No le corresponde a un diagnosticador prescribir un remedio y sería charlatanería por su parte cuando tenga recelos respecto de su valor curativo. Puede ser que la lucha entre Sociedad y estado sea inevitable: puede estar en la naturaleza de las cosas que la lucha continúe hasta que la destrucción mutua allane el terreno para la aparición de una nueva Sociedad, a la que se asocie un nuevo establishment político para dar lugar a una nueva condena.
Quizá la malignidad sea propia del hombre. Sería absurdo sugerir que los machos cuadrúpedos, acuciados por la urgencia reproductiva, tuvieran que conocer mejor a las hembras en lugar de dedicarse a batallas mortales por su posesión y es posible que la lucha histórica entre la organización social y la organización política signifique lo mismo.
El apoyo a esta conclusión se encuentra en el terreno que hemos cubierto.
Empezando por el hombre (¿dónde si no podemos empezar?), le encontramos impelido por un impulso interno a mejorar sus circunstancias y ampliar su horizonte: una capacidad autogeneradora de deseos le lleva de una gratificación a otra. Cada gratificación representa un gasto de trabajo que, como produce un sentimiento de cansancio, encuentra desagradable. Su inclinación es evitar el trabajo tanto como sea posible, pero sin sacrificar su mejoramiento.
Ejerce presión sobre este modus operandi natural un don humano peculiar: la facultad de razonar. (Es esta facultad la que sugiere una posible solución del conflicto Sociedad-Estado, que explicaremos más adelante). Su razón le dice que el negocio de multiplicar satisfacciones se alcanza mejor en cooperación con sus congéneres.
Así aparece la Sociedad y sus técnicas: especialización e intercambio, acumulaciones de capital, competencia. La Sociedad es un dispositivo de ahorro de trabajo, inventado instintivamente; no es un acuerdo institucional más de lo que lo es la familia, sino que igual que la familia germina en la composición del hombre.
El método del mercado produce más por menos trabajo que la autosuficiencia individual, aunque el precio que siempre demanda es el trabajo. No hay manera de evitarlo. Aún así, es un precio que se paga con reticencias y de este conflicto interno entre costes y deseos aparece el drama del hombre organizado.
La imposibilidad de obtener algo de la nada, el summum bonum, no destierra la esperanza o intimida la imaginación y en su esfuerzo por alcanzar el sueño, el hombre recurre frecuentemente a la depredación: la transferencia de la posesión y el disfrute de las satisfacciones del productor al no productor. Como los hombres trabajan sólo para satisfacer sus deseos, su transferencia induce un sentimiento de dolor y en respuesta a ese sentimiento el productor establece un mecanismo protectivo.
Bajo condiciones primitivas, confía en su propio poder de resistencia al robo, en su fortaleza personal más las armas que tiene a su disposición. Ése es su Gobierno. Como esta ocupación protectora interfiere con su interés principal de producir satisfacciones y es frecuentemente ineficaz, está bastante dispuesto a encargársela a un especialista cuando el tamaño y opulencia de la Sociedad reclama un servicio así. El Gobierno ofrece el servicio social especializado de salvaguardar el mercado.
La característica distintiva de este servicio es que disfruta de un monopolio de la coerción. Ésta es la condición necesaria para que funcione el negocio: cualquier división de la autoridad acabaría con el propósito para el que se establece el Gobierno.
Aún así, se mantiene el hecho de que el Gobierno es una organización humana, compuesta de hombres que son exactamente como los hombres a los que sirve. Esto es, ellos también buscan satisfacer sus deseos con el mínimo de esfuerzo y también son insaciables en sus apetitos. Además de los deseos comunes que poseen todos los hombres, el personal del Gobierno adquieren uno propio de su ocupación: la adulación que reciben porque sólo ellos ejercitan la coerción. Son gente aparte.
Los honores que derivan del ejercicio del poder hacen aparecer una pasión por éste, particularmente en hombres cuyas capacidades no serían advertidas en el mercado y es fuerte la tentación de expandir el área de poder; la función negativa de protección es demasiado limitada para hombres con ambición. Así que la tendencia en el mundo del funcionariado es asumir una capacidad para funciones positivas, para invadir el mercado, para asumir, regular, controlar, gestionar y manipular sus técnicas.
