Uno de los muchos mitos que se enseñan a los escolares en nombre del excepcionalismo americano es la idea de que los americanos adoptaron finalmente una forma republicana de gobierno en la Convención Constitucional de 1787. Esto, nos dicen, fue revolucionario.
El relato habitual es más o menos así: En la antigüedad, el mundo vio surgir repúblicas en Italia y Grecia. La República Romana destacó por su virtud y su condición de gobierno del pueblo. Pero la República Romana, al igual que las pequeñas repúblicas griegas, duró poco y fue destruida por las tentaciones del imperio y el despotismo.
Pero entonces llegó el llamado experimento americano. Este nuevo y noble experimento surgió cuando los grandes hombres de América se reunieron en Filadelfia en 1787 para legar a los americanos una nueva república —algo revolucionario e innovador frente a un mundo gobernado por cabezas coronadas.
Esta historia suele ir acompañada de una trillada anécdota sobre Benjamin Franklin. Suele decir así:
Filadelfia, 1787. Los delegados de la Convención Constitucional abandonan el Independence Hall tras haber decidido la estructura general de los nuevos Estados Unidos. Una multitud se ha congregado en la escalinata del Independence Hall, ansiosa por escuchar las noticias. Una robusta anciana (a veces llamada «una dama ansiosa»), que llevaba un chal, se acercó a Benjamin Franklin y le preguntó: «bien, doctor, ¿qué tenemos, una república o una monarquía?». Franklin contestó sabiamente: «una república, si puedes mantenerla».
La mayoría de mis lectores seguramente habrán oído esta pequeña anécdota muchas veces. El subtexto es que los Estados Unidos había inventado algo totalmente nuevo con la Constitución de 1787. La historia sugiere que, a finales de los 1780, los americanos aún no estaban seguros de si tenían la fortaleza necesaria para una república o si volverían a ser una monarquía. Afortunadamente, los sagaces Padres Fundadores decidieron que «nosotros» seríamos republicanos después de todo.
Como propaganda, esta historia ha sido notablemente eficaz. Para muchos americanos —al menos para los que han recibido algún tipo de educación— la propaganda parece bastante plausible. Después de todo, ¿no estaban los franceses y los ingleses gobernados por reyes despóticos a finales del siglo XVIII? ¿No le ofrecieron a George Washington ser rey de América? Aparentemente, si los Estados Unidos sería o no una república seguía siendo una cuestión abierta.
Es un bonito cuento, pero es fundamentalmente erróneo a la luz de las realidades políticas de los 1780. Esto es obvio si tenemos en cuenta dos hechos: el primero es que cuando se celebró la convención de 1787, las tierras de las antiguas colonias británicas ya eran un lugar completamente republicano. Todos los estados de los EEUU, más la vecina República de Vermont, ya habían adoptado constituciones republicanas. La convención de Filadelfia no tuvo nada que ver con ello.
El segundo problema para el mito es que en 1787 los Estados Unidos en general ya tenían una constitución republicana. Los llamados Artículos de la Confederación habían sido adoptados en 1776, por lo que no había nada revolucionario o innovador en adoptar una segunda constitución republicana en 1787.
En otras palabras, todos los americanos de 1787 ya vivían en una república constitucional tanto a nivel estadual como federal. Así que no, los Padres Fundadores no inventaron ni crearon en modo alguno un nuevo «experimento» de republicanismo. Lo nuevo que pretendían era llevar a cabo una contrarrevolución y superponer un aparato estatal nacional grande y costoso a las repúblicas americanas que ya existían. Este nuevo gobierno impondría impuestos más elevados que los que jamás había impuesto la antigua monarquía. Por desgracia, los contrarrevolucionarios lo consiguieron.
Pero, ¿por qué inventar un mito según el cual la nueva Constitución fue de algún modo responsable de que los Estados Unidos se convirtiera en una república? Al menos parte de la motivación en este caso proviene seguramente del hecho de que el mito minimiza el papel de los estados en la creación de la república. Al ignorar el hecho de que los estados sentaron las bases para el gobierno republicano, el mito puede impulsar la narrativa de que los Federalistas y su nuevo y fuerte gobierno central «dieron» a americanos un sistema republicano de gobierno. Este mito de creación descendente borra la realidad ascendente. Además, el mito ayuda a ocultar el hecho de que los Estados Unidos fue concebido originalmente como una confederación de repúblicas voluntaria, y no simplemente como «una república».
Sin embargo, el mito perdura.
Los estados ya eran republicanos antes de la nueva constitución
La realidad de los primeros orígenes republicanos de América es, irónicamente, relatada por el Federalista John Adams. Mientras era embajador americano en Londres en los 1780, Adams empezó a trabajar en su tomo A Defense of the Constitutions of Government of the United States of America. Lo terminó antes de la convención de Filadelfia y no lo escribió para defender la nueva constitución de 1787. Más bien, Adams escribió el libro para defender las constituciones estaduales de América de las afirmaciones —en gran parte formuladas por A.R.J. Turgot— de que las constituciones estaduales no eran suficientemente republicanas. Adams sostenía que las constituciones estaduales eran, en efecto, republicanas, y abordó estas acusaciones con extensos debates sobre lo que calificaba a un sistema de gobierno como república. Para ello, Adams se basó en una serie de ejemplos de repúblicas pasadas y presentes que compartían muchas de las características de las repúblicas americanas.
