[The Free Market 5, nº 7 (Julio de 1987)]
Durante las fiestas patrióticas, los medios de comunicación aplauden a los Padres Fundadores. Pero raramente mencionan algunos hechos importantes acerca de ellos: que eran contrabandistas, evasores de impuestos y traidores.
Esto no solo es importante: también es digno de alabanza porque produjo la civilización más avanzada nunca conocida.
Se dice a menudo que la Revolución empezó en 1775 en la Batalla de Lexington. En realidad, empezó en el siglo XVI cuando los primeros colonos empezaron a viajara la Nuevo Mundo. Consideremos las penalidades a las que se enfrentaron estas personas. Abandonaban a sus parientes y amigos, se embarcaban en pequeños barcos con fugas como el Mayflower (que solo tenía la longitud de seis automóviles) para dedicar meses a cruzar 3.000 millas de un océano azotado por las tormentas.
Muchos de esos diminutos y primitivos navíos se fueron a pique, pero, con el paso de los años, cada vez más colonos arriesgaban sus vidas para realizar el viaje. En The Oxford History of the American People, el historiador Samuel Eliot Morrison nos cuenta:
Gottlieb Mittleberger, que llegó a Philadelphia en 1750, describía la miseria durante su viaje: Mala agua potable y carne salada pútrida, excesivo calor y agolpamiento, piojos tan gordos que podían sacarse rascándolos, mares tan duros que las escotillas se cerraban y todos vomitaban en el aire viciado; pasajeros sucumbiendo a la disentería, el escorbuto, el tifus, la gangrena y la pudrición bucal. Los niños de menos de siete años, decía, raramente sobrevivían al viaje y en su barco murieron no menos de treinta y dos. Un navío que transportaba a 400 alemanes del Palatinado desde Rotterdam en agosto de 1738 perdió a su jefe y a tres cartas partes de sus pasajeros después de encallar en Block Island después de un viaje de cuatro meses.
¿Por qué? ¿Qué podía ser tan horrible en Europa que gente racional arriesgaba sus vidas y las vidas de sus hijos por escapar de allí?
El socialismo. En esos tiempos no se llamaba socialismo, pero eso es lo que era: control ilimitado del gobierno e impuestos sobre todo y sobre todos. No había mercados libres ni libre empresa. Independientemente de lo honrada o trabajadora que fuera una persona, no le valía de mucho, salvo que estuviera en buenos términos con el gobierno.
Muchos se rebelaban por pura desesperación. Eludían los controles e impuestos, creando una economía sumergida. En Roots of Capitalism, el historiador John Chamberlain escribe que, en Francia:
Por ejemplo, hacían falta más de dos mil páginas para imprimir las normas establecidas para el sector textil entre 1666 y 1730. Los tejedores tuvieron que negociar cuatro años con el gobierno para obtener el permiso para introducir “urdimbre negra” en sus telas. El efecto de la regulación fue la paralización de la producción textil francesa a cierto nivel, aunque el contrabando y la evasión de las regulaciones de fabricación permitió aliviar algo la situación. El incumplimiento de las normas conllevaba a menudo sanciones terribles: por incumplir las regulaciones sobre percal decorado unas 16.000 personas fueron ejecutadas o muertas en peleas con agentes públicos.
América era un territorio salvaje e inexplorado fuera del alcance de los políticos y los recaudadores de impuestos. Estaba nominalmente bajo control de los gobiernos europeos, pero todos sabían que era demasiado grande y estaba demasiado lejos como para que las leyes se aplicaran allí.
En resumen, América era una enorme economía subterránea. Allí el comercio libre y las empresas no tenían restricciones. Los impuestos se evadían tan a menudo que a todos los efectos no había ninguno: la persona podía quedarse con todo lo ganado. Podía ahorrar e invertir y acabar teniendo su propio negocio o granja prósperos que proporcionarían empleos para la siguiente ola de inmigrantes.
Habitada por rebeldes, contrabandistas individualistas y evasores de impuestos, América se convirtió rápidamente en el lugar más próspero de la tierra.
Puede que hayáis visto imágenes de la bandera del pino que ondeaban en los barcos de guerra estadounidenses durante la Revolución. ¿Por qué pusieron los colonos un pino en su bandera de batalla?
El gobierno había aprobado una regulación que decía que ningún colono podría cortar árboles altos y rectos: estos árboles se reservaban para mástiles de los barcos de la armada. Esto significaba que los árboles mejores y más valiosos del terreno de una persona habían sido confiscados en la práctica por el gobierno.
Cuando un inspector forestal del gobierno cruzaba el bosque para seleccionar y marcar los mejores árboles, los colonos le seguían. Estos inspectores eran expertos bien formados, buenos para identificar los mejores árboles para los barcos de la armada: los barcos de la armada estaban constantemente persiguiendo los barcos de los contrabandistas.
Cuando los leñadores del gobierno llegaban luego al bosque para hacerse con los árboles marcados, descubrían que estos ya habían sido cortados y vendidos, para su uso en los barcos de los contrabandistas.
