Mises Daily

La nueva esclavitud: Nock sobre Spencer

[Esta es la introducción de Albert Jay Nock (1870-1945) al clásico olvidado de Spencer de 1884, El hombre versus el Estado].

En 1851 Herbert Spencer publicó un tratado titulado Social Statics; or, The Conditions Essential to Human Happiness Specified. Entre otras especificaciones, esta obra establecía y dejaba claro el principio fundamental de que la sociedad debía organizarse sobre la base de la cooperación voluntaria, no sobre la base de la cooperación obligatoria, o bajo la amenaza de ésta. En una palabra, establecía el principio del individualismo frente al estatismo, frente al principio que subyace en todas las doctrinas colectivistas dominantes en la actualidad. Contemplaba la reducción del poder del Estado sobre el individuo a un mínimo absoluto, y la elevación del poder social a su máximo; frente al principio del estatismo, que contempla precisamente lo contrario. Spencer sostenía que las intervenciones del Estado sobre el individuo debían limitarse a castigar aquellos delitos contra la persona o la propiedad que fueran reconocidos como tales por lo que los filósofos escoceses llamaban «el sentido común de la humanidad»1 ; a hacer cumplir las obligaciones contractuales; y a hacer que la justicia fuera económica y fácilmente accesible. El Estado no debe ir más allá de esto; no debe imponer ninguna otra restricción coercitiva al individuo. Todo lo que el Estado puede hacer por los mejores intereses de la sociedad —todo lo que puede hacer para promover un bienestar permanente y estable de la sociedad— es por medio de estas intervenciones puramente negativas. Si va más allá de ellas e intenta promover el bienestar de la sociedad mediante intervenciones coercitivas positivas sobre el ciudadano, todo el bien social aparente y temporal que se logre será en gran medida a costa del bien social real y permanente.

La obra de Spencer de 1851 está agotada desde hace mucho tiempo y está fuera de circulación; es muy difícil encontrar un ejemplar.2  Debería volver a publicarse, porque es para la filosofía del individualismo lo que la obra de los filósofos idealistas alemanes es para la doctrina del estatismo, lo que Das Kapital es para3  la teoría económica estatista, o lo que las Epístolas Paulinas son para la teología del protestantismo. No tuvo ningún efecto, o muy poco, para frenar el desenfrenado progreso del estatismo en Inglaterra; menos aún para detener las calamitosas consecuencias de ese progreso. Desde 1851 hasta su muerte, a finales de siglo, Spencer escribió ensayos ocasionales, en parte como un comentario sobre la aceleración del progreso del estatismo; en parte como una exposición, por la fuerza de la ilustración y el ejemplo; y en parte como una profecía notablemente precisa de lo que ha sucedido desde entonces como consecuencia de la sustitución al por mayor del principio de cooperación obligatoria -el principio estatista- por el principio individualista de cooperación voluntaria. En 1884 reeditó cuatro de estos ensayos bajo el título El hombre versus el Estado; y estos cuatro ensayos, junto con otros dos, titulados Over-legislation y From Freedom to Bondage, se reimprimen ahora aquí bajo el mismo título general.

II.

El primer ensayo, The New Toryism, es de primordial importancia en este momento, porque muestra el contraste entre los objetivos y métodos del primer liberalismo y los del liberalismo moderno. En estos días oímos hablar mucho de liberalismo, de principios y políticas liberales, en la conducción de nuestra vida pública. Toda clase y condición de hombres se presentan en la escena pública como liberales; llaman conservadores a quienes se oponen a ellos, y obtienen así el crédito del público. En la mente del público, el liberalismo es un término de honor, mientras que el toryismo —especialmente el «toryismo económico»— es un término de reproche. No hace falta decir que estos términos nunca se examinan; el autodenominado liberal se toma popularmente al valor nominal de sus pretensiones, y las políticas que se presentan como liberales se aceptan de la misma manera irreflexiva. Siendo así, es útil ver cuál es el sentido histórico del término, y ver hasta qué punto los objetivos y métodos del liberalismo actual pueden corresponder con él; y hasta qué punto, por lo tanto, el liberal actual tiene derecho a llevar ese nombre.

