Las intervenciones gubernamentales equivocadas están impidiendo que las mayores economías del mundo se recuperen de las malas inversiones masivas.
Japón, actualmente la tercera economía más grande del mundo, ha tenido un crecimiento cero durante 20 años. Puede hacerse un buen ejemplo en el hecho de que los Estados Unidos hayan tenido un crecimiento cero durante diez años, porque el supuesto crecimiento de la primera década del nuevo milenio ahora parece ser ficticio. Todas esas casas se construyeron con pérdidas, pérdidas que sólo ahora reconocemos. Todavía tenemos que sondear la extensión total de la podredumbre.
Las causas de la crisis mundial son difícilmente discutibles. Los gobiernos de todas partes gastaron enormes sumas al tiempo que forzaban a sus bancos centrales a mantener bajos los tipos de interés. El gasto aumentado fue a pagos de transferencias no productivos y a subvencionar planes públicos de mejora social, el más notable, en todo caso, en los Estados Unidos, el ideal de que todo hombre merece ser dueño de su propia casa.
Así que, Tío Sam ¿cómo ha ido eso? Bueno, el daño está hecho y ahora la tarea es volver al trabajo para reconstruir el capital desperdiciado o, como decimos los economistas austriacos, se ha invertido mal.
El desempleo es alto, lo que, de acuerdo con la teoría austriaca es lo que cabía esperar. Hace falta tiempo para que los trabajadores encuentren nuevos empleos en nuevos sectores. La gente puede tener que aprender nuevas habilidades o mudarse y serán reacios a hacerlo hasta agotar otras alternativas menos radicales.
El gobierno no tiene ni idea de qué oportunidades de trabajar existen. Por tanto no debería hacer nada para impedir que la mano de obra se reubique tan rápido como sea posible. Por muy dura que pueda parecer la idea, los pagos del seguro de desempleo realmente ralentizan este proceso esencial y deben detenerse.
Tampoco ayuda el aumento del salario mínimo. Aunque muchos de los que perdieron sus empleos no son trabajadores con salario mínimo, una consecuencia perniciosa de aumentar éste es que empuja al alza todos los salarios. Incluso en los mejores momentos, cuando aumenta el coste de la mano de obra, hay menos oportunidades de empleo ¡y éstos sin duda están lejos de ser los mejores momentos!
Víctimas de una teoría económica fracasada
Los pagos del seguro de desempleo y las leyes de salario mínimo representan las típicas políticas en la mala dirección que derivan de una teoría económica keynesiana fracasada. El trabajador puede encontrar difícil de creer que es víctima de una teoría económica, pero de todas formas eso es lo que pasa. Podría asombrarse aún más por ser la víctima de una ecuación económica falsa:
C + I + G = PIB
Es la versión sencilla de la definición keynesiana del producto interior bruto. Es la suma de gasto de Consumo más Inversión más gasto del Gobierno (o gasto público).
La teoría keynesiana mantiene la idea destructiva de que el gasto es todo lo que importa. Viendo la ecuación del PIB, podemos ver fácilmente por qué los economistas keynesianos, que controlan los resortes del gobierno, creen que es posible «estimular» la economía con dinero público.
Cuando caen el gasto de consumo y la inversión, el PIB de caer, salvo que el gobierno aumente su gasto. Hemos tenido una juerga masiva de gasto de billones de dólares, un programa de dinero por chatarra y más rescates de negocios quebrados de los que puedo contar, y aún así, la economía continúa de capa caída.
¡Siniestramente, la administración Obama estudia ahora otro estímulo de un billón de dólares! ¿Por qué no va a funcionar?
El gasto público es un parásito de la economía privada
La falacia clave incluida en la economía keynesiana y la ecuación del PIB es la idea de que el gasto público suma en la salud de una economía. En realidad, la verdad es la contraria: el gasto público resta en la salud de una economía. La economía real es la economía privada, no hay otra. El gasto público debe provenir de la economía privada.
