Este ensayo apareció por primera vez en The Atlantic Monthly en 1936. Una versión MP3 de este artículo, leída por el Dr. Floy Lilley, está disponible para su descarga gratuita.
I
Una tarde del pasado otoño la pasé con un europeo conocido mío, permanecí sentado durante muchas horas mientras me expuso una doctrina de Economía Política que me pareció sólida como una nuez y en la que no pude encontrar ningún defecto. Para terminar, con mucha seriedad, dijo: «Tengo una misión para con las masas. Me siento llamado a lograr que la gente me escuche. Dedicaré el resto de mi vida a divulgar mi doctrina lo más y mejor que pueda ¿Qué piensas de ello?».
Era ésa una pregunta que para mí resultaba embarazosa, más aún en mis circunstancias, porque es un hombre muy docto, realmente una de las tres o cuatro mejores cabezas que Europa ha producido en su generación; y naturalmente yo, como lego que soy en la materia, me sentía inclinado a reverenciar, si no a mostrar asombro, ante la menor de sus palabras.
Con todo, me hice la reflexión de que ni siquiera las mentes más preclaras pueden saberlo todo y estaba bastante seguro de que él no habría tenido las mismas oportunidades que yo para observar las reacciones de las masas y que, por consiguiente, probablemente yo las pudiera comprender mejor que él. Así que hice acopio del coraje necesario para decirle que él no debía imponerse esa misión y que haría bien en quitarse la idea de la cabeza de inmediato; vería cómo a las masas no les importaría una higa su doctrina, y aún menos su persona, ya que en esas circunstancias el favorito del pueblo es generalmente algún Barrabás. Hasta llegué a decirle (él es judío) que su propósito daba a entender que ni siquiera debía ser buen conocedor de su propia cultura. Sonrió con mi broma, y me preguntó que quería decir con eso; y le dije que leyera la historia del profeta Isaías.
Pensé entonces que era muy oportuno recordar esa historia justamente en ese momento, cuando tantos sabios y adivinos parecían abrumados por la necesidad de dirigir un mensaje a las masas. El Dr. Townsend tenía un mensaje, el Padre Coughlin otro, el Sr. Upton Sinclair, el Sr. Lippmann, el Sr. Chase y los hermanos de la economía planificada, el Sr. Tugwell y los defensores del New Deal, el Sr. Smith y los de la Liga para la Libertad (Liberty League)– la lista era interminable. No puedo recordar un tiempo en el que tantos energúmenos estuvieran proclamando sus verdades a las multitudes y diciéndoles lo que tenían que hacer para salvarse. Siendo esto así, se me ocurrió, como digo, que la historia de Isaías podría aportar algo para asentar y recomponer el ánimo de la humanidad hasta que este huracán de tiranía quedara atrás. Parafrasearé la historia en nuestro común discurso ya que se ha de formar a partir de piezas de variadas fuentes; y de igual modo que respetables estudiosos pensaron que una completa nueva versión de la Biblia podría tener encaje en la lengua vernácula americana, me escudaré trás ellos, si es preciso, para defenderme del cargo de ser irreverente respecto de las Sagradas Escrituras.
La carrera del profeta comenzó al final del reinado del rey Uzziah, digamos que alrededor del año 740 A.C. Ese reinado fue inusualmente largo, casi medio siglo, y aparentemente próspero. Fue sin embargo al terminar uno de esos prósperos reinados, -como el de Marco Aurelio en Roma, o la administración de Ébolo en Atenas, o la del Sr. Coolidge en Washington – cuando la prosperidad de repente se acaba y las cosas caen con sonoro estrépito.
El año de la muerte de Uzziah, el Señor encomendó al profeta que fuera y avisara a la gente de la maldición que iba a llegar. «Diles lo inútiles que son». Le dijo «Diles lo que está mal y qué es lo que les va a pasar y porqué si no cambian de opinión y se enderezan. No suavices las cosas. Deja claro que de verdad es su última oportunidad. Díselo bien claro y fuerte y no dejes de advertírselo. Supongo que quizás debería decirte», añadió, «que no servirá para nada. La clase dirigente y sus consejeros te despreciarán y las masas ni siquiera te escucharán. Seguirán su camino hasta que todo se hunda y probablemente tendrás suerte si consigues salir con vida».
