Mises Daily

El imperativo moral del mercado

[Este artículo apareció originalmente en The Unfinished Agenda: Essays on the Political Economy of Government Policy in Honour of Arthur Seldon (1986). Nunca antes había aparecido en línea. Se puede descargar un archivo de audio MP3 de este artículo, narrado por Nathaniel Foote].

«No se puede mejorar una señal si no se sabe lo que señala».

En 1936, el año en que (de forma totalmente casual) John Maynard Keynes publicó La Teoría General, vi de repente, mientras preparaba mi discurso presidencial ante el Club Económico de Londres, que mis trabajos anteriores en distintas ramas de la economía tenían una raíz común. Esta percepción era que el sistema de precios era en realidad un instrumento que permitía a millones de personas ajustar sus esfuerzos a acontecimientos, demandas y condiciones de los que no tenían un conocimiento concreto y directo, y que toda la coordinación de la economía mundial se debía a ciertas prácticas y usos que habían crecido inconscientemente. El problema que había identificado por primera vez al estudiar las fluctuaciones industriales —que las falsas señales de los precios desviaban los esfuerzos humanos— lo seguí luego en varias otras ramas de la disciplina.

Inspiración de Ludwig von Mises

Aquí mi pensamiento se inspiró en gran medida en la concepción de Ludwig von Mises del problema de ordenar una economía planificada. Mis primeras investigaciones sobre las consecuencias de la restricción de la renta me mostraron más claramente que casi cualquier otra cosa cómo la interferencia del gobierno en el sistema de precios trastorna por completo los esfuerzos económicos humanos.

Pero me llevó mucho tiempo desarrollar lo que es básicamente una idea simple. Me desconcertaba que El socialismo de Mises1, que me había resultado tan convincente y parecía demostrar por fin por qué la planificación central no podía funcionar, no hubiera convencido al resto del mundo. Me pregunté por qué.

Precios y orden económico

Poco a poco me di cuenta de que la función básica de la economía era explicar el proceso de cómo la actividad humana se adaptaba a datos sobre los que no tenía información. Así, todo el orden económico descansaba en el hecho de que, utilizando los precios como guía, o como señales, nos veíamos abocados a atender las demandas y a alistar los poderes y capacidades de personas de las que no sabíamos nada. Gracias a que nos habíamos apoyado en un sistema que nunca habíamos entendido y que nunca habíamos diseñado, habíamos podido producir la riqueza necesaria para sostener un enorme aumento de la población mundial y empezar a hacer realidad nuestras nuevas ambiciones de distribuir esta riqueza de forma más justa. Básicamente, la idea de que los precios eran señales que provocaban la coordinación imprevista de los esfuerzos de miles de individuos fue, en cierto sentido, la teoría de la cibernética moderna, y se convirtió en la idea principal de mi trabajo.

Me obligó inevitablemente a investigar la relación entre las creencias políticas actuales y la preservación del sistema del que depende la riqueza de la que estamos tan desmesuradamente orgullosos. Aunque Adam Smith, al igual que Marshall 150 años después, había comprendido básicamente que el éxito de nuestro sistema económico era el resultado de un proceso no diseñado que coordinaba las actividades de una miríada de individuos, nunca llegó a convencer plenamente de esta verdad a los líderes de la opinión pública.

Esta se ha convertido en mi principal tarea, y me ha llevado algo así como 50 años ser capaz de exponerla tan brevemente y en tan pocas palabras como acabo de intentar; incluso hace 10 años no habría podido exponerla tan sucintamente. Parece obvio, una vez enunciado, que el fundamento básico de nuestra civilización y nuestra riqueza es un sistema de señales que nos informa, aunque sea imperfectamente, de los efectos de millones de acontecimientos que ocurren en el mundo, a los que tenemos que adaptarnos y sobre los que podemos no tener información directa.

Mejorar el sistema de mercado

Esta idea tiene consecuencias extraordinariamente importantes una vez aceptada su verdad. O bien hay que limitarse a crear un marco institucional en el que el sistema de precios funcione con la mayor eficacia posible, o bien se está abocado a perturbar su funcionamiento. Si es cierto que los precios son señales que nos permiten adaptar nuestras actividades a acontecimientos y demandas desconocidos, es evidentemente un sinsentido creer que podemos controlar los precios. No se puede mejorar una señal si no se sabe lo que señala.

No es incoherente admitir que el sistema de precios, incluso en la teoría de un mercado perfectamente competitivo, no tiene en cuenta todas las cosas que nos gustaría que se tuvieran en cuenta. Pero si no podemos mejorar el sistema interfiriendo directamente en los precios, podemos intentar encontrar nuevos métodos para introducir en el mercado información que no se haya tenido en cuenta anteriormente.

