[Publicado originalmente el 11 de noviembre de 2003]
La moderna escuela austriaca de economía, derivada de la obra acreditada de Ludwig von Mises, destaca la primacía de las preferencias del consumidor en la determinación de qué tipos de bienes se producirán exactamente con los recursos escasos de la sociedad. El propio Mises adoptó la expresión (popularizada por W.H. Hutt) “soberanía del consumidor” para describir este estado de cosas. Austriacos posteriores, en particular Murray Rothbard, desdeñaron esta expresión, tanto debido a su imprecisión técnica como a sus desafortunadas connotaciones políticas. En este artículo me centraré en la postura de Mises.
Mises, sobre la soberanía del consumidor
Tanto en sus escritos técnicos como en los populares, Mises destacaba esta visión de la relación entre consumidores y productores en una economía de mercado. Frente a la visión típica, que considera la clase burguesa como gobernante de todos los demás, Mises afirma exactamente lo contrario:
Los capitalistas, los emprendedores y los granjeros son fundamentales en el desarrollo de los asuntos económicos. Están al timón y dirigen el barco. Pero no son libres para determinar su rumbo. No son supremos, son sólo timoneles, destinados a obedecer incondicionalmente las órdenes del capitán. El capitán es el consumidor (Burocracia, “Profit Management,” p. 226).
El consumidor no es sólo el capitán, sino que es un capitán despiadado. Mises explica:
Los jefes reales [bajo el capitalismo] son los consumidores. Ellos, con sus compras y su abstención de comprar, deciden quién debe poseer el capital y dirigir las fábricas. Ellos determinan qué debe producirse y en qué cantidad y calidad. Sus actitudes generan beneficios o pérdidas para el emprendedor. Hacen ricos a los hombres pobres y pobres a los hombres ricos. No son jefes fáciles. Están llenos de caprichos y modas, variables e impredecibles. Les importan un bledo los méritos pasados. Tan pronto como se les ofrece algo que les gusta más o es mejor, abandonan a sus antiguos proveedores (227).
La metáfora de la “soberanía del consumidor” se lleva al límite cuando sus defensores (como el propio Mises) hacen equivaler el funcionamiento del mercado a un plebiscito diario, en el que cada penique gastado es un voto del consumidor que indica aquellos productos y servicios a los que deberían dedicarse los recursos de la sociedad. Si a la gran mayoría de los consumidores les disgustan en los automóviles morados con puntos verdes, entonces una sociedad basada en la propiedad privada no desperdiciará recursos a la producción de automóviles tan extraños. Si algún fabricante excéntrico desdeñara los deseos de sus clientes y fabricara vehículos que se ajustaran a sus extraños gustos, se quedaría pronto sin negocio. En ese momento, la decisión de qué tipo de automóviles fabricar estaría en manos de otros fabricantes que se ajusten más a las preferencias de las masas.
El productor como consumidor
Aunque superficialmente plausible, esta interpretación del funcionamiento de una economía de mercado puede sorprender al lector por exagerada. Sencillamente los productores no siguen siempre y en todas partes esa manera de actuar que genera el mayor retorno monetario. Si el dueño de un recurso no vende su producto al mejor postor, ¿diría aun así Mises que este productor está obedeciendo a la soberanía de los consumidores?
Sí, Mises lo haría. Para entender sus argumentos, concentrémonos en un ejemplo concreto. Supongamos que un hombre posee un bosque enorme junto a su casa. Supongamos además que si talara la vegetación centenaria y construyera edificios de apartamentos este hombre podría ganar 10.000$ anuales netos en pago de rentas (después de contabilizar los costes de construcción y mantenimiento).
¿Qué pasa si el hombre, en lugar de crear viviendas para cientos de posibles inquilinos, decide renunciar a esta posible renta y por el contrario mantiene su bosque en sus condiciones virginales? ¿Ha violado el hombre los deseos de los consumidores a favor de su propio interés como fabricante?
No, no lo ha hecho, argumentaría Mises, porque el hombre está sencillamente consumiendo él mismo. En la práctica, el hombre está pagando 10.000$ anuales para conservar el terreno en sus condiciones actuales. Como consumidor, el hombre está renunciando a 10.000$ de otros bienes y servicios para conseguir el placer de vivir en un bosque (en lugar de junto a un edificio de apartamentos).
Para hacer evidente esto, podemos considerar un terreno distinto, esta vez a cien millas de distancia. En este caso, supongamos que el hombre no tiene ninguna preferencia personal con respecto a cómo usar el terreno y por tanto actuará para maximizar el retorno financiero de este activo. Aun así, tampoco el dueño talará necesariamente este bosque. Pues es completamente posible que un amante de la naturaleza que viva junto a esta propiedad pueda enviar al propietario cheques anuales por 10.000$ a cambio de que el dueño mantenga el terreno en su condición virginal.