Isaías había estado muy dispuesto a asumir la tarea –de hecho, hasta la había pedido– pero la perspectiva hacía la situación muy distinta. Planteaba la obvia cuestión: ¿Porqué, si todo iba a ser así – si la empresa iba a fracasar desde el principio – tenía algún sentido empezarla? «Ah» dijo el Señor, «no captas el fondo del asunto. Quedará un Remanente, del que nada sabes. Serán gentes torpes, desorganizadas, desmañadas, cada uno se las arreglará como mejor pueda. Necesitarán que se les anime y que se les abrace porque cuando todo se haya ido completamente al diablo, son quienes volverán y construirán una nueva sociedad; y mientras tanto, nuestra prédica les apaciguará y les mantendrá en el empeño. Tu tarea es hacerte cargo de ese Remanente, de modo que ahora vé y prepárate».
II
Así que, aparentemente, si la palabra de Dios sirve para algo –y no doy ninguna opinión al respecto–, el único elemento de la sociedad judía del que en especial valdría la pena ocuparse, sería de ese Remanente. Parece que Isaías captó la idea de que ése era el caso; que no cabía esperar nada de las masas, pero que de haber algo que se pudiera algún día hacer en Judea, sería ese Remanente quien lo tendría que hacer. Es ésta una idea muy chocante y sugestiva; pero antes de examinarla, hemos de ser claros respecto de cuáles son nuestras premisas ¿Qué queremos decir cuando hablamos de masas y de ese Remanente?
Tal y como se utiliza comúnmente, la palabra masas sugiere aglomeraciones de gente pobre y sin privilegios, gente trabajadora, proletarios, y no significa nada de eso; se refiere simplemente a la mayoría. El hombre de masas no tiene ni la fuerza intelectual para captar los principios que resultan de lo que conocemos como vida humana ni la fortaleza de carácter para adherir con firmeza a esos principios tan estrictamente como si fuesen un código de conducta; y como esa gente integra la mayor parte de la humanidad, se les denomina masas para referirse a ellos colectivamente. La línea de diferenciación entre las masas y el Remanente se establece invariablemente por calidad, no por circunstancia. El Remanente está formado por quienes por su agudeza intelectual son capaces de comprender esos principios y los que por su fuerza de carácter son capaces, por lo menos de forma apreciable, de adherirse a ellos. Las masas la forman quienes son incapaces de hacer cualquiera de esas cosas.
La imagen que Isaías presenta de las masas judías es de lo más desfavorable. Desde su punto de vista, el hombre de masa –ya sea de alta o humilde cuna, rico o pobre, príncipe o mendigo– sale muy mal parado. No solo se presenta como alguien de pocas entendederas a quien la voluntad le flaquea sino que además es un bribón arrogante, codicioso, disoluto, descuidado y sin principios. La mujer de masa también sale malparada ya que comparte todos los defectos del hombre de masa y contribuye con algunos propios bajo la forma de vanidad, pereza, extravagancia y debilidad. La lista de productos de lujo que seducen a la mujer es interesante; basta echar un vistazo a la sección para mujeres del dominical de un periódico en 1928, o al escaparate que anuncia uno de nuestros periódicos que se tienen por «serios». En otro pasaje, Isaías incluso recuerda la afectación y falta de naturalidad de las llamadas «flapper gait» y las «debutante slouch».1 Por descontado que el fervor profético debió influir en la crudeza de la crítica de Isaías; después de todo, dado que su verdadera tarea no era convertir a las masas sino abrazar y dar aliento al Remanente, probablemente consideró que podía permitirse exponerlo indiscriminada y groseramente y que, de hecho, eso era lo que se esperaba de él. Pero aún así, el hombre judío de masa debió ser un individuo de lo más reprobable y la mujer de masa completamente odiosa.
Si la mentalidad moderna, cualquiera que ésta sea, no se siente inclinada a tomar la palabra del Señor al pié de la letra (como yo entiendo que debería hacer), podemos observar que el testimonio que Isaías nos brinda acerca del carácter de las masas tiene sólidos apoyos colaterales en la respetable autoridad de los Gentiles. Platón vivió cuando Ébolo gobernaba y Atenas se hallaba en la cúspide de su esplendor y habla de las masas atenienses con el mismo fervor que Isaías, hasta llega a compararlas con una manada de voraces bestias salvajes. Es curioso que también él emplea la palabra «Remanente o Resto» para referirse a la porción más válida de la sociedad ateniense; «solo hay un resto muy reducido», dice, que aún posee algo de fuerza intelectual y de fortaleza de carácter pero, precisamente como ocurrió en Judea, es demasiado pequeña para servir de algo frente al ignorante y vicioso predominio de las masas.
