Cuando se trata de asuntos monetarios y bancarios, todas las cuestiones políticas prácticas giran, en última instancia, en torno a una pregunta central: ¿se puede mejorar o deteriorar el estado de una economía aumentando o disminuyendo la cantidad de dinero?1
Aristóteles decía que el dinero no formaba parte de la riqueza de una nación porque era simplemente un medio de intercambio en el comercio interregional, y la autoridad de su opinión marcó por completo el pensamiento medieval sobre el dinero. Por tanto, los eruditos escolásticos no dedicaron tiempo a indagar sobre los beneficios que los cambios de la oferta monetaria podían tener para la economía. La cuestión relevante a sus ojos era la legitimidad de las devaluaciones, porque veían que se trataba de una importante cuestión de justicia distributiva.2 Y tras el nacimiento de la ciencia económica en el siglo XVIII, los economistas clásicos tampoco negaron este punto esencial. David Hume, Adam Smith y Étienne de Condillac observaron que el dinero no es ni un bien de consumo ni un bien de producción y que, por lo tanto, su cantidad es irrelevante para la riqueza de una nación.3 Esta idea crucial también inspiraría las batallas intelectuales de las siguientes cuatro o cinco generaciones de economistas —hombres como Jean-Baptiste Say, David Ricardo, John Stuart Mill, Frédéric Bastiat y Carl Menger— que defendieron constantemente el dinero sólido.
Como resultado, el mundo occidental tenía mucho más dinero sólido en el siglo XIX que en el XX. Grandes capas de la población pagaban y cobraban en monedas fabricadas con metales preciosos, especialmente con oro y plata. Era el dinero lo que convertía a estos ciudadanos, por humilde que fuera su condición social, en soberanos en asuntos monetarios. El arte de acuñar monedas floreció y produjo monedas que podían ser autentificadas por todos los participantes en el mercado.
Algunos libertarios actuales albergan una imagen romántica de aquellos tiempos del patrón oro clásico. Y es cierto que fue la edad de oro de las instituciones monetarias en Occidente, sobre todo si las comparamos con nuestra época, en la que el equivalente monetario de la alquimia se ha elevado a la categoría de ortodoxia. Pero también es cierto que las instituciones monetarias occidentales de la época del patrón oro clásico distaban mucho de ser perfectas. Los gobiernos seguían disfrutando de un poder monopolístico en el campo de la acuñación de moneda, un vestigio de los privilegios regios medievales que impedían el descubrimiento de mejores monedas y sistemas de acuñación mediante la competencia empresarial. Los gobiernos intervenían con frecuencia en la producción de dinero mediante planes de control de precios, que camuflaban con el pomposo nombre de bimetalismo. Promovieron activamente la banca de reservas fraccionarias, que prometía fondos siempre nuevos para el erario público. Y promovieron la aparición de la banca central a través de cartas especiales de monopolio para unos pocos bancos privilegiados. El resultado global de estas leyes fue facilitar la introducción de monedas de papel inflacionistas y sacar la moneda metálica de la circulación. A principios del siglo XIX, la mayor parte de Europa, en la medida en que conocía el intercambio monetario, utilizaba monedas de papel.4 Inglaterra fue la única de las grandes naciones que mantuvo el patrón oro durante la mayor parte del siglo XIX, y los billetes del Banco de Inglaterra desempeñaron un papel mucho más importante en los intercambios monetarios que la especie; de hecho, el coeficiente de reservas del Banco parece haber estado en torno al 3% durante la mayor parte del tiempo, y en ocasiones fue incluso inferior.5
En resumen, las constituciones monetarias del siglo XIX no eran perfectas, y tampoco nos satisfaría hoy el pensamiento monetario de los economistas clásicos.6 David Hume creía que la inflación podía estimular la producción a corto plazo. Adam Smith creía que la inflación en forma de expansión del crédito era beneficiosa si estaba respaldada por una cantidad correspondiente de bienes reales, y Jean-Baptiste Say respaldaba de forma similar las expansiones de la cantidad de dinero que se acomodaban a las necesidades del comercio. Smith y Ricardo sugirieron aumentar la riqueza de la nación sustituyendo la moneda metálica por billetes de papel sin valor inherente. John Stuart Mill defendió la noción de que el dinero sólido significa dinero de valor estable. Estos errores en el pensamiento monetario de Hume, Smith, Ricardo y Mill eran, por supuesto, casi insignificantes en comparación con su idea central, repito, que la riqueza de una nación no depende de los cambios en la cantidad de dinero. Pero con el tiempo, una nueva generación de estudiantes, infectada por el virus del estatismo —la adoración del Estado—, pasó por alto esa idea central, y así los errores de los economistas clásicos, en lugar de su ciencia, triunfaron en el siglo XX.
Hombres como Irving Fisher, Knut Wicksell, Karl Helfferich, Friedrich Bendixen, Gustav Cassel y, sobre todo, John Maynard Keynes emprendieron una campaña implacable contra el patrón oro. Estos defensores de la inflación admitían la idea de los economistas clásicos de que la riqueza de una nación no dependía de su oferta monetaria, pero sostenían que esto sólo era cierto a largo plazo. A corto plazo, la imprenta podía hacer maravillas. Podía reducir el desempleo y estimular la producción y el crecimiento económico.
