.
La teoría no es un sustituto de la historia, por descontado, aunque sin un buen entendimiento de teoría son inevitables errores serios en la interpretación de los datos históricos. Por ejemplo: El destacado historiador Carroll Quigley defiende que la invención de la banca de reserva fraccional ha sido una causa mayor de la expansión de riqueza sin precedentes asociada con la revolución industrial, mientras incontables historiadores han asociado los apuros económicos del socialismo estilo soviético con la ausencia de democracia.
Desde un punto de vista teórico deben rechazarse tales interpretaciones. Un incremento en el aporte de papel moneda no puede dar lugar a una mayor prosperidad, sino solo a una redistribución de la riqueza. La explosión de riqueza durante la Revolución Industrial tuvo lugar a pesar de la banca de reserva fraccional. De forma similar, la apurada situación económica del socialismo no puede ser debida a la ausencia de democracia. En lugar de ello es causada por la ausencia de propiedad privada de los medios de producción.
La «historia recibida» está llena de tales malinterpretaciones. La teoría nos posibilita descartar ciertos informes históricos como imposibles e incompatibles con la naturaleza de las cosas. Del mismo modo, permite defender ciertas otras cosas como posibilidades históricas, incluso si no han sido aún experimentadas.
Empleando la teoría económica y política, mi nuevo libro es una reconstrucción revisionista de la historia moderna de Occidente. Cubre el ascenso de los estados monárquicos absolutos desde los sistemas feudales no estatales, y la transformación, comenzando con la Revolución francesa, y esencialmente completada con el final de la Primera Guerra Mundial, del mundo occidental de los estados monárquicos en democráticos, y el ascenso de los Estados Unidos al rango de «imperio universal».
Los autores neoconservadores, como Francis Fukuyama han interpretado este desarrollo como progreso de la civilización y proclaman que ha llegado el «fin de la historia» con el triunfo de la democracia social occidental y su globalización. «Democracia: El Dios que falló, (Monarquía, democracia y orden natural)» es mi intento de mostrar lo contrario, y de definir y dar expresión a una visión libertaria alternativa que toma en serio la propiedad privada.
Tres grandes mitos
Mi interpretación teórica incluye echar por tierra tres mitos históricos. El primero y más fundamental es el mito de que la emergencia de los estados del orden previo, no estatista, ha dado como consecuencia el progreso económico y civilizaciones subsiguiente. De hecho, la teoría dicta, que cualquier progreso que pueda haber ocurrido, lo ha hecho a pesar, no debido a, la institución del Estado.
Un Estado se define convencionalmente como una agencia que ejerce un monopolio territorial de la toma última de decisiones, (jurisdicción) y de la tributación. Por definición, entonces, todo estado, sin tener en cuenta su constitución original, es económica y éticamente deficiente. Todo monopolista es «malo» desde el punto de vista de los consumidores. El monopolio es, de este modo, entendido como la ausencia de entrada libre en una línea particular de producción: Solo una agencia, A puede producir X.
Todo monopolio es «malo» para los consumidores porque, protegido de nuevas entradas potenciales en su línea de producción, el precio de su producto será mayor y la calidad menor que con la entrada libre. Y un monopolista con poder para tomar la decisión última es particularmente malo. Mientras que otros monopolistas producen bienes de calidad inferior, un juez monopolista producirá males, debido a que él, que es el juez último en todos los casos de conflicto tiene también la última palabra en los conflictos en que se ve afectado él mismo. Consecuentemente, en lugar de prevenir y resolver conflictos, un juez monopolista que tome decisiones últimas causará y provocará conflictos para mantener su propia situación ventajosa.
No solo nadie aceptaría una tal provisión de un juez monopolista, sino que nadie podría nunca estar de acuerdo con una provisión que permitiese a este juez determinar unilateralmente el precio a pagar por su «servicio». Predeciblemente, un monopolista tal consumiría cada vez más recursos, (tax revenue), para producir menos bienes y perpetrar más males. No sería una prescripción para protección, sino para opresión y explotación. El resultado de un estado, entonces, no es una cooperación y orden social, sino conflictos, provocación, agresión, opresión y empobrecimiento, en suma; descivilización. Esto, por encima de todo, es lo que ilustra la historia de los estados. Es, antes que nada, y principalmente, la historia de incontables millones de víctimas inocentes de los estados.
El segundo mito concierne a la transición histórica de las monarquías absolutas a los estados democráticos. No solamente interpretan los neoconservadores este desarrollo como progreso; existe el acuerdo casi universal en que la democracia representa un avance sobre la monarquía y es la causa del progreso económico y moral. Esta interpretación es curiosa a la luz del hecho de que la democracia, en el siglo XX ha sido el manantial de toda forma de socialismo: del socialismo, democrático (europeo), del «liberalismo» (estadounidense) y el neoconservadurismo, así como del socialismo internacional, (soviético), fascismo (italiano) y nacionalsocialismo (alemán).