Pero Isaías era un profeta y Platón un filósofo; y tendemos a considerar a los predicadores y a los filósofos más bien como observadores pasivos del drama de la vida más que como participantes activos. Así pues en este tipo de cuestiones su opinión podría parecernos un poco distante, ácida o como dicen los franceses saugrenue. Por consiguiente podríamos traer a colación a otros testigos que fuesen predominantemente hombres de mundo, y cuyo juicio no fuera sospechoso. Marco Aurelio fue gobernador de uno de los mayores imperios, e investido de esa autoridad no solo pudo observar al hombre de masas romano sino que lo tuvo en su poder 24 horas al día durante 18 años. Lo que no supo de él no merecía la pena que fuese conocido y lo que pensó de él se ve ampliamente plasmado en casi cada una de las páginas de su pequeño libro de notas que garabateó de su puño y letra día tras día, y que él no esperaba que nadie más leyera nunca ya que las escribió sólo para él.
Esta visión de las masas es la que prevalece ampliamente entre las autoridades del mundo antiguo cuyos escritos han llegado hasta nosotros. En el siglo XVIII sin embargo, algunos filósofos europeos extendieron la noción de que el hombre de masa, en su estado natural, no es en absoluto la clase de persona que describen las autoridades que les precedieron sino que por el contrario, es un valioso objeto de estudio. Sus defectos son un efecto de su entorno, un efecto del que de alguna manera es «la sociedad» la responsable. Si su entorno le permitiese vivir con arreglo a sus potencialidades, sin ninguna duda se mostraría como un buen tipo; y la mejor forma de conseguir un entorno más favorable para él sería dejar que fuera él mismo quien lo dispusiera a su gusto. La Revolución Francesa fue un poderoso resorte de esta idea proyectando su influencia por Europa en todas direcciones.
A este lado del océano todo un nuevo continente estaba listo para experimentar a gran escala con esta teoría. Brindó a las masas todos los recursos que se pudiera concebir para que pudiesen desarrollar una civilización hecha a su gusto y a su imagen y semejanza. No había una fuerza de la tradición que disputara su dominio o que las controlase cuando a sabiendas despreciaran al Remanente. Una inmensa riqueza natural, un predominio incuestionado, un virtual aislamiento, libertad frente a interferencias externas y del temor a padecerlas, y, por último, un siglo y medio de tiempo –tales fueron las ventajas que el hombre de masa ha tenido para alumbrar una civilización que debía dejar en ridículo a los predicadores y a los filósofos de pasadas épocas en su creencia de que no cabía esperar nada sustancial de las masas, sino solo del Remanente.
Su éxito hasta ahora no impresiona. Sobre la base de las pruebas hasta ahora presentadas, creo que hay que decir que la concepción del hombre de masas acerca de lo que puede ofrecer la vida y sus elecciones sobre qué pedirle a la vida, parece que son bastante parecidas a las de tiempos de Isaías y Platón; y esa concepción y esas demandas conducen también a los mismos catastróficos conflictos sociales y convulsiones. No quiero extenderme sobre esto sino solo observar que la hiperinflada importancia de las masas parece que condujo al profeta moderno a abandonar por completo la idea de una eventual misión para el Remanente.
Obviamente ésa sería la lógica conlusión en el caso de que en realidad los viejos profetas y filósofos estuviesen equivocados y toda posible esperanza para la raza humana en realidad descansara en las masas. Si, por otra parte, el Señor e Isaías y Platón y Marco Aurelio tuviesen razón en sus estimaciones y el valor de las masas y del Remanente fuese para la sociedad relativamente distinto, entonces el caso sería algo diferente. Es más, como teniéndolo todo a favor, las masas hasta la fecha han dado cuenta de unos resultados extremadamente desalentadores parece que sería de lo más provechoso reabrir el debate entre los dos cuerpos de doctrina en cuestión.