En este tipo de situación, está claro que el propietario del terreno estaría atendiendo los intereses de los consumidores y que su “soberanía” seguiría prevaleciendo. La única diferencia entre este y nuestro escenario original es que, en el primero, el dueño y el consumidor que vive junto al bosque resultan ser la misma persona.
La excepción del monopolio
La única excepción teórica al gobierno de los consumidores, según Mises, es el caso del precio de monopolio:
El emprendedor en su capacidad emprendedora está siempre sometido a la completa supremacía de los consumidores. Es distinto con los dueños de los bienes y factores de producción vendibles y, por supuesto, con los emprendedores en su capacidad como dueños de dichos bienes y factores. Bajo ciertas condiciones les resulta mejor restringir la oferta y venderla a un precio superior por unidad. Los precios así determinados, los precios de monopolio, son una infracción de la supremacía de los consumidores y la democracia del mercado (La acción humana, p. 358).
Antes de seguir, deberíamos tener muy clara una cosa: Mises no dice que todo monopolista (es decir, toda persona que sea el único productor de un bien o servicio determinado) infrinja necesariamente la soberanía del consumidor. Como indica la cita anterior, hay “ciertas condiciones” que deben cumplirse. En particular, la curva de demanda del producto o servicio en cuestión debe ser inelástica en la región relevante para que un monopolista se beneficie de restringir la producción por debajo del nivel “competitivo” y cobrar un “precio de monopolio” superior, que viole los deseos de los consumidores.
Una forma fácil de ilustrar la opinión de Mises es imaginar el destino de una gran cosecha de café, en el primer caso suponiendo muchos propietarios individuales y en el segundo suponiendo un monopolista gigante que posea toda la cosecha. En el llamado caso competitivo, donde tal vez docenas o cientos de cultivadores poseen cada uno una fracción diminuta de la cosecha, ningún granjero será capaz de influir de forma importante en el precio del mercado del café. Consecuentemente, cualquier granjero individual puede vender toda su cosecha al precio que prevalece en el mercado, sin preocuparse por que sus ventas rebajen ellas mismas el precio. Por tanto, cada granjero maximizará su beneficio vendiendo toda su cosecha al precio actual del mercado para el café.
Si imaginamos que hay un millón de toneladas cosechadas por todos los granjeros colectivamente, se venderá un millón de toneladas a los consumidores. Finalmente, supongamos que la curva de demanda del mercado del café sea tal que se demande un millón de toneladas con un precio de 50$ por tonelada. Este sería el precio del mercado competitivamente determinado para el café.
Consideremos ahora un escenario distinto: imaginemos que el millón de toneladas de la cosecha de café en lugar de estar distribuido entre docenas o cientos de productores es propiedad de una sola persona. Si la curva de demanda del café es inelástica en esa cantidad, esto significa que un aumento porcentual concreto del precio se corresponderá con una disminución porcentual menor en la cantidad de café demandado. Por tanto, el monopolista no elegiría vender todo el millón de toneladas: ganaría más dinero reteniendo parte de la oferta. Por ejemplo, tal vez el monopolista maximice sus ingresos vendiendo 800.000 toneladas de café a 75$ la tonelada. En este caso, el monopolista no vendería las restantes 200.000 toneladas, podría incluso quemarlas. (Esto nunca ocurriría en el caso competitivo, porque quemarlas disminuiría los beneficios para todos los dueños individuales, ya que nadie puede afectar unilateralmente al precio del mercado en ningún grado apreciable).
Se esté o no de acuerdo con este análisis,1 debería quedar claro en qué sentido pensaba Mises que el caso del precio del monopolio era una excepción a la armonía general de intereses entre consumidores y productores. En nuestro ejemplo del café, está claro que, si un productor está actuando únicamente como “mandatario” de los consumidores, está actuando realmente mal al destruir 200.000 toneladas de café.
Antes de acabar esta sección, debería señalar que, a pesar de su opinión sobre los efectos adversos del precio de monopolio, Mises indudablemente no apoyaba “soluciones” públicas a este supuesto defecto de la economía de mercado. Mises era consciente de que el precio de monopolio, aunque para él era una posibilidad teórica, era raro en la práctica y que palidecía en comparación con los monopolios y carteles obligatorios del gobierno, que verdaderamente acosaban al consumidor.
En conclusión, Ludwig von Mises destacaba frecuentemente el papel del consumidor a la hora de determinar la composición de los bienes producidos en una sociedad basada en la propiedad privada. Contrariamente a la visión popular de la burguesía como virtuales oligarcas, Mises demostraba que, en lo que se refiere a las analogías políticas, sería más correcto ver a los consumidores como los ciudadanos de una democracia gigante, en la que se realizan diariamente elecciones. Aquellos formalmente “al cargo” de los medios de producción son sólo custodios temporales, cuya posición puede revocarse en cualquier momento si no atienden los deseos de los verdaderos amos, los consumidores.
- 1De hecho, Murray Rothbard fue bastante crítico con toda la idea del «precio de monopolio». Trataré sus objeciones a esta idea, así como su crítica de la «soberanía del consumidor» en general, en un artículo posterior.