Spencer muestra que el primer liberal estaba siempre a favor de reducir el poder coercitivo del Estado sobre el ciudadano, siempre que fuera posible. Era partidario de reducir al mínimo el número de puntos en los que el Estado podía intervenir coercitivamente sobre el individuo. Era partidario de ampliar constantemente el margen de existencia dentro del cual el ciudadano puede desarrollar y regular sus propias actividades como considere oportuno, sin el control o la supervisión del Estado. Las políticas y medidas liberales, tal como fueron concebidas originalmente, reflejaban estos objetivos. El tory, por el contrario, se oponía a estos objetivos, y sus políticas reflejaban esta oposición. En términos generales, el liberal se inclinaba sistemáticamente por la filosofía individualista de la sociedad, mientras que el tory se inclinaba sistemáticamente por la filosofía estatista.

Spencer muestra además que, como cuestión de política práctica, el primer liberal procedió a la realización de sus objetivos por el método de la derogación. No era partidario de hacer nuevas leyes, sino de derogar las antiguas. Es muy importante recordar esto. Siempre que el liberal veía una ley que aumentaba el poder coercitivo del Estado sobre el ciudadano, estaba a favor de derogarla y dejar su lugar en blanco. Había muchas leyes de este tipo en los estatutos británicos, y cuando el liberalismo llegó al poder derogó una inmensa cantidad de ellas.

Hay que dejar a Spencer que describa con sus propias palabras, como lo hace en el curso de este ensayo, cómo en la segunda mitad del siglo pasado el liberalismo británico se pasó de lleno a la filosofía del estatismo, y abjurando del método político de derogar las medidas coercitivas existentes, procedió a superar a los tories en la construcción de nuevas medidas coercitivas de particularidades cada vez mayores. Esta pieza de la historia política británica tiene un gran valor para los lectores americanos, porque les permite ver hasta qué punto el liberalismo americano ha seguido el mismo curso. Les permite interpretar correctamente el significado de la influencia del Liberalismo en la dirección de nuestra vida pública en el último medio siglo, y percibir a qué ha conducido esa influencia, cuáles son las consecuencias que esa influencia ha tendido a provocar, y cuáles son las consecuencias posteriores que cabe esperar.

Por ejemplo, el estatismo postula la doctrina de que el ciudadano no tiene derechos que el Estado esté obligado a respetar; los únicos derechos que tiene son los que el Estado le concede, y que el Estado puede atenuar o revocar a su antojo. Esta doctrina es fundamental; sin su apoyo, todos los diversos modos o formas nominales de estatismo que vemos en Europa y América —como los llamados socialismo, comunismo, nazismo, fascismo, etc.— se derrumbarían de inmediato. El individualismo que profesaban los primeros liberales, sostenía lo contrario; sostenía que el ciudadano tiene derechos que son inviolables por el Estado o por cualquier otro organismo. Esta era una doctrina fundamental; sin su apoyo, obviamente, toda formulación del individualismo se convierte en papel mojado. Además, el primer liberalismo la aceptó no sólo como fundamental, sino también como axiomática, evidente. Podemos recordar, por ejemplo, que nuestra gran carta, la Declaración de Independencia, toma como base la verdad evidente de esta doctrina, afirmando que el hombre, en virtud de su nacimiento, está dotado de ciertos derechos que son «inalienables»; y afirmando además que es «para asegurar estos derechos» que los gobiernos son instituidos entre los hombres. La literatura política no ofrece una negación más explícita de la filosofía estatista que la que se encuentra en el postulado principal de la Declaración.