III
Pero sin seguir ahora esa sugerencia, como dije, solo quiero destacar el hecho de que tal y como están las cosas, la misión de Isaías parece más bien imposible. Hoy todo el que tiene un mensaje, como mi venerable amigo europeo, está deseando comunicarlo a las masas. Su primera, última y única idea es conseguir la aceptación y la aprobación de las masas. Su mayor desvelo es dar a su doctrina la forma idónea para que capture el interés y la atención de las masas. Esta actitud para con las masas es tan exclusiva, tan devota, que uno se acuerda del monstruo troglodita, descrito por Platón, y de la asidua muchedumbre que se aglomeraba a la entrada de su cueva; intentando obsequiosamente aplacarlo y ganar su favor; interpretar sus ininteligibles sonidos; descubrir lo que deseaba; y ofrecerle toda clase de objetos que creía que podrían llamar su atención.
El principal problema con todo esto es su reacción en cuanto a la propia misión. Porque se hace precisa una sofisticación oportunista de la propia doctrina que altera profundamente su carácter y la reduce a ser un mero placebo. Digamos que si eres un predicador, deseas atraer a la mayor congregación posible, lo que implica llamar la atención de las masas; ésto, a su vez, significa que tienes que adaptar los términos de tu mensaje al nivel intelectual y al carácter que las masas exhiben.
Si eres un educador, supongamos que tienes una Facultad en tus manos, deseas tener al mayor número posible de alumnos y rebajas tus requerimientos en consecuencia. Si eres escritor, apuntas a tener muchos lectores; si un editor, muchos compradores; si un filósofo, muchos discípulos; si un reformador, muchos adeptos; si un músico, muchos oyentes; y así con todo. Pero como vemos por todas partes, para conseguir realizar todos esos variados deseos, el mensaje profético se ve tan alterado con trivialidades que su efecto sobre las masas es meramente el de endurecerlas en sus pecados. Mientras, el Remanente, consciente de esta adulteración y de los deseos que la motivan, se volverá hacia el profeta y ni éste ni su mensaje le servirán de nada.
Isaías por otra parte no tuvo que trabajar con esos inconvenientes. Él solamente predicaba a las masas en el sentido de que lo hacía públicamente. Cualquiera que le gustase podía escucharle, y, sino, seguir su camino. Sabía que el Remanente escucharía; y sabiendo también que nada cabía esperar de las masas bajo ninguna circunstancia, no hizo ningún esfuerzo por cautivarlas, ni acomodó su mensaje a su medida en modo alguno y no le importó en absoluto que le prestaran o no atención. Como diría un editor moderno, no se preocupaba ni del número de ejemplares en circulación ni de la publicidad. De manera que sin esas obsesiones estaba en condiciones de hacerlo lo mejor posible, sin temor ni favor y respondiendo solo ante su augusto Jefe.
Si como profeta no te sintieras muy inclinado a ganar dinero con tu misión o a sacar de ella una cierta –aunque dudosa– clase de notoriedad, las anteriores consideraciones te llevarían a decir que servir al Remanente parece un buen trabajo. Un sólido cometido en el que te puedes apoyar de verdad y en el que te puedes emplear a fondo sin tener que pensar en los resultados es un trabajo de verdad; mientras que servir a las masas es solamente, en el mejor de los casos, si se consideran las inexorables condiciones que las masas imponen a sus servidores, un trabajo a medias. Las masas te exigen que les des lo que quieren, insisten en ello; y no admitirán nada más que eso y que estés al albur de sus caprichos; de los irracionales cambios de sus modas; de adecuarte a sus fríos y a sus calores. Es tediosa tarea, por no hablar de que lo que ellas en cualquier momento desean demanda poco de tus recursos como profeta.
El Remanente, por otro lado, solo quiere lo mejor, sea lo que sea. Dale éso, y estará satisfecho; no tienes que preocuparte de nada más. El profeta de la masa americana debe apuntar conscientemente al mínimo común denominador de intelecto, gusto, y carácter de entre 120 millones de personas; y ésa es una angustiosa tarea. El profeta del Remanente, por el contrario, se encuentra en la envidiable posición de Papá Haydn en la casa del Príncipe Esterhazy. Todo lo que Haydn tenía que hacer era seguir creando música de la mejor, como la que él sabía producir, sabiendo que sería entendida y que gustaría a aquéllos para los que la producía, y sin preocuparse lo más mínimo de lo que cualquier otro pudiera pensar al respecto – y eso da como resultado un buen trabajo.
Con todo, en cierto sentido, como ya he dicho, no es un trabajo remunerador. Si puedes captar las modas de las masas, y tener la sagacidad de mantenerte siempre un paso delante de sus caprichos y vacilaciones, puedes conseguir ganar buenos retornos de dinero sirviendo a las masas, y también buenos retornos del tipo que se logra cuando la gente habla de tí.