Uno de estos barcos era The Liberty, propiedad de John Hancock. Hancock era un conocido comerciante de vinos, conocido en las colonias como “El príncipe de los contrabandistas”. Su reputación le granjeó el honor de ser el primero en firmar la Declaración de Independencia.
Por desgracia, como ilustra la historia del pino, América no quedó fuera del alcance del gobierno. Al aumentar la riqueza de los colonos, los políticos empezaron a realizar cada vez más intentos de robar (“gravar”) esta riqueza. Cada vez se enviaban más funcionarios y tropas a las colonias para aplicar las leyes y acabar con la economía subterránea.
La reacción de los colonos fue dramática. Por ejemplo, el famoso impuesto del sello generó una rebelión armada: los recaudadores de impuestos fueron empleados y emplumados, un procedimiento que normalmente acababa con su muerte. Cuando John Hancock fue arrestado, el pueblo se levantó y los agentes públicos a duras penas escaparon con vida.
Lo que nos lleva a uno de los acontecimientos más importantes, pero más olvidados de la historia de Estados Unidos. En su análisis de la revolución de 1818, John Adams hablaba de él cuando preguntaba:
¿Pero qué queremos decir con Revolución Americana? ¿Queremos decir la Guerra Americana? La Revolución se produjo antes de que comenzara la guerra. La Revolución estaba en las mentes y los corazones del pueblo, un cambio en sus sentimientos religiosos de sus tareas y obligaciones.
La palabra clave aquí es religiosos. En el análisis de Adams, este decía que un sermón realizado por el reverendo Jonathan Mayhew el 30 de enero de 1750 fue “leído por todos” y fue esencialmente importante para la llegada de la revolución.
En ese sermón, Mayhew argumentaba que hay una ley superior a cualquier ley del gobierno. El pueblo, decía, está obligado a obedecer la ley de su gobierno solo cuando está de acuerdo con la ley superior. De hecho, argumentaba, si el gobierno viola la ley superior, “estamos obligados a renunciar a nuestra lealtad” y “a resistir”.
¿Cuál era esa ley superior? El antiguo derecho común, que la mayoría de los colonos entendía y obedecía fielmente, aunque se burlaran e ignoraran las leyes e impuestos aprobados por los políticos.
El derecho común había evolucionado partir de dos principios básicos: 1) haz todo lo que hayas ha acordado hacer, y 2) no ataques a otras personas ni a su propiedad. Estos son los dos principios sobre los que están de acuerdo todas las grandes religiones y filosofías. Cada una los expresa de una manera un poco diferente, pero todas están de acuerdo en estas dos leyes y en poco más.
Estas dos leyes son la fuente de todas nuestras prohibiciones esenciales contra robo, fraude, asesinato, violación, etc. “Haz todo lo que hayas ha acordado hacer” es la base del derecho contractual; “No ataques a otras personas ni a su propiedad” es la base del derecho penal y de pleitos.
El derecho común era la ley que seguían los colonos americanos y la ley que los políticos y funcionarios estaban incumpliendo: ellos estaban atacando. Así que los colonos derrocaron a su gobierno: cometieron traición.
De eso trataba toda la Revolución Americana: traición. Y esta traición se consideraba moral, ética y correcta en todos los sentidos. Derivaba directamente del derecho común, que se basaba en las creencias religiosas de la gente. El gran jurista Sir William Blackstone escribía: “Esta ley de la naturaleza, siendo coetánea con la humanidad y dictada por el propio Dios, es por supuesto superior en obligación a cualquier otra (…) ninguna ley humana tiene ninguna validez si contraría esta”.
Contrariamente a lo que hemos leído en tan a menudo, los americanos no luchaban contra los británicos. Los americanos eran británicos. La guerra estalló en Lexington en abril de 1775, quince meses antes de que se declarara la independencia. Por tanto, durante los primeros quince meses de la guerra, América seguía siendo parte de Gran Bretaña y los americanos eran todavía ingleses luchando contra su propio gobierno. Como explicaban muchos panfletos y discursos, estaban luchando por “¡Los derechos de los ingleses!”.
Estaban aplicando la ley superior. Esta ley eterna e inmutable decía que políticos y funcionarios eran tan humanos como cualquier otro y no tenían derechos ni privilegios especiales: no podían atacar a otros. “Todos los hombres son creados iguales”, escribía Thomas Jefferson.
Así que el hecho más importante y digno de alabanza acerca de los fundadores y que raramente se explica es que creían en una ley superior a la de cualquier gobierno y que hicieron algo con ella. Eludían los impuestos y regulaciones de su gobierno. Daban discursos y escribían panfletos y crearon uno nuevo más de acuerdo con la ley superior.
La civilización altamente avanzada y próspera de la que disfrutamos ahora fue el resultado directo de su aplicación de la ley superior y esta civilización solo continuará si se vuelve a aplicar pronto la ley superior. Díselo a los demás.