Aún queda mucho por hacer en este sentido. Además, más allá de lo que el mercado ya hace por nosotros, hay muchas posibilidades de utilizar la organización deliberada para «rellenar» lo que el mercado no puede proporcionar. Así pues, sólo obtendremos lo mejor del mercado si intentamos mejorar el marco en el que opera. Tenemos que salir del sistema de mercado para atender (a través del gobierno y otras organizaciones) a las personas que no pueden valerse por sí mismas.

El socialismo: un error intelectual

Esta línea de argumentación plantea algunos problemas intelectuales y morales muy graves. En primer lugar, me parece que las ambiciones del socialismo reflejan un error intelectual más que valores diferentes. El socialismo se basa en la falta de comprensión de a qué se debe la riqueza disponible que los socialistas esperan redistribuir. Esta objeción plantea otras cuestiones que empecé a esbozar en una conferencia que di en 1978 en la London School of Economics.2 El problema central era el conflicto entre nuestras emociones innatas sobre las leyes, adquiridas en una pequeña sociedad primitiva, en la que pequeños grupos de personas servían a semejantes conocidos para fines comunes, y los cambios en la moral que tuvieron que producirse para hacer posible la división mundial del trabajo.

De hecho, este pequeño desarrollo, que la humanidad tardó más de 3.000 años en llevar a cabo gradualmente, implicó en gran medida una supresión deliberada de sentimientos emocionales muy fuertes que todos tenemos en nuestros huesos y de los que no podemos deshacernos por completo. Ilustraré esto brevemente con referencia a la idea que aún prevalece sobre la solidaridad. El acuerdo sobre un propósito común entre un grupo de personas conocidas es claramente una idea que no puede aplicarse a una gran sociedad que incluye a personas que no se conocen entre sí. La sociedad moderna y la economía moderna han crecido gracias al reconocimiento de que esta idea, —que era fundamental para la vida en un grupo pequeño—, una sociedad cara a cara, es sencillamente inaplicable a los grupos grandes. La base esencial del desarrollo de la civilización moderna es permitir que las personas persigan sus propios fines basándose en su propio conocimiento y no estén atadas por los objetivos de otras personas.

El espejismo de la justicia social

El mismo dilema se aplica al deseo básico del socialismo de distribuir según principios de justicia. Si los precios han de servir como guía eficaz de lo que la gente debe hacer, no se puede recompensar a la gente por lo que son o fueron sus buenas intenciones. Hay que permitir que los precios se determinen de forma que indiquen a la gente dónde puede hacer la mejor contribución al resto de la sociedad —y desgraciadamente la capacidad de hacer buenas contribuciones a los semejantes no se distribuye según ningún principio de justicia.

«La población mundial ha crecido hasta un tamaño tal que sólo puede ser alimentada mediante la adhesión a un sistema de mercado».

Las personas se encuentran en una posición muy desigual para contribuir a las necesidades de sus semejantes y tienen que elegir entre oportunidades muy diferentes. Por tanto, para que puedan adaptarse a una estructura que desconocen (y cuyos determinantes desconocen), tenemos que permitir que los mecanismos espontáneos del mercado les digan lo que deben hacer.

Fue un triste error de la historia de la economía impedir que los economistas, sobre todo los clásicos, vieran que la función esencial de los precios era decir a la gente lo que debía hacer en el futuro y que los precios no podían basarse en lo que habían hecho en el pasado. Nuestra visión moderna es que los precios son señales que informan a las personas de lo que deben hacer para ajustarse al resto del sistema.

Ahora estoy profundamente convencido de lo que antes sólo había insinuado, a saber, que la lucha entre los partidarios de una sociedad libre y los defensores del sistema socialista no es un conflicto moral sino intelectual. Así, los socialistas se han visto llevados por un desarrollo muy peculiar a revivir ciertos instintos y sentimientos primitivos que en el curso de cientos de años habían sido prácticamente suprimidos por la moral comercial o mercantil, que a mediados del siglo pasado había llegado a gobernar la economía mundial.

La decadencia de la moral comercial

Hasta hace 130 o 150 años, todo el mundo en lo que ahora es la parte industrializada del mundo occidental creció familiarizado con las reglas y necesidades de lo que se llama moral comercial o mercantil, porque todo el mundo trabajaba en una pequeña empresa en la que estaba igualmente involucrado y expuesto a la conducta de los demás. Ya fuera como amo, criado o miembro de la familia, todo el mundo aceptaba la necesidad inevitable de tener que adaptarse a los cambios de la demanda, la oferta y los precios en el mercado. A mediados del siglo pasado empezó a producirse un cambio. Donde antes tal vez sólo la aristocracia y sus sirvientes eran ajenos a las reglas del mercado, el crecimiento de las grandes organizaciones en los negocios, el comercio, las finanzas y, en última instancia, en el gobierno, aumentó el número de personas que crecieron sin que se les enseñara la moral del mercado que se había desarrollado en el curso de los 2.000 años anteriores.