Digito monstrari et dicier, Hic est!
(Que te señalen del dedo y digan: es él)»
Todos conocemos a inumerables políticos, periodistas, actores, novelistas y demás, a los que les ha ido extremadamente bien de esa forma. Hacerse cargo del Remanente, por el contrario, no ofrece mas que pocas esperanzas de obtener semejantes recompensas. Un profeta del Remanente no se enriquecerá con los ingresos de su trabajo, ni es probable que obtenga gran renombre por ello. El caso de Isaías fue una excepción a esta segunda regla, y hay otros, pero no muchos.
Puede entonces pensarse que, mientras que encargarse del Remanente es sin duda un buen trabajo, no es un trabajo especialmente interesante porque por regla general está muy mal pagado. Tengo mis dudas al respecto. Hay otras compensaciones que pueden obtenerse de un trabajo, además del dinero y la notoriedad. Y algunas son lo bastante sustanciosas como para resultar atractivas. Muchos trabajos que no están bien pagados son empero profundamente interesantes, como, por ejemplo se dice del trabajo de un estudiante dedicado a la investigación científica; y el trabajo de ocuparse del Remanente, me parece que es tan interesante como cualquier otro que pueda haber en el mundo.
IV
Lo que creo que es la causa principal de ese estado de cosas es que en cualquier sociedad dada se ignora cuántos y quienes integran el remanente. De ellos no se sabe y nunca se sabrá más que dos cosas. Puedes estar seguro de ellas –completamente seguro, es la frase que empleamos– pero nunca podrás ni tan siquiera plantear una hipótesis que sea mínimamente aceptable sobre cualquier otro aspecto. No sabes, y nunca sabrás quienes son el Remanente ni lo que están haciendo o harán. Solo sabes dos cosas y nada más: primero, que existen; segundo, que te encontrarán. A excepción de esas dos certezas, trabajar para el Remanente significa trabajar en una oscuridad impenetrable; y, debo decir, que de entre todas las circunstancias que se pudiera concebir, ésta es justamente la que puede tener más éxito a la hora de estimular el interés de cualquier profeta que esté adecuadamente dotado de la imaginación, intuición y curiosidad intelectual necesarias para tener éxito en su función.
La fascinación y la desesperación del historiador, cuando estudia al pueblo judío de tiempos de Isaías, a la Atenas de Platón o a la Roma de los Antoninos, es la esperanza de descubrir y desvelar el «sustrato de recto pensar y proceder» que él sabe que debió existir en alguna parte de esas sociedades porque no pudo haber ningún tipo de vida colectiva sin él. Halla seductoras señales aquí y allá, en muchos sitios, como en la Antología Griega, en el diario de Aulus Gellius, en los poemas de Ausonio y en el breve y conmovedor tributo, Bene merenti, dedicado a los desconocidos ocupantes de tumbas romanas. Pero esas señales son vagas y fragmentarias; no le llevan a ninguna parte en su busca de algún tipo de medición de ese sustrato, sino que meramente confirma lo que él ya sabía de antemano –que el sustrato debía estar en algún sitio–. ¿Dónde está? ¿Cuál es su sustancia? ¿Cuál su poder de autoafirmación y de resistencia? De todo esto nada le dicen.
Del mismo modo, cuando el historiador de hace 2.000 años, o de hace 200, examine los testimonios disponibles acerca de la calidad de nuestra civilización e intente conseguir cualquier clase de prueba clara y convincente de ese sustrato de recto pensar y proceder que él sabe que debió existir entonces, se volverá loco intentando encontrarlo. Una vez haya reunido todo el material que pueda – y aún dando cabida a un mínimo de distorsiones, de vaguedades y de confusión – se dará tristemente cuenta de que sus resultados son simplemente nulos. Hubo un remanente, que construyó un sustrato como si de la formación de un coral se tratara; éso es todo lo que sabe, pero no descubrirá nada que permita ponerle en la pista de quién, dónde y cuántos fueron y cuál el trabajo que hicieron.
Con respecto a todo esto, el profeta del presente también sabe precisamente tanto y tan poco como el historiador del futuro; y eso, repito, es lo que hace que la tarea me parezca tan profundamente interesante. Uno de los episodios más sugerentes de entre los que recoge la Biblia es el intento de un profeta de contar el Remanente –creo que es el único intento de este tipo del que se tenga registro–. Elijah huyendo de la persecución había entrado en el desierto y cuando allí se hallaba se le presentó el Señor y le preguntó qué estaba haciendo tan lejos de su misión.
