Durante la reciente crisis financiera, Suecia ha aparecido como una de las muy pocas economías financieramente sólidas. La posición de fortaleza del país, diferenciada de la mayoría de las naciones occidentales, hacen de él un interesante ejemplo de lo que podría (o debería) haberse hecho. De hecho, Paul Krugman, el execonomista y premio Nobel, ha apuntado repetidamente con aprobación cómo los suecos manejaron su depresión a principios de la década de 1990 como razón para su reciente éxito. En concreto, apunta a la nacionalización de algunos bancos en el momento de la crisis. Aunque se equivoca al centrarse exclusivamente en una estrecha selección de medidas a corto plazo, en lugar de en los cambios a más largo plazo, como es característico en un keynesiano, Krugman sí tiene razón en que Suecia ha hecho bien algunas cosas.
En septiembre de 1992, el Riksbank, el banco central de Suecia, aumentó el tipo de interés al 500% en un vano intento de salvar el tipo fijo de cambio de la corona sueca. Esta medida drástica se tomó junto con grandes recortes del gasto y aumentos en los impuestos para ocuparse de la caída libre de la economía de la nación. El desplome económico fue la culminación de dos décadas completas de decadencia y cambió esencialmente la situación política en Suecia.
Desde 1992, Suecia, ha visto en todos sus aspectos recortes públicos coherentes, al tiempo que ha aumentado las restricciones sobre las políticas sociales, desregulado mercados y privatizado antiguos monopolios públicos. El país ha instituido una nueva estructura general de incentivos en la sociedad, haciéndola más favorable para el trabajo. La deuda nacional cayó de casi un 80% del PIB en 1995 a solo un 35% en 2010.
En otras palabras, Suecia renunció con éxito a su Estado benefactor insostenible pero famoso mundialmente. A pesar de las ilusiones de Krugman, esta es la razón real para el éxito de Suecia en salir de la actual crisis financiera.
El ascenso y caída del Estado benefactor
Suecia experimentó un siglo de alto crecimiento económico desde aproximadamente 1870 a 1970, lo que literalmente hizo de uno de los países más pobres de Europa el cuarto más rico del mundo. La primera mitad de este periodo de crecimiento estuvo marcada por una extensa reforma de libre mercado y la segunda mitad es notable porque Suecia estuvo fuera de ambas guerras mundiales y por tanto se benefició de una estructura industrial intacta, cuando el resto de Europa estaba en ruinas. Aunque se estableció y expandió un Estado benefactor durante el periodo de posguerra, se construyó en general en torno a instituciones capitalistas y por tanto tuvo un impacto limitado en el crecimiento económico.
Pero la situación política cambió. Las décadas de 1970 y 1980 vieron un Estado benefactor desenfrenado con un ámbito enormemente expandido con nuestras prestaciones públicas, la introducción de regulaciones muy rígidas en el mercado laboral, el estímulo activo de sectores estancados del economía y drásticos aumentos en tipos fiscales con algunos tipos marginales superando el 100%. En un intento de nacionalizar completamente la economía, se instituyeron en 1983 los löntagarfonder («fondos de empleados») para «reinvertir» en acciones los beneficios de las empresas privadas y así hacer que las administraran los sindicatos nacionales.
Durante este periodo, abundaron los déficits públicos y la deuda nacional casi se decuplicó de 1975 a 1985. Suecia vio asimismo una alta inflación de precios, una situación agravada por repetidas devaluaciones del tipo de cambio de la divisa para estimular las exportaciones: en 1976 un 3%, en 1977 un 6% al principio y luego un 10% adicional, en 1981 un 10% y en 1982 un 16%.
En general, la rápida expansión del Estado benefactor puede verse en la relación entre empleo financiado por impuestos y en el sector privado, que aumentó de 0,386 en 1970 a 1,51 en 1990. Suecia se dirigía al desastre.
Explicando la Gran Depresión de Suecia
Una explicación popular del desplome en la década de 1990 echa la culpa a la desregulación de los mercados financieros que se produjo en noviembre de 1985. Pero como sugiere nuestra investigación (aún en marcha), la desregulación fue un intento de resolver crecientes problemas para financia la ya débil y deteriorada situación financiera del gobierno sueco. Solo en el año fiscal de 1984-85, los pagos de intereses sobre la deuda nacional de Suecia equivalían al 29% de los ingresos fiscales (igual que el gasto total del gobierno en seguridad social). La insostenible situación financiera del país hizo necesaria la desregulación.
El creciente acceso a los mercados financieros hizo que una situación desesperada fuera algo más soportable. Pero entonces Suecia experimentó un inmenso aumento en el crédito. Nuestras cifras muestran que el volumen de préstamos bancarios a empresas no financieras aumentó de 180.000 millones a finales de 1985 a 392.000 millones a finales de 1989, un aumento del 117% total o del 21% anual. ¿De dónde vino todo este dinero? Parte puede explicarse por la desregulación y la entrada de fondos que la siguió. Pero también fue posible por inflación monetaria.
Varios factores estaban actuando durante el auge de 1986-1990 provocado por el crédito que acabó en la depresión de 1990-1994. Algunos factores no tuvieron efecto inflacionista o incluso fueron deflacionistas, pero otros, especialmente los que se refieren a la política pública o están motivados por la política pública, fueron fuertemente inflacionistas y bastante importantes. Estos incluyeron aumentos en los adelantos del Riksbank a bancos (un aumento del 975% de 1985 a 1989) y compras de deuda y títulos del gobierno (un aumento del 47% de 1985 a 1987, seguido por un 7% de disminución de 1987 a 1989).
Suecia es un interesante caso de estudio. Es verdad que, como no dice repetidamente Krugman, tenemos mucho que aprender de él: desde la larga era de crecimiento económico gracias a los mercados libres al ascenso y caída del Estado benefactor. La recuperación recientemente de fortaleza financiera y capacidad para resistir una recesión global del país se debe, no a un fuerte estado del bienestar, como afirma Krugman, sino a la renuncia a largo plazo de la beneficencia expansiva que los keynesianos alaban tan a menudo.