[Este artículo se publicó en marzo de 2014]
Cuando Barack Obama usó los ferrocarriles transcontinentales como un ejemplo de las cosas maravillosas que pueden lograrse con grandiosos programas públicos, fue atacado por referirse erróneamente a los ferrocarriles como «intercontinentales». Notablemente, no fue atacado prácticamente por nadie por hablar de un programa público que en realidad debería recordarse como pionero de fiestas de corrupción pública, bienestar corporativo e inmenso despilfarro.
Aunque no se relate en los términos heroicos con que se hizo en algún momento, los ferrocarriles transcontinentales mantienen su lugar como uno de los grandes éxitos supuestos de América del siglo XIX. Según los mitos populares, los mismos mitos ahora aprovechados por el presidente y no discutidos por nadie, los ferrocarriles, esos supuestos grandes monumentos al ingenio de los industriales americanos, unió Este y Oeste aunando las economías de ambas costas. Este programa público preparó así el escenario para el masivo crecimiento económico y la grande nacional que se producirían en Estados Unidos a principios del siglo XX.
Y aun así, pocas afirmaciones acerca de la necesidad o éxito de los ferrocarriles transcontinentales son verdad. Aunque nadie argumentaría que los transcontinentales no se convertirían en rentables económicamente en el mercado privado en algún momento durante los 1860, al construirse los primeros transcontinentales no había ninguna justificación económica. Por eso los primeros transcontinentales fueron todos criaturas, no del capitalismo o de los mercados privados, sino del gobierno. Simplemente no había suficiente gente, capital bienes manufacturados o cultivos entre Missouri y el Oeste como para sostener un ferrocarril del sector privado.
Como criaturas del gobierno y de planes financiados por los contribuyentes para subvencionar los ferrocarriles y a sus ricos propietarios mediante préstamos baratos y abiertas subvenciones, los ferrocarriles se convirtieron rápidamente en fuentes de escándalos, derroche y despectivos con la gente a la que se supone que iban a servir.
La historia la cuenta con detalle el historiador Richard White en un libro sobre los ferrocarriles transcontinentales, Railroaded: The Transcontinentals and the Making of Modern America, en el que expone la casi completa desconexión entre los ferrocarriles y la verdadera geografía de los mercados a mediados del siglo XIX.
Aunque se ha supuesto durante mucho tiempo que la costa Oeste se benefició inmensamente por los transcontinentales que la conectaban con los mercados del este, en realidad los ferrocarriles terrestres supusieron poca diferencia. La costa Oeste ya tenía su propia economía basada en exportaciones a Europa y Asia y la gente de California y Oregón conseguían todos los bienes que necesitaban por mar. De hecho, durante años antes de completarse, los ferrocarriles de la costa Oeste fueron incapaces de competir eficazmente con los barcos de vapor (muchos de ellos también subvencionados por el Congreso), que proporcionaban un transporte más barato de bienes. Así que, naturalmente, esta situación degeneró en una competencia política entre empresas de ferrocarriles y vapores, buscando un tratamiento más favorable por parte del gobierno federal.
Sin embargo, en general, la economía de la costa Oeste recurría a los transportes marítimos, más eficientes y más competitivos. En la década de 1860, los transportistas marítimos ya estaban aprovechando el desarrollado comercio con el ferrocarril de Panamá que cruzaba América Central, completado en 1855, que estaba proporcionando envíos verdaderamente transcontinentales a un precio mucho menor en una ruta terrestre mucho más corta.
A pesar de enormes subvenciones y terrenos gratuitos del tamaño de Nueva Inglaterra, la falta de comercio terrestre hacía difícil que los ferrocarriles generaran beneficios y después de una serie de quiebras, rescates y otros planes, propietarios de ferrocarriles, como Leland Stanford, Thomas Durant y Jay Gould consiguieron ganar mucho dinero manipulando la generosidad federal, pero muchos otros, incluyendo a familias y rancheros que siguieron el flujo del dinero y el capital hacia el oeste durante el auge, pero que se encontraron en la pobreza en las praderas occidentales después del declive, se vieron arruinados por la economía de burbuja del ferrocarril.
Con la aprobación de la primera ley para crear los transcontinentales en 1862, ya se sabía que no había justificación económica para los ferrocarriles, por lo que, según White, se “justifico por la necesidad militar”. A falta de empresarios con financiación privada que estuvieran dispuestos a construir una vía a lo largo de más de mil quinientos kilómetros de territorio no habitado por blancos, la Ley de Ferrocarriles de 1862 creaba la Union Pacific, haciendo de ella la primera empresa creada federalmente desde el Banco de Estados Unidos. Habría diversas pegas legales y económicas y no sería hasta la década de 1890 cuando alguien construyó un ferrocarril financiado privadamente, la Great Northern Railway.
