Quienes se oponen a la secesión en los Estados Unidos suelen elegir entre varias razones por las que no se debería permitir a ningún estado miembro de los Estados Unidos separarse del resto de la confederación. Algunos antisecesionistas dicen que es malo por razones de seguridad nacional. Otros se oponen a la secesión por razones nacionalistas, declarando que «nosotros» —sea quien sea— no deberíamos «renunciar a América».
Los antisecesionistas creen que la autodeterminación conduce a «malas» leyes
Una de las razones más populares para oponerse a la secesión es que la gente aprobaría leyes «malas» en los lugares donde se les permitiera vivir bajo sus propios gobiernos. Es decir, se nos dice que sin la «supervisión» federal sobre las comunidades estatales y locales, los estados independientes negarían «derechos» básicos como abortar, votar sin identificación o garantizar que todos los propietarios de pastelerías estén obligados a hacer pasteles para parejas del mismo sexo. Estos gobiernos independientes, nos dicen, tampoco aplicarían normativas «progresistas» como la prohibición de los combustibles fósiles y el pago a los trabajadores de un salario mínimo impuesto por el gobierno federal. Por lo tanto, según la historia, estos lugares deben ser obligados —por medios militares si es necesario— a cumplir con los mandatos y reglamentos del gobierno de EEUU.
Sin embargo, se muestra mucha más tolerancia con el resto del mundo —un lugar compuesto por más de 190 Estados independientes—, donde los gobiernos adoptan sus propias leyes. Sólo en unos pocos casos —pensemos en Rusia, Irán y Siria— oímos que el gobierno de EEUU debe intervenir para garantizar —por la fuerza, por supuesto— que la gente de esas partes del mundo adopte las leyes «correctas». En el resto del mundo, como en Perú, India, Canadá o Polonia, es perfectamente tolerable que las leyes se establezcan a nivel local de acuerdo con los valores locales. Esos lugares son democracias, después de todo, y se nos dice que las instituciones democráticas establecen un gobierno «legítimo».
¿Por qué el gobierno de EEUU «permite» la autodeterminación a algunos gobiernos, pero niega la autodeterminación hasta el fin de los tiempos a cualquier zona que se encuentre actualmente dentro de las fronteras nacionales de los EEUU, incluidos los Estados miembros con gobiernos elegidos democráticamente? La respuesta parece ser una mezcolanza de nacionalismo, teoría del «contrato social» a medias y el anticuado deseo de dominar a los demás «por su propio bien».
La antisecesión consiste en extender el control de Washington
La oposición a la secesión en nombre de la prevención de la «mala» política tiene muchos adeptos en todo el espectro político que depositan una gran fe en la capacidad de la Corte Suprema de EEUU y otros tecnócratas federales para «proteger los derechos», lo que supuestamente logran decidiendo si los estados y los gobiernos locales se ajustan o no a las nociones federales de «buena» ley. Sin embargo, el deseo de negar la autodeterminación a los gobiernos estaduales y locales de los EEUU parece ser especialmente intenso en la izquierda. Por ejemplo, en un reciente artículo en The Nation contra la «secesión de los estados azules», Paul Blest sostiene que la secesión de los estados azules sería «cruel»porque permitiría a los gobiernos de los estados rojos no verse obstaculizados por el gobierno federal de EEUU. Esto, presumiblemente, permitiría a los conservadores violar los derechos humanos de las «personas marginadas» al por mayor. Más concretamente, Blest cree que la secesión no debería contemplarse porque limitaría el alcance de los mandatos federales que «acomodan» a los estudiantes transgénero y garantizan el acceso al aborto (entre otros supuestos beneficios del control federal).
De hecho, la idea de que los separatistas americanos puedan dirigir gobiernos en cualquier parte sin una niñera federal resulta, como mínimo, aborrecible para gran parte de la izquierda. Podemos verlo en un reciente artículo de New Republic en el que la autora Brynn Tannehill advierte de que los funcionarios conservadores de los estados están «haciendo cola» para aprobar nuevas leyes contra el control de la natalidad, «prohibir libros», «amañar la democracia» y, en general, oprimir a los grupos que los conservadores supuestamente odian. Tannehill sostiene que todo esto forma parte de un complot conservador para crear «dos Américas» o, como decía un artículo de la CNN en julio, construir «una nación dentro de otra nación». Tanto si esto conduce a una «secesión suave» como a una «secesión dura», Tannehill concluye que la respuesta es que la izquierda reafirme el control federal sobre estos separatistas y se asegure de que se imponen políticas federales ilustradas a los estados rojos. De lo contrario, estos estados continuarán su descenso a un «paisaje infernal» no progresista.
