La justificación más bella del mercado libre que conozco es de naturaleza teológica. En sus Disputationes de justitia et jure, publicadas en 1642 en Lyon, el cardenal español Juan de Lugo (1583-1660) escribió que el «precio justo» depende de tantos factores que solo Dios lo puede conocer.1 (San Alfonso María de Ligorio, el fundador de la orden de los redentoristas y santo patrón de los confesores y teólogos morales, consideraba a Lugo el teólogo más importante tras Santo Tomás de Aquino).
Algunos años antes, otro jesuita español (y miembro de la llamada «escuela de Salamanca»), Juan de Salas, concluía en sus Comentarii in secundum secundae D. Thomae et contractibus (Lyon, 1617) que los factores que contribuían a un precio concreto eran tan complejos que «solo Dios, no el hombre, puede entenderlos exactamente».2
En la teología de los escolásticos de Salamanca, el «precio justo» era por tanto equivalente al precio del mercado, que resultaba naturalmente de las interacciones entre compradores y vendedores. Los intentos de establecer un «precio justo» para reemplazar un recio natural del mercado, ya fuera por autoridades civiles o eclesiásticas, se veía con un profundo escepticismo: ¿no eran esos intentos usurpaciones del conocimiento de Dios?
¿Por qué hablar hoy de la escuela de Salamanca? ¿Cuál es la importancia de las divagaciones de un pequeño grupo de jesuitas y dominicos españoles de los siglos XV y XVI, especialmente cuando tratamos de entender nuestros actuales aprietos económicos? (Como dice un antiguo refrán polaco: ¿qué tiene que ver el jengibre con los molinos?)
La respuesta a esta pregunta es más sencilla de lo que podría parecer en principio.
El gran debate
Hace casi veinte años, el mundo fue testigo del fin de un orden económico-político basado en la idea de que el planificador central, la vanguardia del proletariado o el politburó (fuera cual fuera el nombre del director del sistema) puede reemplazar el «caos» del mercado y mejorar las acciones de millones de empresarios, compradores y vendedores independientes, que deciden qué hay que producir, en qué cantidad y a qué precio. Se descubrió que no era así, ya fueran los bienes acero, cemento o simples granos de pimienta.
En los mismos fundamentos de la caída del comunismo, se puede descubrir exactamente la «usurpación del conocimiento de Dios» explicada por los teólogos españoles. En el gran debate acerca de la posibilidad de cálculo económico racional en una economía socialista (un debate que tuvo lugar en las primeras tres décadas del siglo XX) economistas y sociólogos como Ludwig von Mises, Max Weber, Vilfredo Pareto, Enrico Barone, Boris Brutzkus y Friedrich Hayek advirtieron claramente que el planificador central, al abolir la propiedad privada de los medios de producción, elimina al mismo tiempo el mercado para los bienes de inversión. Al hacerlo, se destruye el lugar de reunión de empresarios y proveedores de capital y junto con él la fuente clave de la información de precios, es decir la información sobre las relaciones de intercambio entre distintos bienes de capital.
Sin embargo, durante este debate a finales de la década de 1930 (en la década de la Gran Depresión) no fue la mano de Mises o Hayek la que se alzó en señal de victoria, sino la mano de un economista polaco, Oscar Lange. Lange, junto con Abe Lerner, argumentaba que los gestores socialistas podrían simular el proceso de formación de precios que se encuentra en el mercado privado. Lange fue alabado nada menos que por Paul Samuelson, un futuro premio Nobel y fundador y gurú de lo que se convertiría en la economía ortodoxa de la segunda mitad del siglo XX.
Aun así, pregunto: ¿qué argumento consideramos hoy como victorioso? Sin duda no el de Lange.
La escuela de Salamanca habla hoy
«Muy bien, Sr. Strzelecki», preguntarán, «¿pero qué tiene que que ver esta historia con la crisis de 2008? ¿Cuál es la relación entre la crisis actual del orden económico neoliberal mundial y el debate histórico sobre cálculo económico en una economía socialista?»
He aquí la respuesta. Durante unos 100 años, ha existido en el centro de la economía mundial una institución que pretendía ser capaz de resolver el mismísimo problema epistemológico que los teólogos españoles consideraron irresoluble por mentes humanas. Esta institución es el banco central de Estados Unidos: La Reserva Federal. (Se pueden encontrar instituciones similares en el centro de casi todas las economías nacionales. En todo caso, es el banco central).
Los argumentos de ambas escuelas de pensamiento (la escuela de Salamanca por un lado y la escuela austriaca de economía por el otro) son críticas poderosas contra el papel de los bancos centrales a la hora de regular los tipos de interés (el precio del producto). Para los sacerdotes que escribían en España, regular el tipo de interés mediante una autoridad centralizada sería suponer que un hombre podría saber aquello de lo que solo Dios tiene un conocimiento seguro.
Mirando al asunto desde un punto de vista distinto (es decir, uno menos conectado con la teología y más con la visión convencional de la economía, podemos plantear la siguiente pregunta. Dado que pensamos, como parece que los hacemos la mayoría que la producción de bienes como coches, aspiradores y verduras congeladas debería tener lugar en un régimen de competencia en el mercado, ¿por qué tantos entre nosotros están sin embargo de acuerdo en que tiene sentido excluir de la producción de dinero a estas mismas fuerzas? ¿Por qué debería confiarse la producción de dinero a un monopolio llamado banco central?
La crisis de 2008 no es un «fallo de mercado» o un fallo en las doctrinas de neoliberalismo como tales. Más bien, y en la manera en que repite la caída de las economías comunistas hace dos décadas, es el fruto inevitable de la arrogancia de la planificación centralizada.
Sin embargo, al contrario que en las economías comunistas de Europa del este, la arrogancia del planificador central de EEUU no se aplica a toda la economía, sino solo una porción de ella: la producción de dinero. Desde la confiscación del oro por Roosevelt en 1933 al abandono del patrón oro internacional en 1971, el presidente de la Reserva Federal se ha visto cada vez más privado de señales del mercado real. En particular, se le ha privado de la importante función proporcionada por el derecho de redimir oro con dólares, lo que sirve como una señal clave de advertencia e impone y gran nivel de disciplina sobre la política monetaria. Así que se le deja navegar entre la Escila de la inflación por un lado y el Caribdis de de la recesión (inducida por la contracción monetaria) por otro, sin ningún indicador real.
Ante este dilema, solo se ha generado inflación. En el periodo de 1913 a 2007, la Fed (aplicando su misión de «estabilizar el nivel de precios») destruyó más del 97% del poder adquisitivo del dólar. (Para comparar, advirtamos que el valor del dólar había aumentado ligeramente durante los 100 años anteriores a que se creara la Fed). ¡Qué bonito es el dinero fiduciario!
Por tanto necesitamos la teología. La destrucción del 97% del poder adquisitivo del billete verde no puede considerarse sino obra de Satanás. ¡Al menos en este punto, todos pueden sin duda estar de acuerdo!
Tranducido de un artículo originalmente publicado en el semanario polaco Gazeta Bankowa, mayo 2009. El Instituto Mises Mises estará viajando a la escuela de Salamanca para la Cumbre de Partidarios de este año. ¡Únetenos!