En otro tiempo, nadie habría aceptado el argumento de que el rey pudiera ayudar a la economía de su nación aumentando sus gastos. El gasto del rey se financiaba con impuestos al pueblo. Hoy en día es lo mismo, a pesar de los cuentos chinos de las manipulaciones del banco central de su fabricación de papel moneda.
Todo gasto público es parasitario. Cuanto menos gobierno tengamos, mejor estaremos. Nadie afirmaría que un aumento de los delitos (haciendo así necesaria más policía) o un aumento de las tensiones internacionales (haciendo necesarias más fuerzas militares) serían buenos para la economía. Todos estamos mejor cuando la gente es honrada y otras naciones son amistosas, por lo que no necesitamos asignar recursos para más policía o ejército. Preferiríamos que nuestros hijos produzcan bienes y servicios que mejoren la calidad de nuestras vidas en lugar de que vigilen las fronteras de Estados Unidos a nuestra costa.
Los programas públicos que no ofrezcan servicios esenciales de seguridad son especialmente ilógicos. Por ejemplo, pagar a la gente que no trabajo, que es la consecuencia de un seguro de desempleo, deben provenir de fondos que en otro caso habrían empleado a gente. De hecho, todos los programas públicos de bienestar los financia el sector privado y no se añaden a la riqueza de la nación, como podría deducirse de la ecuación keynesiana. Los fondos para estos programas provienen de la economía privada y disminuyen su capacidad de aumentar la riqueza de la nacional al reducir la formación de capital.
¿Podemos continuar tomando de los bolsillos ajenos?
La gente bondadosa siente como necesario presionar al gobierno para una mayor financiación de la caridad (aunque tomar de algunos a punta de pistola para dar otros sea moralmente cuestionable) pero no pueden y no deberían afirmar que allegar esos fondos sea algo distinto que dañino para cualquier economía. Una vez que el gobierno obtiene el poder de fijar impuestos para aliviar la pobreza, no hay ningún punto límite lógico. La gente demandará una mayor expansión de estos programas, no porque crean que merecen la pena, sino porque se sienten víctimas y quieren recuperar parte de su dinero en forma de beneficios.
El hombre común puede no conocer el término «tragedia de los comunes», pero lo reconoce cuando lo ve. A medida que se desarrolla la disputa por los recursos públicos, aparece sin embargo otro fenómeno: la falacia de la composición, que dice que lo que beneficia a un segmento de la economía a costa de todos los demás no puede resultar beneficioso para la economía en general. En palabras sencillas, no podemos subvencionarnos entre sí y prosperar. Aunque la mayoría quiera ser subvencionada por otros sin pagar nada a cambio, los intereses especiales de cada bando aseguran que el saqueo se hará universal.
El keynesianismo institucionaliza la tragedia de los comunes y cree que no se aplica la falacia de la composición. Ignora el hecho de que el gasto público de venir, o bien del dinero de los impuestos o de las imprentas, dañando ambos al hombre común. Por el contrario, el keynesianismo promete que todos podemos tomar de los bolsillos de otros ¡y enriquecernos al hacerlo!
La única solución es declarar al keynesianismo tan muerto como su autor, acabar con todo el gasto público parasitario y liberar a la economía de la tiranía de los burócratas armados con regulaciones restrictivas. Esto último es crucial, pues acabar con el gasto del bienestar sin liberar al hombre de la camisa de fuerza del Estado regulador sería liberarlo para matarlo de hambre.
En una economía de libre mercado, en la que cada hombre es libre de cooperar con todos los demás en términos mutuamente acordados sin dañar a otros, la prosperidad y la paz prevalecerían. Es la vía segura a nuestra salvación económica. Los recortes en el gasto público no son «programas de austeridad», como dicen habitualmente los medios de comunicación, sino actos de liberación económica. Enterremos la tontería del C + I + G = PIB y volvamos a trabajar.