Pero ahora, ¿en qué dirección ha tendido el liberalismo americano de los últimos tiempos? ¿Ha tendido hacia un régimen de cooperación voluntaria en expansión, o hacia uno de cooperación forzada? ¿Sus esfuerzos se han dirigido sistemáticamente hacia la derogación de las medidas de coerción estatal existentes, o hacia la concepción y promoción de otras nuevas? ¿Ha tendido constantemente a ampliar o a reducir el margen de existencia dentro del cual el individuo puede actuar a su antojo? ¿Ha contemplado la intervención del Estado sobre el ciudadano en un número cada vez mayor de puntos, o en un número cada vez menor? En resumen, ¿ha exhibido sistemáticamente la filosofía del individualismo o la del estatismo?

Sólo puede haber una respuesta, y los hechos que la apoyan son tan notorios que multiplicar los ejemplos sería un desperdicio de espacio. Para tomar sólo uno de los más conspicuos, los liberales trabajaron arduamente —y con éxito— para inyectar el principio del absolutismo en la Constitución por medio de la Enmienda al Impuesto sobre la Renta. En virtud de esa Enmienda, el Congreso puede no sólo confiscar el último centavo del ciudadano, sino también imponer impuestos punitivos, impuestos discriminatorios, impuestos para la «igualación de la riqueza» o para cualquier otro propósito que considere oportuno promover. Difícilmente podría concebirse una sola medida que hiciera más por allanar el camino a un régimen puramente estatista, que esta que pone un mecanismo tan formidable en manos del Estado, y le da carta blanca para su empleo contra el ciudadano. Por otra parte, la actual Administración está formada por autodenominados liberales, y su trayectoria ha sido un continuo avance triunfal del estatismo. En un prefacio a estos ensayos, escrito en 1884, Spencer tiene un párrafo que resume con notable plenitud la historia política de los Estados Unidos durante los últimos seis años:

Las medidas dictatoriales, que se han multiplicado rápidamente, han tendido continuamente a reducir las libertades de los individuos; y lo han hecho de una manera doble. Se han dictado reglamentos en un número cada vez mayor, restringiendo al ciudadano en direcciones en las que antes no tenía control, y obligando a realizar acciones que antes podía llevar a cabo o no a su gusto; y al mismo tiempo, cargas públicas más pesadas, principalmente locales, han restringido aún más su libertad, al disminuir la parte de sus ingresos que puede gastar a su antojo, y aumentar la parte que se le quita para que la gaste a gusto de los agentes públicos.

Así de cerca ha seguido el curso del estatismo americano, desde 1932 a 1939, el curso del estatismo británico desde 1860 a 1884. Teniendo en cuenta sus profesiones de liberalismo, sería muy apropiado, y en absoluto inurbano, preguntar al Sr. Roosevelt y a su entorno si creen que el ciudadano tiene algún derecho que el Estado esté obligado a respetar. ¿Estarían dispuestos, es decir, y no con fines electorales, a suscribir la doctrina fundamental de la Declaración? Uno se sorprendería sinceramente si lo hicieran. Sin embargo, tal afirmación podría contribuir a aclarar la distinción, si es que existe, entre el estatismo «totalitario» de ciertos países europeos y el estatismo «democrático» de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Se da comúnmente por sentado que existe tal distinción, pero quienes lo suponen no se preocupan por mostrar en qué consiste la distinción; y para el observador desinteresado el hecho de su existencia no es, por lo menos, obvio.

Spencer termina The New Toryism con una predicción que los lectores americanos de hoy encontrarán muy interesante, si tienen en cuenta que fue escrito hace cincuenta y cinco años en Inglaterra y principalmente para lectores ingleses. Dice:

Las leyes elaboradas por los liberales están aumentando tanto las compulsiones y restricciones ejercidas sobre los ciudadanos, que entre los conservadores que sufren esta agresividad está creciendo una tendencia a resistirla. Prueba de ello es el hecho de que la «Liga de Defensa de la Libertad y la Propiedad», formada en gran parte por conservadores, ha tomado como lema «Individualismo versus Socialismo». De modo que, si continúa la actual deriva de las cosas, puede ocurrir realmente que los conservadores sean defensores de las libertades que los liberales, en pos de lo que consideran el bienestar popular, pisotean.