Probablemente por primera vez desde la antigüedad clásica, una parte cada vez mayor de la población del Estado industrial moderno creció sin aprender en la infancia que era indispensable responder como productor y consumidor a todas las cosas desagradables que exigía el cambiante mercado. Esta evolución coincidió con la difusión de una nueva filosofía, que enseñaba a la gente que no debía someterse a ningún principio moral que no pudiera justificarse racionalmente.

Creo que es cierto que, con la excepción de unos pocos hombres como Adam Smith (y con él sólo hasta cierto punto), nadie antes de mediados del siglo XIX podría haber respondido realmente a la pregunta: ¿Por qué debemos obedecer estos principios morales que nunca han sido justificados racionalmente? La incapacidad de un gran número de personas para aceptar los principios morales que constituyen la base del sistema capitalista se vio respaldada por una nueva corriente intelectual que les enseñó que esa moral carecía de justificación racional.

Ideales versus supervivencia

Esta dicotomía explica la creciente oposición al sistema de mercado que se ha extendido mucho más allá de los partidos específicamente socialistas del siglo pasado. A lo largo de la historia, casi cada paso en el desarrollo de la moral comercial tuvo que ser contestado contra la oposición de filósofos morales y maestros religiosos —una historia suficientemente conocida en sus líneas generales.

Ahora nos encontramos en la extraordinaria situación de que, mientras vivimos en un mundo con una población numerosa y creciente que sólo puede mantenerse con vida gracias a la prevalencia del sistema de mercado, la inmensa mayoría de la gente (no exagero) ya no cree en el mercado. Se trata de una cuestión crucial para la preservación futura de la civilización y que debe afrontarse antes de que los argumentos del socialismo nos devuelvan a una moral primitiva. Debemos reprimir de nuevo esos sentimientos innatos que han aflorado en nosotros una vez que dejamos de aprender la tensa disciplina del mercado, antes de que destruyan nuestra capacidad de alimentar a la población mediante el sistema de coordinación del mercado. De lo contrario, el hundimiento del capitalismo hará que una parte muy importante de la población mundial muera porque no podamos alimentarla.

Se trata de un problema grave, que no ha tenido que resolverse en el pasado. La población mundial, y ni siquiera las mentes más destacadas de ningún país, nunca serán persuadidas con argumentos teóricos de que deben creer en un determinado tipo de moral. No obstante, podemos demostrar que, a menos que la gente esté dispuesta a someterse a la disciplina que constituye la moral comercial, nuestra capacidad para soportar un mayor crecimiento de la población que no sea en el relativamente próspero Occidente, o incluso para mantenerla en sus cifras actuales, quedará destruida.

No estoy de acuerdo en que el proceso de selección por el que ha evolucionado la moral del capitalismo, produciendo lo que unos pocos libros de texto reconocen como sus «efectos beneficiosos para la sociedad en general», consista exclusivamente en ayudar al crecimiento de la población. Muchos de los pueblos del mundo serían probablemente mucho más felices si el crecimiento de la población no se hubiera estimulado en el grado en que lo ha hecho. Sin embargo, la población mundial ha crecido hasta tal punto que sólo puede ser alimentada mediante un sistema de mercado. Los intentos de sustituir el mercado demuestran —de forma más gráfica en Etiopía— la insensatez de imponer una alternativa.

Así como la prosperidad ha llevado a los pueblos más avanzados a restringir voluntariamente el crecimiento de la población, los pueblos que sólo muy lentamente están empezando a aprender esta urgente lección pueden llegar a ver que no les conviene crecer más rápidamente. En esta coyuntura crítica para el tipo de civilización que hemos construido, la contribución más importante que puede hacer un economista es insistir en que sólo podemos cumplir con nuestra responsabilidad de mantener a nuestra población actual si seguimos confiando en el sistema de mercado, que fue el que dio origen a esta población ampliada.

Este artículo apareció originalmente en The Unfinished Agenda: Essays on the Political Economy of Government Policy in Honour of Arthur Seldon (1986). Nunca antes había aparecido en línea. Puede descargarse un archivo de audio MP3 de este artículo, narrado por Nathaniel Foote.

  • 1

    Ludwig von Mises, Socialism (New Haven: Yale University Press, 1951; reimpreso por New York University Press, 1985).

  • 2

    «Las tres fuentes de los valores humanos», publicado como epílogo de Law, Legislation and Liberty, Vol. 3: The Political Order of a Free People (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1979), pp. 153-76.

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