Contestó que estaba escapando, no porque fuese un cobarde, sino porque habían matado a todos los integrantes del Remanente excepto a él. Había conseguido salir con vida por los pelos, y, siendo él ahora todo lo que quedaba del Remanente, si él muriese la fé verdadera desaparecería con él. El Señor replicó que no tenía que preocuparse de ello, porque aún sin él, si fuese preciso, la auténtica fé probablemente se las arreglaría de algún modo para abrirse paso.
«Y en cuanto al número de los que crees que forman el Remanente», le dijo, «no me importa decirte que allí, en Israel, son 7.000; y de los que parece que no has oído hablar, pero puedes creer en Mi palabra si te digo que allí están».
En aquel tiempo, probablemente la población de Israel no fuese de mucho más de un millón o así; y un remanente de 7.000 de un millón sería un porcentaje muy alentador para cualquier profeta. Con 7.000 hombres a su lado, Elijah no tenía demasiadas razones para sentirse solo; e, incidentalmente, eso sería algo en lo que el moderno profeta del Remanente debería pensar cuando se sintiera alicaído. Pero la cuestión fundamental es que si Elijah el Profeta, al conjeturar acerca del número de integrantes del Remanente, erró en 7.000, cualquier otro que se enfrentara a ese problema no haría más que perder el tiempo.
La otra certeza que el profeta del remanente siempre puede tener es que sus integrantes le encontrarán a él. Puede confiar en ello con absoluta garantía. Le encontrarán sin que él deba hacer nada para ello; de hecho, si intenta hacer algo al respecto, es casi seguro que los perderá. No tiene ninguna necesidad de anunciarse a ellos ni de recurrir a ninguna estratagema de publicidad para llamar su atención.
Si es un predicador o un orador público, por ejemplo, puede serle bastante indiferente acudir a recepciones públicas, que su foto se publique en los periódicos o facilitar información autobiográfica para que se publique al margen bajo la sección «gente». Si es un escritor, no necesita asistir a ninguna reunión de sociedad a tomar el té, vender autobiografías al por mayor, ni ingresar en ninguna especie de liga franc-masónica con los críticos. Todo esto y muchas más cosas de esa misma índole forman parte de la rutina normal y necesaria del profeta de masas; es, y debe ser, parte de la gran técnica general dirigida a conseguir que el hombre de masa escuche –o como dice nuestro vigoroso y excelente publicista, el Sr. H.L. Mencken, la técnica del auto de choque «colisionar y seguir» (boob bumping2 ). El profeta del Remanente no precisa emplear esa técnica. Puede estar bastante seguro de que el Remanente andará su camino hasta dar con él sin necesidad de ninguna ayuda de su parte; y no solo eso, sino que si lo encuentran mediante alguna de esas ayudas, como dije antes, hay 10 posibilidades contra 1 de que no se fíen y de que se aparten de él.
Sin embargo, la certeza de que los que formen ese Remanente le encontrarán a él, deja al Profeta más que nunca en la oscuridad, tan desamparado como nunca a la hora de hacer estimación alguna sobre él; ya que, como le ocurrió a Elijah, sigue ignorando quienes son los que le han encontrado o dónde están o cuantos son. No le escribieron para decírselo, a la manera de quienes admiran a las estrellas de Hollywood, ni tampoco andan buscándole por ahí ni se pegan a su persona. No son de ese tipo. Captan su mensaje como los conductores cuando leen las direcciones en un cartel de carretera, esto es, prestando apenas atención al cartel, aparte de alegrarse de que estuviera ahí, pero siendo, en cambio, muy conscientes de las direcciones que señala.
Esta actitud impersonal del Remanente aumenta maravillosamente el interés de la misión del profeta imaginativo. De vez en cuando, con la justa frecuencia para mantener activa su curiosidad intelectual y de una forma bastante accidental, se dará cuenta a partir de singulares reflexiones de que en su mensaje hay aspectos que no sospechaba. Eso le permitirá distraerse en sus momentos de ocio con especulaciones agradables acerca del curso que su mensaje pueda seguir al alcanzar ese particular estado y acerca de qué podría resultar de él tras llegar a él. Lo más interesante de todo son esos supuestos, si uno llega a vivirlos (aunque uno siempre puede especular sobre ellos), en los que ni siquiera el propio destinatario sabe ya dónde, cuándo ni de quién recibió el mensaje o incluso, como a veces sucede, dónde olvidó que lo aprehendió, dondequiera que fuese, haciéndole así creer que todo fue fruto de su imaginación.