A decir verdad, no hace nada parecido, pues las técnicas operan por sí mismas y todo lo que puede lograr el poder político con sus intervenciones es controlar el comportamiento humano: consigue el cumplimiento por la amenaza del castigo físico. Ése es de hecho todo el ser y el fin del poder político. Aún así, tal es el carácter del humano que admira y a veces adora al congénere que domina su voluntad y es tal este adquirido sentido de superioridad que es el principal beneficio del funcionariado.
La transición del Gobierno negativo al Estado positivo viene marcada por el uso del poder político para fines predatorios. En su búsqueda de poder, el funcionariado tiene en consideración la ineluctable pasión del algo por nada y procede a obtener el apoyo de segmentos de la Sociedad inclinados a emplumar sus nidos sin recoger plumas.
Es un acuerdo de quid pro quo, por el que el poder de compulsión se cede a individuos o grupos favorecidos a cambio de su aceptación de la adquisición de poder. El Estado vende privilegios, lo que no es sino una ventaja económica obtenida por unos a expensas de otros.
En tiempos más antiguos, el grupo privilegiado era una clase terrateniente, que proporcionaba apoyo militar para el poder político, o un grupo mercantilista, que contribuía a las arcas imperiales a partir de sus beneficios generados por monopolios políticos; con la llegada del sufragio popular, al hacer el ascenso político dependiente de un favor más amplio, tuvo que extenderse el negocio del soborno y así se produjo la subvención de granjeros, inquilinos, mayores, usuarios de electricidad y así sucesivamente. Sus intereses creados en el Estado les hacen dóciles para sus fines.
Es esta participación en la depredación lo que caracteriza al Estado. Sin el apoyo de grupos privilegiados, el Estado se desmoronaría. Sin el Estado, los grupos privilegiados desaparecerían. El contrato se basa en la ley de la parsimonia.
El instrumento que pone al Estado en posición negociadora con sus favoritos son los impuestos. Al principio, cuando la simple comunidad establece el Gobierno, se admite que sus operaciones puedan no ser productivas y por tanto tengan que ser apoyadas por el mercado. Deben pagarse los servicios.
Pero la manera de pagar por el servicio del Gobierno genera un problema: los impuestos son cargas obligatorias, no pagos voluntarios y su recaudación se confía a la misma gente que vive de ellos; el poder coactivo que se les otorga se emplea para recaudar sus propios salarios.
Es comprensible que esta función se aplique con vigor. Aún así, allí donde el poder político está bajo la supervisión constante de la Sociedad, la urgencia por aumentar los impuestos para agrandar el poder político puede estar bajo control. Pero esta restricción pierde fuerza a medida que la Sociedad crece en tamaño y complejidad de sus intereses: la preocupación de sus miembros por las empresas productivas diluye su interés en los asuntos públicos, que tienden a convertirse en asunto privado de los funcionarios.
Se produce la centralización del poder político, que es simplemente su separación de las restricciones de las sanciones sociales, y los tipos impositivos crecen al mismo tiempo. El establishment político (la corte de Luis XIV o la igualmente improductiva burocracia del moderno estado “de bienestar”) adquiere así autosuficiencia: tiene los medios para pagar sus nóminas por fuerza e invertir en empresas para acumular poder.
Siempre hay razones buenas y suficientes para más y más impuestos. El templo de Salomón, las vías de Roma, la protección de las “industrias nacientes”, la disposición militar, la regulación de la moral, la mejora del “bienestar general”, todas piden su parte en el mercado y el producto final de cada parte es un aumento en el poder del estado.
Algunas de las apropiaciones se filtran a algunos miembros de la sociedad, satisfaciendo así el deseo de algo por nada, al menos temporalmente, y así estimulan una disposición a tolerar la institución y a eliminar el entendimiento de su carácter depredatorio. Hasta que el Estado no alcanza su objetivo final, el absolutismo, su respuesta a las quejas sobre impuestos es que “el otro” paga todo lo recaudado y eso parece satisfacer.
Pasando rápido por la biografía de las instituciones políticas, la práctica de comprar el apoyo de los grupos privilegiados y subvencionados cambia cuando el Estado se hace autosuficiente, es decir, cuando el mercado está completamente bajo su dominio. Entonces el Estado se convierte en la única clase privilegiada. La costumbre y la necesidad reducen a la Sociedad a una condición servil a la burocracia y la policía, los componentes del estado.