Esta profecía ya se ha cumplido en Estados Unidos.

III.

Estos ensayos que siguen a The New Toryism no parecen requerir ninguna introducción o explicación especial. Se ocupan en gran medida de las diversas razones por las que se ha producido un rápido deterioro social tras el progreso del estatismo y por las que, a menos que se frene ese progreso, se producirá un nuevo y constante deterioro que acabará en la desintegración. Todo lo que el lector norteamericano debe hacer al leer estos ensayos es establecer un paralelismo continuo con el progreso del estatismo en los Estados Unidos, y observar en cada página la fuerza y la exactitud del pronóstico de Spencer, tal como lo confirma la secuencia ininterrumpida de acontecimientos desde que se escribieron sus ensayos. El lector puede ver claramente hasta dónde ha llegado esa secuencia en Inglaterra: una condición en la que el poder social ha sido tan confiscado y convertido en poder del Estado que ahora no queda suficiente para pagar las cuentas del Estado; y en la que, por consecuencia necesaria, el ciudadano está en una base de completa y abyecta esclavitud estatal. El lector también percibirá lo que sin duda ya ha sospechado, que esta condición que ahora existe en Inglaterra es una condición para la que aparentemente no hay ayuda. Incluso una revolución exitosa, si tal cosa fuera concebible, contra la tiranía militar que es el último recurso del estatismo, no lograría nada. Después de la revolución, el pueblo estaría tan completamente adoctrinado con el estatismo como lo estaba antes, y por lo tanto la revolución no sería una revolución, sino un golpe de Estado, por el cual el ciudadano no ganaría nada más que un mero cambio de opresores. Ha habido muchas revoluciones en los últimos veinticinco años, y ésta ha sido la suma de su historia. No son más que un impresionante testimonio de la gran verdad de que no puede haber una acción correcta si no hay un pensamiento correcto detrás de ella. Mientras la filosofía fácil, atractiva y superficial del estatismo siga controlando la mente del ciudadano, no se podrá efectuar ningún cambio social benéfico, ya sea por revolución o por cualquier otro medio.

Se puede dejar al lector que elabore por sí mismo las conclusiones que considere oportunas acerca de las condiciones que prevalecen actualmente en los Estados Unidos, y que haga las deducciones que considere razonables acerca de aquellas a las que naturalmente conducirían. Parece muy probable que estos ensayos le sean de gran ayuda; mayor ayuda, tal vez, que cualquier otra obra que se le pueda presentar.

Albert Jay Nock

Narragansett, R.I.

25 de octubre de 1939.

  • 1Son los que la ley clasifica como malum in se, a diferencia del malum prohibitum. Así, el asesinato, el incendio, el robo, la agresión, por ejemplo, se clasifican así; el «sentido» o juicio de la humanidad es prácticamente unánime en considerarlos como delitos. En cambio, la venta de whisky, la posesión de oro y la plantación de ciertos cultivos son ejemplos de malum prohibitum, sobre los que no existe tal acuerdo general.
  • 2El texto completo ya está en línea.
  • 3En 1892 Spencer publicó una revisión de la Estática Social, en la que introdujo algunos cambios menores, y por razones propias —razones que nunca han sido aclaradas ni explicadas satisfactoriamente— abandonó una posición que sostenía en 1851, y que es la más importante para su doctrina general del individualismo. Es innecesario decir que al abandonar una posición, por cualquier razón o sin ella, uno está en todo su derecho; pero también debe observarse que el abandono de una posición no afecta en sí mismo a la validez de la misma. Sólo sirve para plantear la cuestión previa de si la posición es o no válida. El rechazo de Galileo a la astronomía copernicana, por ejemplo, no hace más que volver a examinar el sistema copernicano. Para una mente desprejuiciada, la acción de Spencer en 1892 no sugiere más que el lector debería examinar de nuevo la posición adoptada en 1851, y tomar su propia decisión sobre su validez, o falta de validez, sobre la base de las pruebas ofrecidas.
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