Casos como ése no son probablemente raros, ya que aún si presumimos que no formamos parte del remanente, sin duda todos podemos recordar habernos encontrado de repente bajo la influencia de una idea, cuya fuente no éramos capaces de identificar. «Nos vino de repente» solemos decir; esto es, tan solo la descubrimos después de que haya sido por entero concebida en nuestra mente, dejándonos bastante ignorantes respecto de cómo, cuándo y quién la plantó ahí para que germinase. Parece altamente probable que el mensaje del profeta a menudo siga ese curso con respecto al Remanente.
Por ejemplo, si eres un escritor o un predicador, expones una idea, ésta enraiza en la Unbewußtsein de alguien que integra casualmente el Remanente, y rápidamente se fija allí. Durante algún tiempo permanece inerte; después, empieza a preocupar y a enconarse hasta que por fin invade la mente consciente del hombre y se podría decir que la corrompe. Mientras a él se le ha olvidado cómo se le ocurrió la idea e incluso, quizás, cree que fué él quien la inventó; y en esas circunstancias, la cosa más interesante de todas es que nunca se sabe qué efecto causará la presión que sobre él ejerce esa idea.
Por esas razones, me parece que la tarea de Isaías no es solo buena sino también extremadamente interesante; y lo es en especial en el momento presente, cuando nadie la está realizando. Si yo fuera joven y llevara idea de dedicarme a la carrera de profeta, es seguro que elegiría esta rama de la misma; y por consiguiente, no dudo recomendarla como carrera para cualquiera que esté en esa posición. Ofrece un campo abierto, sin competencia; nuestra civilización hasta tal punto descuida y rechaza al Remanente que cualquiera que se ponga a su servicio, aunque sea a medias, puede estar bastante seguro de que se hará con él y con todo lo que implica.
Aún aceptando que se puede encontrar en las masas algo que sirva a la sociedad y valga la pena salvar, incluso si creemos que el testimonio histórico de su escaso valor social es un poco demasiado radical y desesperanzador, pienso que hemos de darnos cuenta de que las masas tienen ya profetas de sobra.
Aún admitiendo que históricamente la esperanza de la raza humana no puede dejarse exclusivamente en manos del Remanente, hemos de reconocer que socialmente tiene el valor suficiente como para concederle que algún profeta le dé aliento y consuelo y hemos de ser conscientes de que nuestra civilización de ninguna manera se los otorga. Cada voz de los profetas se dirige a las masas, y solo a ellas; la voz del púlpito, la voz de la educación, la voz de los políticos, de la literatura, del drama, del periodismo, todas las voces se dirigen exclusivamente hacia las masas y quieren llevarlas por su camino.
Se podría por consiguiente sugerir que el talento de los aspirantes a profeta bien podría aplicarse a otro campo. Sat patriae Priamoque datum, cualesquiera que sean las obligaciones de ese tipo de las que las masas puedan ser acreedoras ya están exageradamente bien pagadas. Mientras las masas están tomando el tabernáculo de Moloch y de Chiun, sus imágenes, y siguiendo a la estrella de su Dios Buncombe, no les faltarán profetas que les indiquen el camino que lleva a una vida de mayor abundancia; y por tanto, unos pocos de los que se sienten inspirados a ser profetas harían mejor si se aplicaran a servir al Remanente. Es un buen trabajo, un trabajo interesante, mucho más interesante que servir a las masas; y lo que es más, es el único trabajo de toda nuestra civilización que, hasta donde yo sé, ofrece un campo virgen.
- 1Se refiere a las jovencitas de los alegres años 20 que se identificaron con un nuevo modelo o tipo de mujer que forma una subcultura en el imaginario colectivo norteamericano y que floreció en el período comprendido entre el final de la primera guerra mundial (1918) y la gran depresión de 1929. Coincide con el sufragio universal, la incorporación al trabajo de la mujer, la generalización del automóvil, el desarrollo del cine, la popularización del jazz y, en general, con la independencia y liberación en las costumbres que ese período trajo consigo como reacción al modelo victoriano vigente antes de la Gran Guerra (N. del T.).
- 2Boob bumping: literalmente «chocar o tropezar con las tetas» (N. del T.).