¿Quién podría rechazar semejante cuerno de la abundancia? ¿Y por qué? La mayoría de los economistas señalan los costes de la inflación en términos de pérdida de poder adquisitivo: se calcula que el poder adquisitivo del dólar de EEUU se ha reducido en un 98% desde que la Reserva Federal tomó el control de la oferta monetaria. Lo que es menos conocido son los efectos concomitantes de la gran inflación del dólar durante un siglo. El papel moneda ha producido varias grandes crisis, cada una de las cuales resultó ser más grave que la anterior. Además, el papel moneda ha transformado por completo la estructura financiera de las economías occidentales. A principios del siglo XX, la mayoría de las firmas y corporaciones industriales se financiaban con sus ingresos, y los bancos y otros intermediarios financieros sólo desempeñaban un papel subordinado. Hoy en día, el panorama se ha invertido, y la razón fundamental de esta inversión es el papel moneda. El papel moneda ha provocado un aumento sin precedentes de la deuda a todos los niveles: gubernamental, empresarial e individual. Ha financiado el crecimiento del Estado a todos los niveles: federal, estadual y local. Se ha convertido así en la base técnica de la amenaza totalitaria de nuestros días.
A la luz de estas consecuencias a largo plazo de la inflación, sus supuestos beneficios a corto plazo pierden gran parte de su atractivo. Pero la gran ironía es que incluso estos beneficios a corto plazo en términos de empleo y crecimiento son ilusorios. Una reflexión sobria muestra que la inflación no tiene ningún beneficio sistemático a corto plazo. En otras palabras, cualquier beneficio que pueda derivarse de la inflación es en gran medida el resultado accidental de que la inflación se encuentre con un conjunto de circunstancias particularmente favorables, y no tenemos ninguna razón para suponer que estos beneficios accidentales tengan más probabilidades de producirse que daños accidentales, ¡más bien al contrario! El principal efecto de la inflación es la redistribución de los recursos. Por lo tanto, hay beneficios a corto plazo para ciertos miembros de la sociedad, pero estos beneficios se compensan con pérdidas a corto plazo para otros ciudadanos.
El gran economista francés Frédéric Bastiat señaló de forma bastante general que las bendiciones visibles que resultan de la intervención del gobierno en la economía de mercado son, de hecho, sólo una serie de consecuencias que se derivan de esta intervención. Pero hay otra serie de consecuencias de las que al gobierno no le gusta hablar porque demuestran la inutilidad de la intervención. Cuando el gobierno grava con impuestos a sus ciudadanos para subvencionar a un productor de acero, los beneficios para la firma siderúrgica, sus empleados y accionistas son patentes. Pero otros intereses se han visto perjudicados por la intervención. En concreto, los contribuyentes tienen menos dinero para financiar otros negocios. Y estas otros negocios y sus clientes también se ven perjudicados por la política porque la firma siderúrgica ahora puede pagar salarios más altos y rentas más elevadas, con lo que se lleva los factores de producción que también se necesitan en otras ramas de la industria.
Y lo mismo ocurre con la inflación. No hay absolutamente ninguna razón para que un aumento de la cantidad de dinero genere más y no menos crecimiento. Es cierto que las firmas que reciben dinero recién salido de la imprenta se benefician de ello. Pero otras firmas se ven perjudicadas por el mismo hecho, porque ya no pueden pagar los precios más altos de los salarios y las rentas que la firma privilegiada puede pagar ahora. Y todos los demás propietarios de dinero, ya sean empresarios o trabajadores, también se ven perjudicados, porque su dinero tiene ahora un poder adquisitivo inferior al que habría tenido en otras circunstancias.
Del mismo modo, no hay ninguna razón para que la inflación reduzca el desempleo en lugar de aumentarlo. La gente se queda en paro cuando no quiere trabajar o cuando se le impide por la fuerza trabajar por el salario que un empresario está dispuesto a pagar. La inflación no cambia este hecho. Lo que hace la inflación es reducir el poder adquisitivo de cada unidad monetaria. Si los trabajadores prevén estos efectos, pedirán salarios nominales más altos como compensación por la pérdida de poder adquisitivo. En este caso, la inflación no tiene ningún efecto sobre el desempleo. Al contrario, puede incluso tener efectos negativos, es decir, si los trabajadores sobrestiman la reducción de sus salarios reales inducida por la inflación y piden aumentos salariales que provocan aún más desempleo. Sólo si no saben que se ha aumentado la cantidad de dinero para atraerlos a los negocios con los salarios actuales, consentirán en trabajar en lugar de seguir desempleados. Por lo tanto, todos los planes para reducir el desempleo mediante la inflación se reducen a engañar a los trabajadores, una estrategia cuando menos infantil.7
Por la misma razón, la inflación no es un remedio para el problema de los salarios rígidos, es decir, para el problema de los sindicatos coercitivos. Los salarios son rígidos sólo en la medida en que los trabajadores decidan no trabajar. Pero la pregunta crucial es: ¿durante cuánto tiempo pueden permitirse no trabajar? Y la respuesta a esta pregunta es que este periodo está restringido dentro de los estrechos límites de sus ahorros. En cuanto se agotan los ahorros personales de un trabajador, éste empieza a ofrecer sus servicios, incluso con salarios más bajos. Por consiguiente, en un mercado de trabajo libre, los salarios son suficientemente flexibles en cualquier momento. La rigidez sólo entra en juego como resultado de la intervención del gobierno, en particular en forma de (a) ayudas al desempleo financiadas con impuestos y de (b) legislación que otorga a los sindicatos el monopolio de la oferta de trabajo.
