Las elecciones de 2024 han terminado, y en algunos estados, grandes mayorías votaron por el ganador Donald Trump. En Wyoming, Trump obtuvo el 72% de los votos. De hecho, más del 60 por ciento de la población votante se decantó por Trump en 13 estados.
Afortunadamente para las mayorías de esos estados, tendrán al presidente por el que votaron.
Sin embargo, el resultado habría sido diferente si menos de un millón de personas —en una nación de 330 millones— hubieran cambiado su voto en Pensilvania, Arizona y Michigan. Entonces, Kamala Harris sería ahora la presidenta electa.
Habría ganado a pesar de que los votantes de más de una docena de estados tuvieran mayorías aplastantes a favor de Trump.
Además, Kamala podría haber ganado aunque hubiera mucho menos entusiasmo de su parte. Es decir, solo un estado, Massachusetts, tenía una mayoría de voto de más del 60 por ciento para Kamala Harris.
Incluso si ganas, pierdes
Podríamos citar muchos ejemplos similares en los últimos 24 años. En 2012, por ejemplo, Mitt Romney obtuvo el 60% o más de los votos en nueve estados. El 72% de los votantes se decantaron por Romney en Utah. Pero, al final, esas supermayorías no significaron nada, y los habitantes de Utah, Oklahoma, Alabama y varios otros -que habían votado casi 2 a 1 por Romney- obtuvieron a Barack Obama como presidente. En 2020, por cierto, más del 60% de los votantes de diez estados votaron en contra de Joe Biden.
Hay que recordar estos hechos la próxima vez que algún experto o político intente decirnos que la democracia es «la voz del pueblo» o «la voluntad de la mayoría». La pregunta que hay que hacerse es «¿qué mayoría?» y «¿qué pueblo?».
En efecto, para los habitantes de Utah en 2012 o de Massachusetts en 2024, el presidente que gobierna esos estados fue elegido por personas que no viven en ellos. Incluso si el 100% de los votantes de un estado votan en contra de un determinado candidato, podrían acabar con ese candidato como presidente basándose en los votos de personas que viven en otro lugar. Por otra parte, dado que muchos estados no tienen identificación de votantes, es lógico que incluso si una gran mayoría de su estado vota a favor de un determinado candidato, los ciudadanos extranjeros en algún otro estado pueden en última instancia tomar la decisión por usted.
Es difícil ver cómo un método así expresa «la voluntad de la mayoría» cuando una pequeña mayoría o pluralidad a nivel nacional anula tan a menudo mayorías abrumadoras en multitud de estados de EEUU.
A nivel legalista, por supuesto, las cortes nos dicen que así es como debe ser. En las elecciones presidenciales, sencillamente no importa lo que diga la mayoría local. La única mayoría que importa es la mayoría nacional. Esto es cierto incluso si tenemos en cuenta el colegio electoral, que no es más que una fórmula para ponderar el voto de la mayoría nacional.
Hay que señalar, sin embargo, que estas mayorías nacionales a menudo ni siquiera son mayorías. En 1992 y 1996, por ejemplo, Bill Clinton ganó con un 43% y un 49%, respectivamente. Y, cuando un candidato consigue una mayoría, ésta suele ser muy escasa. Desde 1988, ningún candidato presidencial ha conseguido ni siquiera el 53% del voto popular. Lo más cerca que estuvo nadie fue Obama en 2008. La mayoría de las elecciones presidenciales desde 1948 se han decidido por una mayoría del 51% o menos.
Las reglas se rompen en la era de la presidencia moderna ilimitada
A pesar de todo esto, quienes no pueden pensar más allá del status quo, —tanto izquierdistas como conservadores—, simplemente dirán «las reglas son reglas» y seguirán insistiendo en que debemos seguirlas ciegamente pase lo que pase.
En realidad, estas «reglas» no fueron ratificadas por ninguna persona viva y fueron creadas en una época en la que el presidente de los EEUU ejercía muy pocos poderes internos. A principios del siglo XIX, los presidentes no podían hacer prácticamente nada en el ámbito nacional sin la aprobación del Congreso, e incluso esos poderes eran escasos. Hoy, sin embargo, los presidentes ejercen un enorme poder dentro de las fronteras de cada uno de los estados de EEUU.
Sin embargo, el sistema actual se basa en la idea de que incluso si regiones enteras del país votan abrumadoramente en contra de un presidente, aún están obligadas a someterse a cuatro años de gobierno por decreto de ese presidente, que es lo que toda presidencia es ahora en nuestra era poslegislativa de gobierno por orden ejecutiva.
Sí, este sistema se basa en «las reglas», pero en el mundo de la política, las reglas sólo funcionan hasta que dejan de hacerlo. Pregúntenles a los británicos en 1776 o a los soviéticos en 1989.
Nunca se te permite irte
Lo absurdo e injusto de este sistema queda ilustrado aún más por el hecho de que, por mucho que la mayoría de su estado se oponga al presidente federal o a sus políticas, a ningún estado ni parte de un estado se le permite salir del sistema. Jamás.
Si una mayoría de dos tercios en su estado vota contra la administración federal una y otra vez, bueno, es una lástima, nunca podrá irse. Tendrá que sentarse y aceptar lo que el poder ejecutivo decida repartir. Pero, bueno, siempre tendrá a su pequeño puñado de miembros del Congreso para hacer pequeños discursos en el pleno de la Cámara de Representantes. Nada de esto hará nada para proteger a la población de su estado de las políticas federales, sin importar cuán contrarias puedan ser a sus intereses económicos e instituciones locales. Pero, «las reglas son reglas».
Ninguna organización privada no estatal funcionaría jamás de esa manera. Imaginemos que se les dice a los propietarios de una empresa pública que, por mucho que la dirección se comporte en contra de los deseos de varios inversores, estos nunca podrán vender sus acciones y abandonar la organización. Imaginemos que se les dice a los miembros de cualquier organización que pague cuotas que, por mucho que los dirigentes los engañen, nunca podrán dejar de pagar sus cuotas.
Sin embargo, así es como funcionan las «reglas» en América. Por mucho que el gobierno central ignore, abuse y, en general, gobierne en contra de la mayoría de los votantes de su estado, usted nunca podrá marcharse. Nunca podrá dejar de pagar impuestos para apoyar a las mismas personas a las que no les importa en absoluto lo que usted piense.
La única salida es que dejemos de preocuparnos por lo que dicen las reglas. La respuesta está en la descentralización, la secesión y el desmantelamiento del sistema político que permitió a Obama y a Joe Biden imponer sus políticas a la fuerza a las supermayorías que votaron en contra de estos presidentes una y otra vez. La reelección de Donald Trump no cambia fundamentalmente nada de esto. Incluso si Trump resultara ser una especie de candidato anti-establishment de ensueño en su segundo mandato, las elecciones de 2028 están a solo unos años de distancia.
Por otro lado, aceptar el status quo es seguir permitiendo que tecnócratas federales a miles de kilómetros de distancia dicten literalmente políticas federales a su comunidad.
Desafortunadamente, al igual que los prisioneros que sufren el síndrome de Estocolmo, muchos optarán por seguir apoyando al régimen central porque la propaganda de que «las reglas son reglas» ha funcionado muy bien.