La mayor parte del mundo dicta sus propias leyes
Sin embargo, la histeria sobre el aborto o la identificación de los votantes nunca parece extenderse al mundo más allá de la frontera de los EEUU. Esto es cierto a pesar de que muchos de los estados «progresistas» de Europa tienen límites gestacionales sobre el aborto que son más estrictos que en el caso de Roe contra Wade y a pesar de que el aborto es en gran medida ilegal en Polonia. América Latina emplea una amplia variedad de restricciones al aborto que serían tachadas de intolerables por los progresistas si tales leyes se emplearan en los EEUU. En Irak, donde miles de americanos murieron para instaurar una democracia progresista —o eso nos dijeron— el aborto es ilegal. En todo esto —mientras estos países sean considerados «aliados» por el régimen de los EEUU— nunca oímos cómo los EEUU debe lanzar allí una operación militar humanitaria para preservar lo que la Corte Suprema de EEUU ha decidido que es un «derecho». Del mismo modo, la mayoría de los regímenes democráticos exigen una identificación para votar en las elecciones, aunque los izquierdistas americanos nos digan que esto equivale a «amañar la democracia». Mientras tanto, el matrimonio entre personas del mismo sexo está prohibido en partes de América Latina y Europa del Este, y en media docena de países europeos sólo se consideran legales las uniones civiles entre parejas del mismo sexo. Por supuesto, el matrimonio entre personas del mismo sexo está prohibido en la mayor parte de África y del mundo musulmán. Una vez más, ¿dónde están los llamamientos a enviar agentes federales para garantizar la protección de los derechos humanos en todos estos lugares? Sin duda, los defensores del aborto y del matrimonio entre personas del mismo sexo exigirán que se «mejoren» las leyes en estas jurisdicciones extranjeras. Pero también está generalmente aceptado que estos cambios deben llevarse a cabo a través de las instituciones locales, y que la autodeterminación local debe ser —más o menos— respetada.
Tres formas de justificar la negación de la autodeterminación a los americanos
Sin embargo, desviaciones mucho menores del consenso progresista son tratadas como graves violaciones de los derechos humanos si tuvieran lugar en Texas, Idaho o Arizona. Imagínense que el gobierno de Arizona declarara: «Ahora estamos sujetos a la ley federal del mismo modo que México, y determinaremos nuestras leyes de acuerdo con nuestras propias instituciones democráticas». Es decir, Arizona estaría diciendo que puede establecer sus propias políticas sin el permiso de Washington, del mismo modo que lo hace ahora la mayor parte del mundo bajo el statu quo. Arizona, después de todo, tiene una legislatura elegida democráticamente y todas las demás características institucionales que la calificarían de «democracia», incluso según las élites mundiales. ¿Se concedería entonces a Arizona el mismo grado de autodeterminación que a cualquier otra democracia en cualquier otro lugar del planeta? Por supuesto que no. Más bien, estaríamos seguros de oír aullidos de protesta por parte de las élites de Washington y demandas de que el gobierno de EEUU. envíe a los marines para asegurarse de que estos traidores y «autoritarios» de Arizona reciben órdenes de Washington. Oiríamos cómo cualquier intento de defender la soberanía local sería un desastre para los derechos humanos y seguramente estaría motivado por objetivos nefastos, probablemente racismo.
Para negar a los arizonenses la misma autodeterminación que se concede a los mexicanos al otro lado de la frontera, los que se oponen a la secesión tienen que argumentar que hay algo «especial» en la gente que vive dentro de la frontera de los EEUU trazada por los políticos hace mucho tiempo.