De hecho, en la década de 1890, el progreso global en tecnología y técnica había reducido enormemente los costes de la construcción de ferrocarriles. Los beneficios de la espera para el sector privado para construir ferrocarriles cuando los costes y la demanda del consumidor los hizo viables podrían haber sido enormes. Los costes de no esperar fueron de hecho enormes. Los prepararon el escenario para la corrupción y el capitalismo corporativo que ahora define la Edad Chapada en Oro en las mentes de muchos. Aunque mucha de la economía americana de esa época se caracterizaba por mercados muy libres, los mercados de los ferrocarriles al oeste de Missouri no eran nada parecido. Al final, los ferrocarriles constituyeron una enorme transferencia de riqueza de contribuyentes, indios, mexicanos y empresas más eficientes que se encontraron compitiendo con estos mastodontes subvencionados.
Fue la misma vieja historia de usar el estado para socializar costes mientras se privatizan los beneficios. Como declaraba un congresista de la oposición en respuesta a la Ley de Ferrocarriles, la empresa era «sustancialmente una propuesta para construir esta vía (…) a partir de crédito público sin hacer [los ferrocarriles] propiedad del gobierno cuando se construyan. Si hay lucro, las corporaciones pueden tomarlo; si hay pérdida, el gobierno debe soportarla».
Incluso si se presenta esta información hoy, muchos americanos, tanto de derecha como de izquierda, lo más probable es que se limiten a encogerse de hombros y a hacer el argumento consecuencialista de que los ferrocarriles «valieron la pena», porque, sin ellos, «América» (sea lo que sea que signifique para el que da el argumento) no sería tan “grande” (otro término perfectamente maleable) sin los transcontinentales construidos por el gobierno de EEUU. Esta declaración enormemente presuntuosa, ignora sin embargo completamente el coste de oportunidad de construir y financiar los ferrocarriles de esa manera. ¿Qué otra cosa podría haberse financiado con los recursos que fueron a los ferrocarriles durante las décadas que siguieron a la Guerra Civil Americana? Nunca lo sabremos.
Aun así, incluso durante los 1870 y 1880, cuando se hizo evidente para muchos que los ferrocarriles eran un desperdicio gigantesco de dinero y la mayoría de las empresas de ferrocarriles fueron a la quiébralos defensores de los ferrocarriles afirmaban que había sido una gran idea porque, aunque los ferrocarriles estuvieran quebrados, seguían estando allí y ahora se suponía que eran una parte inmutable del paisaje disponible para siempre para los futuros americanos. Por supuesto, tampoco ese argumento tiene sentido, porque resulta que los ferrocarriles requieren una enorme cantidad de mantenimiento. Esto era especialmente cierto en los primeros transcontinentales, que estaban construidos mal y con material barato y que requerían reconstrucción en muchos lugares. Los ferrocarriles eran en realidad enormes elefantes blancos que, en muchos casos, solo podían mantenerse con financiación pública barata y otras formas de bienestar corporativo.
Curiosamente, White, en sus conclusiones en Railroaded, parece algo consternado por el caos que reinó entre las empresas de ferrocarriles y dentro de los supuestos mercados que conectaban los ferrocarriles con los granjeros, rancheros y mineros que usaban los ferrocarriles para sus envíos. Al desconocer las ideas de la escuela austriaca, White no ve los auges, caídas y desperdicios de los transcontinentales como el resultado natural de un mercado dominado por el gobierno y alejado de un mercado funcional de consumo o un sistema de precios. La comprensión de la economía de White queda atascada en suposiciones neoclásicas, que utilizan palabras en boga como «competencia» y «eficiencia» como los aspectos más importantes de los mercados. En esto, White se parece mucho a sus sujetos del siglo XIX que, como sabemos por White, estaban ellos mismos atorados en un pensamiento económico no austriaco que tan a menudo concluye que cuando los mercados parecen estar estropeados, pueden arreglarse con competencia ordenada por el gobierno y precios determinados por el gobierno que se dice que son más «eficientes». El papel central del consumidor, tan bien entendido por los austriacos, era ignorado a menudo incluso por los librecambistas más sólidos de ese tiempo y lugar.
Estoy obligado sin embargo a perdonar a White por su ignorancia de la economía, porque ha hecho un gran servicio al proporcionarnos una documentación tan detallada y sin ambages del mundo del capitalista de amiguetes de los ferrocarriles transcontinentales. Aunque probablemente ignore completamente las obras de Bastiat, White concluye que el coste que no se ve de los transcontinentales es una de las grandes realidades ignoradas de los ferrocarriles. Los que defienden dogmáticamente los transcontinentales públicos, afirma White, necesitan «escapar» del pensamiento que supone la «inevitabilidad del presente». Sí, es un hecho que se construyeron los ferrocarriles financiados por el gobierno y, sí, es un hecho que los niveles americanos de vida aumentaron enormemente en las décadas siguientes. Sin embargo, la supuesta relación entre estos dos eventos, tiene una base mucho más endeble y la suposición de que fue correcto gravar y defraudar a millones de contribuyentes americanos para hacer realidad el enorme despilfarro es lo que tiene la base más endeble.