Dado que no nos ocupan aquí cuestiones de economía laboral, podemos pasar directamente a la conexión entre empleo y política monetaria. ¿Resuelve la inflación el problema de los salarios rígidos? La respuesta es negativa, y por las mismas razones que hemos señalado anteriormente. La inflación puede resolver el problema de los salarios rígidos sólo en la medida en que los productores de papel moneda puedan sorprender a los sindicatos. En la medida en que estos últimos se anticipen a los movimientos de los amos de la imprenta, la inflación no reducirá el desempleo en absoluto, o incluso lo aumentará aún más.8
[Adaptado de la Parte II del ensayo «Deflación y libertad»].
- 1Al hablar de una economía nos referimos al conjunto de personas que utilizan el mismo dinero. Por tanto, nuestro análisis se refiere tanto a las economías abiertas como a las cerradas en la connotación habitual de los términos, que relaciona lo cerrado y lo abierto con las fronteras políticas que separan a los distintos grupos de personas.
- 2Véase Aristóteles, Política, libro 2, cap. 9. 9; Ética a Nicómaco, libro V, en particular el cap. II. 11; Nicolas Oresme, Traité sur l’origine, la nature, le droit et les mutations des monnaies, Traité des monnaies et autres écrits monétaires du XIV siécle, Claude Dupuy, ed. (Lyon: La Manufacture, 1989); Juan de Mariana, A Treatise on the Alteration of Money, Markets and Morality 5, nº 2 ([1609] 2002).
- 3Véase David Hume, «On Money», Essays (Indianápolis: Liberty Fund, [1752] 1985), p. 288; Adam Smith, Wealth of Nations (Nueva York: Random House, [1776] 1994), libro 2, cap. 2, en parte. pp. 316s; Condillac, Le commerce et le gouvernement. 2ª ed. (París: Letellier & Maradan, 1795), en parte. p. 86; traducido como Commerce and Government (Cheltenham, U.K.: Elgar, 1997).
- 4En aquella época, John Wheatley observó: «En Inglaterra, Escocia e Irlanda, en Dinamarca y en Austria apenas se ve otra cosa que papel. En España, Portugal, Prusia, Suecia y la Rusia europea, el papel tiene una superioridad decisiva. Y sólo en Francia, Italia y Turquía, el predominio de la especie es aparente». (An Essay on the Theory of Money and Principles of Commerce, p. 287).
- 5Véase Jacob Viner, «International Aspects of the Gold Standard», Gold and Monetary Stabilization, Quincy Wright, ed. (Chicago, Chicago University Press, 1932), pp. 5, 12. Viner subraya que el patrón oro anterior a la Primera Guerra Mundial no era fundamentalmente diferente del patrón oro-cambio de entreguerras. Era un patrón administrado (p. 17). Esto atenúa la tesis de Jacques Rueff de que el patrón oro-cambio introdujo algo así como un deterioro cuántico en el sistema monetario internacional. Véase Rueff, The Monetary Sin of the West (Nueva York: Macmillan, 1972).
- 6Para un ensayo reciente en el que se critican algunas de las principales falacias del pensamiento monetario clásico, véase Nikolay Gertchev, «The Case For Gold-Review Essay», Quarterly Journal of Austrian Economics 6, no. 4 (2003).
- 7Véase en particular Mises, Die Ursachen der Wirtschaftskrise (Tübingen: Mohr, 1931); traducido como «Las causas de la crisis económica», en Sobre la manipulación del dinero y el crédito (Dobbs Ferry, N.Y.: Free Market Books, 1978). Véase también Mises, «Wages, Unemployment, and Inflation», Christian Economics 4 (marzo de 1958); reimpreso en Mises, Planning For Freedom, 4ª ed. (South Holland, Ill.: Libertarian Press, 1974), pp. 150 y ss. La prolongada presencia del desempleo masivo en Alemania, Francia y otros países europeos parece ser una refutación aplastante de la hipótesis keynesiana. En todo caso, los sindicatos de estos países parecen sobrestimar claramente la tasa de inflación.
- 8Sobre toda esta cuestión, véase en particular William Harold Hutt, The Theory of Collective Bargaining (San Francisco: Cato Institute, [1954] 1980); ídem, The Strike-Threat System (New Rochelle, N.Y.: Arlington House, 1973); ídem, The Keynesian Episode (Indianapolis: Liberty Press, 1979).