La opinión de Adams era bastante lógica. Durante décadas, muchas colonias americanas funcionaron bajo constituciones que eran casi republicanas, con sólo un papel menor para el monarca. Eran, por usar una frase empleada por Adams, «repúblicas monárquicas». Sin embargo, a medida que avanzaba la guerra para separarse de Gran Bretaña, los americanos de las antiguas colonias adoptaron nuevas constituciones que eran explícita y obviamente republicanas. Algunas lo eran radicalmente. La nueva constitución de Pensilvania de 1776, por ejemplo, abolió los requisitos de propiedad. Cualquier contribuyente varón adulto podía votar y ocupar un cargo.
Adams pensaba que las reformas de Pensilvania eran demasiado democráticas, pero el hecho de que su constitución fuera republicana era obvio, en cualquier caso. Ese mismo año, Virginia adoptó una constitución republicana que empleaba la idea de una «declaración de derechos». La última de esta nueva oleada de constituciones republicanas se produjo en 1778 en Massachusetts. Esa constitución fue redactada en gran parte por el propio Adams y tiene fama de ser la constitución escrita más antigua, aún en vigor. Al igual que la constitución de Virginia, la de Massachusetts contenía una declaración de derechos, incluida una influyente disposición que protegía la propiedad privada de armas.
Estas constituciones resultaron ser modelos para quienes redactaron la nueva constitución propuesta en 1787. Desde luego, no fue al revés, y los estados no se basaron en los Federalistas para sentar las bases de la república americana. Al fin y al cabo, fueron las constituciones estaduales las que pusieron por escrito muchas de las estructuras básicas que luego aparecieron en la constitución de 1787. Entre ellas figuran las declaraciones de derechos, las legislaturas bicamerales y las disposiciones sobre la separación de poderes. Todo ello se había establecido más de una década antes de la ratificación de la nueva constitución en Filadelfia. Sin embargo, debemos creer que el pensamiento de los delegados era de algún modo revolucionario.
América ya era una república bajo los Artículos de la Confederación
Es una narrativa incoherente, por no decir otra cosa. Sin embargo, el mito sigue empleándose para ensalzar la supuesta grandeza del gobierno federal. La semana pasada, en el sitio conservador American Greatness, por ejemplo, la politóloga Elizabeth Eastman, tras repetir la vieja frase «una república, si puedes mantenerla», afirmó: «La nueva Constitución de EEUU sentó las bases de una república, una forma de gobierno que nunca había existido en América a nivel nacional».
Esto es erróneo en ambos aspectos. Como el propio Adams dejó meridianamente claro, fueron las constituciones estaduales las que sentaron estas bases, no la convención federal. No hay razón alguna para creer que si los americanos no hubieran abandonado la Constitución de 1776 por la de 1787, habrían reescrito sus constituciones republicanas e instalado monarcas.
¿Y cómo llega Eastman a la conclusión de que nunca ha existido una república en los EEUU «a nivel nacional»? Parece hacerlo sugiriendo que una confederación no puede ser una república. Sin embargo, tanto James Madison como Adams contradicen a Eastman al respecto. En el ensayo núm. 20 de los Federalist Papers, Madison se refiere a la confederación conocida como la «República Holandesa» como simplemente «una república». Adams utiliza una terminología similar en su Defensa de las constituciones, refiriéndose a la confederación holandesa como «la República de las Provincias Unidas de los Países Bajos» (el subrayado es nuestro).
De hecho, en El Federalista, Madison se refirió al Estado holandés como una confederación y una república. Estaba en lo cierto. La mayoría de las confederaciones son repúblicas y, al igual que los Artículos de la Confederación, la constitución de la República Holandesa establecía una estructura política extremadamente descentralizada basada en gran medida en un modelo de consenso.
La confederación americana creada en 1776 era claramente una república. Si esa confederación hubiera sido abolida por completo y sustituida por nada, los americanos habrían seguido viviendo bajo gobiernos republicanos.
Lo mismo ocurre hoy, por supuesto. Todos y cada uno de los estados de los EEUU son repúblicas por derecho propio, con su propia constitución republicana. Todos y cada uno de los estados tienen incluso las características que asociamos con las «buenas» repúblicas: separación de poderes, una declaración de derechos, un ejecutivo sujeto a destitución, un poder judicial independiente y elecciones periódicas. Esto era cierto antes de que los partidarios de la nueva constitución empezaran a fingir que habían inventado todo el entramado. Si se aboliera este enorme gobierno federal, los gobiernos estatales seguirían siendo repúblicas. No hay razón para suponer lo contrario.