Aquí se emplean varias estrategias. Una es afirmar que no hay «necesidad» de autodeterminación local en los Estados Unidos porque todos los residentes de los Estados miembros de los EEUU están «representados» en el Congreso. Es decir, siete millones de arizonenses están «representados» por nueve arizonenses que ocupan un escaño en la Cámara de Representantes y representan el 2% de la población con derecho a voto de la Cámara. En el Senado, siete millones de arizonenses están «representados» por dos senadores de los EEUU. El Congreso de los EEUU. está formado por once arizonenses y 524 no arizonenses. Para muchos opositores a la secesión, esto es lo que pasa por democracia y representación política, y supuestamente justifica la negación de la autodeterminación local. En lugar de tener voz y voto en las leyes federales que afectan a Arizona, los arizonenses deben someterse a las leyes federales decididas por unas quinientas personas de otros estados. Por supuesto, los arizonenses siempre podrían apelar estas leyes ante los tribunales federales, donde las decisiones serían tomadas en última instancia por nueve jueces federales, ninguno de los cuales es de Arizona.
Además, está la reivindicación nacionalista que se basa en las emociones y en apelaciones sensibleras a la unidad nacional y a los sentimientos de solidaridad. Son los que insisten en que «todos somos americanos». Por eso, ninguna porción de la América «libre» puede marcharse. Esta gente también nos dice —cada año de forma menos convincente— que los californianos tienen fundamentalmente los mismos valores que los habitantes de Texas, Idaho o Kansas. Por esa razón, existe un «vínculo natural» entre los americanos. Sin embargo, si este supuesto vínculo fuera tan fuerte o tan natural como afirman sus defensores, no encontraríamos que más de un tercio de los americanos encuestados apoyan la secesión. En particular, no corresponde a la gente normal decidir por sí misma si se «siente» americano o si siente un vínculo con otros «americanos» a tres mil kilómetros de distancia. Las élites de Washington les harán saber con quién comparten un vínculo espiritual y nacional especial dentro del cálido abrazo de la «patria».
Otro argumento utilizado para negar la autodeterminación es la idea del «contrato social». Según esta forma de pensar, todos los residentes de los Estados miembros de los EEUU han aceptado voluntariamente someterse a todas las leyes de los EEUU de alguna manera. Nunca se sabe exactamente cómo se produce este consentimiento voluntario a la legislación de los EEUU. Obviamente, ningún americano vivo participó en la creación o firma de la Constitución. Algunos defensores de la teoría del contrato social afirman que los residentes otorgan de algún modo un «consentimiento tácito» a la legislación de los EEUU simplemente por no emigrar a otro país. Esta absurda afirmación ya fue tratada hace tiempo tanto por Adam Smith como por David Hume, que se burlaron de John Locke por sugerir la idea. No obstante, la idea persiste.
Además, muchas partes de lo que ahora llamamos «los Estados Unidos» ni siquiera se anexionaron a los Estados Unidos mediante ningún proceso consensuado. Los habitantes de Luisiana no votaron antes de su incorporación a los Estados Unidos. De hecho, los habitantes francófonos de Luisiana se quejaron amargamente del maltrato recibido a manos de sus nuevos señores anglosajones. Las Floridas y el noroeste del Pacífico se añadieron como resultado de negociaciones entre grandes potencias, no por consentimiento local. Prácticamente todo el suroeste americano (más California) se incorporó a los EEUU mediante una guerra de conquista, tras la cual se obligó a los mexicanos a firmar el Tratado de Guadalupe Hidalgo. Como resultado de estas guerras, maquinaciones diplomáticas y accidentes de la historia, ahora se nos dice que formar parte de los Estados Unidos es cuestión de acuerdos amistosos consensuados. Por lo tanto, cualquier parte de los Estados Unidos que ahora quiera separarse se verá impedida para siempre de ejercer cualquier autodeterminación.
En cualquier caso, el camino por el que un estado miembro de los EEUU «se unió a la unión» hace uno o dos siglos difícilmente demuestra «consentimiento» en 2022. El hecho de que unas personas muertas hace mucho tiempo firmaran una constitución hace siglos no significa que hoy se pierdan los derechos de autodeterminación. Los residentes de los estados miembros de los EEUU no son fundamentalmente diferentes de las personas de todo el mundo que tienen derecho a autogobernarse sin la aprobación de las élites de Washington.