Esta condición se conoce actualmente como totalitarismo, pero en realidad no es sino conquista, la conquista de la Sociedad por el Estado. Así que, sea o no el Estado originado en la conquista, como sostenían algunos historiadores, el resultado final de las instituciones políticas no controladas es el mismo: la Sociedad se esclaviza.
Esto no es lo último. El tamaño del Estado crece con la depredación, el tamaño de la Sociedad se encoge en proporción. Para una explicación de esta antítesis, volvemos a la composición del hombre. Descubrimos que sólo trabaja para satisfacer sus deseos, de los que tiene una plétora, y que el resultado de sus esfuerzos está en proporción a su ingesta de satisfacciones.
Si esta inversión de trabajo no genera beneficios o si la experiencia le dice que no puede esperarse ninguno, su interés por el trabajo decae. Es decir, la producción disminuye por la cantidad de expropiación que debe soportar: si la expropiación es demasiado severa y la evasión se hace imposible, de forma que aprende a aceptarla como una forma de vida y olvida lo que realmente es, su producción tiende al mínimo de la mera existencia.
Pero como el Estado prospera a partir de lo que expropia, la disminución general de la producción a la que induce su avaricia anuncia su propia condena. Su fuente de ingresos se seca. Así, al derribar a la Sociedad, se derriba a sí mismo. Su desmoronamiento final normalmente lo ocasiona una guerra desastrosa, pero precediendo a ese acontecimiento hay una historia de aumentar gravámenes descorazonadores en el mercado, generando una disminución de las aspiraciones, esperanzas y autoestima en sus víctimas.
Cuando hablamos de la desaparición de una civilización, no queremos decir que se haya extinguido un pueblo. Todo holocausto deja supervivientes. Lo que implica la caída de una civilización es la desaparición de la memoria de una acumulación de conocimiento y de valores que en un tiempo obtuvo un pueblo.
Las artes y ciencias prevalentes, la religión y los modales, las formas de vivir y de ganarse la vida se han olvidado. Han sido arrumbadas no por una pila de polvo sino por una falta general de interés en las satisfacciones marginales, en las cosas que los hombres tratan de lograr cuando se gana la lucha por la existencia. Podemos arreglárnoslas sin cuchillos y tenedores cuando obtener comida es bastante problema y el primer objetivo del vestido es ofrecer calor, no adorno.
Por el contrario, cuando se acumulan los productos primarios, el ser humano empieza a soñar con nuevos mundos a conquistar, incluido el mundo de la mente: cultura, ideas, valores. Las conquistas acumuladas se convierten en indicios de una civilización. La pérdida de una civilización es el reverso de ese proceso de acumulación cultural. Es la renuncia, por razones de necesidad, a aquellas satisfacciones que no son esenciales para la existencia. Es un proceso de olvidar a través de las fuerza de la circunstancia: es la abstinencia impuesta por el entorno.
A veces la voluntad de la naturaleza impone la abstinencia por un tiempo, pero la historia muestra que el hombre es bastante capaz de superar esos obstáculos a sus ambiciones. El obstáculo que no parece sea capaz de superar es su inclinación a la rapiña, que da lugar a la institución del estado; es esta institución la que en definitiva induce a un clima de utilidad o falta de interés en esforzarse y así destruye la civilización que alimenta. O como muestra la historia: toda civilización que declinó o se perdió llevaba a la espalda un estado todopoderoso.
El colapso de un estado significa un debilitamiento de los instrumentos de coacción por medio de los cuales la propiedad de los frutos del trabajo propio se transfieren a gobernantes improductivos o sus cómplices. A partir de entonces, tal vez durante siglos, la libertad prevalece, los hombres aprenden de nuevo a soñar y esperar y la consecución de cada sueño mediante trabajo anima a otras fantasías y genera más esfuerzo; así la riqueza se multiplica, el conocimiento se acumula, los modales toman forma y los valores inmateriales adquieren importancia en la jerarquía humana. Ha nacido una nueva civilización.
Aunque se recupere por accidente algo de la civilización perdida, lo que se ha enterrado tiene que volverse a aprender: la nueva civilización no crece a partir de su predecesora, sino que deriva de los esfuerzos de los vivos. En todo caso, la historia nos dice que en cuanto empieza una civilización se asocia a ella una institución política que se alimenta de ella y acaba devorándola. Y el estribillo empieza de nuevo.