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La narrativa equivocada en Charlottesville

La violencia política de ayer en Charlottesville fue tan previsible como inútil. Una persona murió y decenas resultaron gravemente heridas, marcando un nuevo mínimo en las guerras políticas y culturales que están tan encendidas como en cualquier otro momento en América desde los 1960. Esta politización implacable de la cultura americana ha erosionado la buena voluntad e inflamado los peores impulsos de la sociedad. Antifa y la alt-right pueden representar expresiones simplistas de odio y miedo, pero ambos grupos están animados enteramente por la política: la percepción de que otros pueden imponernos su voluntad políticamente. La única solución duradera a la violencia política es hacer que la política importe menos. Hemos permitido que la política invada todos los aspectos de la vida americana, desde la religión y la vida familiar hasta el sexo y la sexualidad, desde los baños hasta los campos de béisbol y el lugar de trabajo. ¿Pero qué hemos conseguido con ello, aparte de una política de identidad con esteroides? «Lo personal es político» no es el grito de guerra de una nación libre y segura de sí misma. Incluso mientras disfrutamos de una prosperidad material sin parangón histórico, estamos desanimados por la resaca de las elecciones de 2016 y buscamos chivos expiatorios para explicar el malestar americano. Es fácil denunciar a Antifa y su violenta retórica izquierdista. Es fácil condenar a la extrema derecha, a los neonazis, a los supremacistas blancos y a los fascistas. Es más importante entenderlos como ejemplos de una nueva era política. Los progresistas exigían una revolución permanente; los conservadores respondieron convirtiéndose en reaccionarios permanentes. Y el sesgo de los medios (abrumadoramente contrarios a la derecha) empeora las cosas: un «bando» se convence de su superioridad moral, mientras que el otro se convence de que la cosa está arreglada. Sospechamos, sin saberlo, que un votante de Hillary está a un paso o dos de un antifa vestido con pañuelos, mientras que un votante de Mitt Romney está a pocos grados de un nacionalista de la alt-right marchando por las calles. Esto puede parecer una farsa, pero la sociedad política promovida por Clinton y Romney lo fomenta. Todo el mundo debe tomar partido y vivir con los excesos. Lo que vimos este fin de semana fue una demostración del efecto herradura, en el que ambos grupos empiezan a sonar y actuar como el otro —ambos iliberales, ambos exigiendo soluciones estatales omnipotentes a problemas creados en su mayoría por el gobierno en primer lugar. Sin duda, Antifa y la alt-right representan sólo una pequeña fracción de la población y tienen poco poder económico, social o político. Pero sirven como forraje perfecto para una narrativa mediática que se beneficia de una narrativa de que el cielo se está cayendo para aumentar la audiencia. La narrativa se alimenta de nuestra vanidad y del deseo de imaginar soluciones fáciles a problemas complejos (por ejemplo, más «educación», leyes contra la incitación al odio, asistencialismo, etc.) Y les seguimos el juego, asumiendo lo peor de los demás y emitiendo afirmaciones petulantes de nuestra propia superioridad en Facebook y Twitter. En 2018 sufriremos una ronda de elecciones legislativas de mitad de mandato que no hará sino intensificar la división política y cultural. Ambos partidos políticos utilizarán sucesos como el de Charlottesville para servir a sus vergonzosos objetivos partidistas. La necesidad de cada bando de vencer al otro, de castigar y repudiar su existencia, demuestra por qué la política se denomina guerra por otros medios. No es un proceso pacífico. Sin embargo, en el fondo, las diferencias «políticas» entre Demócratas y Republicanos son ridículamente pequeñas. Lo suyo es una batalla territorial, nada más. En un mundo político en el que el ganador se lo lleva todo, las elecciones son armas. A menos que aprendamos a rechazar la política como método global para organizar la sociedad, el odio y el miedo al «otro» seguirán siendo omnipresentes. Los americanos comprenden visceralmente que el gobierno tiene demasiado poder sobre quién gana y quién pierde en nuestra sociedad, pero no han comprendido del todo hasta qué punto la clase política se beneficia de la división. Todavía queremos creer en las nociones escolares de democracia y voto. Las personas de buena voluntad no se imponen a los demás políticamente más de lo que lo hacen militarmente. El libertarismo, con su objetivo de reducir radicalmente el alcance del gobierno y la política en nuestras vidas, ofrece un camino hacia un futuro más pacífico. Sólo los libertarios pueden reclamar el manto del antiautoritarismo, porque sólo los libertarios negarían al gobierno el poder y el tamaño para convertirse en autoritario. El mundo político no funciona, así que ¿por qué insistimos en más política para arreglarlo?
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