Más importantemente, sin embargo, la teoría contradice esta interpretación; mientras ambas, monarquías y democracias, son deficientes como estados, la democracia es peor que la monarquía en mantener el tamaño y alcance del estado en bajo control.
Teóricamente hablando, la transición desde monarquía a democracia implica ni más ni menos que un «propietario» monopolista, (el príncipe o rey), es sustituído por «cuidadores» monopolistas temporales e intercambiables, (presidentes, primeros ministros y miembros del parlamento). Ambos, reyes y presidentes, producirán males, si bien, un rey, debido a que «posee» el monopolio y puede venderlo o dejarlo en herencia, se preocupará por las repercusiones de sus acciones en el valor en capital de esa posesión.
Como poseedor del stock de capital de «su» territorio, el rey se comportará, comparativamente, de una forma orientada hacia el futuro. Para preservar o aumentar el valor de su propiedad, lo explotará solo moderadamente y de una forma calculada. En contraste, un cuidador democrático, temporal e intercambiable, no posee el país, pero durante el tiempo en el que permanezca en su posición se le permite usarlo en su propio provecho. Posee el uso actual, pero no su stock de capital. Esto no elimina la explotación. En lugar de ello, hace que la explotación mire al corto plazo, (sea orientada hacia el presente) y no calculada, es decir, llevada a cabo sin consideraciones con el valor del stock de capital.
Tampoco es una ventaja de la democracia que exista entrada libre a cualquier posición de gobierno, (mientras que, bajo una monarquía, la entrada es restringida a la discreción del rey). Al contrario, solo la competición en la producción de bienes es una cosa buena. La competición en la producción de males no es buena; de hecho, es pura maldad. Los reyes que llegan a su posición en virtud de su nacimiento pueden ser inofensivos, diletantes o personas decentes, (y si son «locos» serán rápidamente apartados, o si es necesario, asesinados, por familiares próximos preocupados con las posesiones de la dinastía).
En dramático contraste, la selección de gobernantes por medio de elecciones populares hace esencialmente imposible que una persona decente llegue hasta arriba. Los presidentes y primeros ministros llegan a su posición como resultado de su eficiencia como demagogos moralmente desinhibidos. En consecuencia, la democracia, virtualmente asegura que solo gente peligrosa llegará a lo más alto del gobierno.
En particular, la democracia promueve un aumento en la proporción social de preferencia temporal, (orientación al presente) o la «infantilización» de la sociedad. Como resultado se produce un continuo aumento del gasto e impuestos, papel moneda e inflación del papel moneda, una inundación sin fin de legislación y una deuda pública siempre creciente. Por el mismo arte y gracia, la democracia lleva a menores ahorros, una incertidumbre legal aumentada, confusión moral, desenfreno y crimen. Más aún, la democracia es una herramienta para la confiscación y redistribución de la riqueza y los ingresos. Incluye la «toma» de la propiedad de unos, (los «poseedores»), y la «entrega» de esa propiedad a otros, (los «no poseedores»).
Y puesto que presumiblemente es algo con valor lo que está siendo redistribuido—de lo cual los poseedores tienen demasiado y los no poseedores demasiado poco, cualquier distribución tal implica que el incentivo para ser o producir algo de valor es sistemáticamente reducido. En otras palabras, se incrementará la proporción de gente «no tan buena» y los rasgos, hábitos y formas de conducirse «no tan buenos», y la vida en sociedad se irá haciendo cada vez más desagradable.
La democracia ha resultado en un cambio radical en la conducción de la guerra. Tanto reyes como gobernantes, debido a que se pueden externalizar los costes de su agresión a otros, (vía impuestos), serán más agresivos y propensos a la guerra de lo que serían «normalmente». Sin embargo, las razones de un rey para la guerra son típicamente disputas relacionadas con la propiedad o la sucesión. El objetivo de sus guerras es tangible y territorial: para ganar control sobre una porción de inmueble y sus habitantes. Y para alcanzar tal objetivo, le interesa distinguir entre combatientes, (sus enemigos y objetivos del ataque), y no combatientes y sus propiedades, (que deben ser mantenidos aparte de la guerra y no dañados).
La democracia ha transformado las guerras limitadas de los reyes en guerras totales. El motivo para la guerra se ha convertido en ideología-democracia, libertad, civilización, humanidad. Los objetivos son intangibles e imprecisos: la «conversión» ideológica de los perdedores, precedida por su rendimiento «incondicional», (el cual, debido a que uno nunca puede estar seguro sobre la sinceridad de la conversión, puede requerir medios como el asesinato de civiles). Bajo la democracia la distinción entre combatientes y no combatientes se hace vaga y confusa, y finalmente desaparece, y la implicación de las masas en la guerra—los conscriptos y la población civil que se inscribe—así como el «daño colateral» se convierten en parte de la estrategia.
El tercer mito es la creencia de que no existe una alternativa a las democracias basadas en el estado de bienestar de occidente. Una vez más, la teoría demuestra lo contrario. El estado del bienestar moderno no es un sistema económico «estable». Está abocado al colapso bajo su propio peso parasitario, en gran medida, de forma similar a como el socialismo ruso implosionó hace una década. Sin embargo, y más importantemente, existe una alternativa estable a la democracia. Y el término que yo propongo para esta alternativa es «orden natural».
La alternativa de la propiedad privada
En el orden natural, todo recurso escaso, incluyendo toda la tierra, es poseído privadamente. Se fundan todas las empresas por medio del pago voluntario por parte de clientes o donantes privados, y la entrada en cada línea de producción, incluyendo la protección, la arbitración en conflictos y el mantenimiento de la paz, es libre. Una gran parte de mi libro trata en relación con la explicación—la lógica—de los trabajos en un orden natural y los requerimientos para la transformación desde una democracia a un orden natural.
Mientras que los Estados desarman a sus ciudadanos para poder robarles con más seguridad, (haciéndolos con ello más vulnerables también a actos criminales y terroristas), un orden natural se caracteriza por una ciudadanía armada. Estas funciones son fomentadas por las compañías aseguradoras, que proporcionan seguridad y protección en un orden natural.
Las aseguradoras animarán a la posesión de armas ofreciendo primas menores a los clientes armados, (y entrenados en el uso de armas). Por su naturaleza, las aseguradoras son agencias defensivas. Solo el daño «accidental», (no autoinfligido, causado o provocado) es «asegurable». A los agresores y provocadores se les denegará cobertura por la aseguradora, y serán, por lo tanto, débiles. Y dado que las aseguradoras deben indemnizar a sus clientes en caso de victimización, deben preocuparse constantemente por la prevención de la agresión criminal, la recuperación de la propiedad usurpada, y la detención de aquellos que son imputables por el daño en cuestión.
Más aún, la relación entre el asegurador y el cliente es contractual. Las reglas del juego son mutuamente aceptadas y fijadas. Un asegurador no puede «legislar», o cambiar unilateralmente los términos del contrato. En particular, si un asegurador quiere atraer una clientela que pague voluntariamente, debe proveer en sus contratos para las previsibles contingencias de conflicto, no solo entre sus propios clientes, sino especialmente, con los clientes de otras compañías. Para una aseguradora, la única provisión que cubre satisfactoriamente esta última contingencia es comprometerse ella misma contractualmente con un arbitraje independiente por terceros. Sin embargo, no servirá cualquier arbitraje. Las aseguradoras en conflicto deben estar de acuerdo con el arbitrador o agencia de arbitraje, y un árbitro, para ser aceptable por las aseguradoras, debe producir un producto, (o procedimiento legal con sentencia conclusiva), que comprenda el más amplio consenso moral posible entre aseguradoras y clientes. De ahí que, contrariamente a las condiciones estatistas, un orden natural se caracteriza por una ley estable y predictible y una incrementada armonía legal.
Por otra parte, las compañías de seguros promueven el desarrollo de otras «funciones de seguridad». Los estados no solo han desarmado a sus ciudadanos retirándoles sus armas. En particular, los estados democráticos lo han hecho desnudando a sus ciudadanos del derecho a la exclusión y promoviendo, en su lugar la integración forzada—a través de no-discrimnaciones variadas, acciones afirmativas y políticas multiculturalísticas.
En un orden natural, el derecho a la exclusión, inherente a la idea misma de la propiedad privada, es devuelto a los dueños de la propiedad privada. Además, mientras los estados, en aras de aumentar su propio poder cara a cara con individuos aislados, han socavado las instituciones sociales intermediarias, (núcleos familiares, iglesias, conventos, comunidades y clubs), y sus rangos y capas asociados de autoridad, un orden natural, es, a diferencia, no-igualitario.
Una estrategia para la libertad
Finalmente, mi libro discute materias estratégicas y cuestiones. ¿Cómo puede surgir un orden natural de una democracia? Explico el papel de las ideas, intelectuales, élites y la opinión pública en la legitimación y deslegitimación del poder del estado. En particular, discuto el papel de la devolución radical y la proliferación de entidades políticas independientes como un paso importante hacia el objetivo del orden natural basado en la propiedad privada, y explico cómo privatizar una propiedad «socializada» y «pública».