Uno de los mitos perdurables de la «Tercera Vía», el Estado benefactor, es de que el conjunto de una nación puede tener un estándar de vida alto, incluso si nadie tiene que trabajar realmente, siempre que el gobierno transfiera enormes cantidades de riqueza, de aquellos que están bien económicamente a aquellos que están menos bien. Durante las cuatro décadas pasadas, hemos sido inundados con noticias, historias, libros, comentarios públicos, todos los cuales nos exhortan a ser como Suecia.
Los suecos —se nos ha dicho— disfrutan de cuidados médicos gratis, generosos beneficios de beneficencia, tiempo libre para descansar del trabajo y subsidios para prácticamente todo. Cuando uno responde que los suecos pagan impuestos enormemente altos, la réplica estándar es, «eso es verdad, pero mira lo que reciben por lo que pagan.»
De acuerdo a un estudio reciente, sin embargo, el gato ya está fuera de la bolsa. En relación a las familias en los Estados Unidos, los ingresos de una familia sueca son considerablemente menores. De hecho, el estudio concluye, el ingreso promedio en Suecia es menor que el ingreso promedio de los americanos negros, que constituyen el grupo socioeconómico de más bajos ingresos en este país.
La investigación procede del Instituto de Comercio Sueco, el cual según Reuters, «comparó estadísticas oficiales de Estados Unidos y Suecia sobre los ingresos del hogar, así como sobre el producto interno bruto, el consumo privado y los gastos en adquisiciones al por menor, per cápita, entre 1980 y 1999.»
El estudio utilizó «precios fijos y datos ajustados en paridad de poder adquisitivo», y encontró que «el sueldo familiar medio en Suecia, al final de los años 90, era el equivalente a US$26,800, comparado con un valor de US$39,400 para familias en Estados Unidos.» Además, el estudio señala que la productividad sueca ha caído rápidamente en relación a la productividad per cápita en EEUU.
En defensa de los suecos, permítame decir primeramente que simples consideraciones de sueldos pueden ser engañosas. Si bien nunca he estado en Suecia (aunque tengo parientes allí), yo pensaría que incluso las secciones más pobres de Estocolmo y de otras ciudades suecas son más habitables y atractivas que lo que uno encuentra en muchas ciudades de EEUU. Incluso con los altos impuestos, yo creo que preferiría vivir en el centro de Estocolmo que en el centro de Detroit o Newark.
Sin embargo, el estudio nos alerta a algo que es mucho más importante y eso es que los estados benefactores europeos no están haciendo que sus ciudadanos sean más prósperos. En el transcurso del tiempo, las rajaduras en estas relativamente acaudaladas naciones, se están volviendo más grandes y si la enfermedad no es detenida, gran parte de Europa caerá en una pobreza real en el no muy lejano futuro. Los europeos —y lo más probable, los americanos— parecen destinados a aprender de la manera dura que grandes, aparentemente rígidos sistemas de beneficencia, tienen su manera de destruir a la Gallina que Depositó los Huevos de Oro.
Si bien la gente puede debatir la condición actual de los suecos en Estocolmo, en comparación con la de gente negra en Harlem, hay un profundo tema aquí que la gente parece olvidar cuando se trata de Estados benefactores: ellos son destructivos desde sus raíces. Los defensores de la beneficencia pública se concentran solamente en la distribución mientras desprecian a la producción. Tal situación no puede seguir por siempre cuando los gobiernos se ven, en el transcurso del tiempo, forzados a canibalizar su propia estructura de capital para hacer que el sistema continúe funcionando.
Las premisas del Estado benefactor son las siguientes: (1) los mercados libres, si es que no son regulados por el estado, conducen a una desigualdad permanente ya que la riqueza se concentra cada vez más en las manos de unas cuantas personas, mientras más y más gente se vuelve más pobre; (2) la única manera de combatir este problema es que el estado tome una porción grande de las ganancias de los ricos y la distribuya entre los demás; y (3) tal distribución permite además que la economía crezca, ya que una concentración en aumento significa que menos gente tendrá la capacidad de consumir los productos que son creados dentro de un sistema con mercado privado.
Karl Marx desarrolló la primera de estas premisas en sus teorías, llamándola la «contradicción interna» del capitalismo. Sin embargo, dicha afirmación contiene sus propias contradicciones internas ya que abre un escenario imposible.
Como Ludwig von Mises y Murray Rothbard han señalado, en una sociedad de mercado privado, los individuos no pueden ganar una fortuna a no ser que produzcan bienes que son requeridos por un gran número de personas. Por ejemplo, fue Henry Ford quien se volvió rico produciendo coches —no los productores de los primeros automóviles de lujo, que eran accesibles solamente a los más adinerados dentro de la sociedad americana. Ford desarrolló un método por medio del cual podía hacer autos que la mayoría de la gente podía adquirir, más manteniendo a sus costos lo suficientemente bajos como para todavía conseguir una ganancia. Los más exitosos productores en nuestra economía han sido aquellos que hacen que los bienes sean accesibles a las personas de todos los niveles socioeconómicos.
Wal-Mart, que es otro ejemplo, se convirtió en la corporación más grande de este país —y una de las más exitosas— creando un sistema de ventas al por menor que permite a un gran número de personas realizar convenientemente sus compras. De hecho, Wal-Mart empezó su camino al éxito construyendo tiendas de saldos en áreas rurales y en pequeños pueblos rehuidos por tiendas más grandes y por empresas como la insolvente K-mart de hoy.
Por consiguiente, parece ser que si los productores se están volviendo más ricos, esto sólo puede suceder si los consumidores están comprando —en gran escala— lo que los productores están produciendo. La primera afirmación que justifica al Estado benefactor, no tiene un buen mecanismo causal ya que no explica como esta transferencia de la riqueza, de pobres a ricos, ocurre, especialmente debido a que incorpora la suposición implícita de que la compra voluntaria de bienes es ni más ni menos que una transferencia de riqueza. Tal afirmación pone de cabeza a la antigua teoría del intercambio —que dice que los intercambios económicos crean beneficiarios mutuos.
Si algo causan, transferencias de riquezas inhiben el crecimiento económico, no lo incrementan. En primer lugar, penalizan fuertemente a los empresarios por ser exitosos. Al acusar a aquellos que crean la riqueza de ser realmente los que destruyen a la riqueza, los proponentes de un estado benefactor cometen violencia al lenguaje mismo. Si suficientes personas son castigadas por crear riqueza, menor riqueza será creada en el futuro. Cuanto más impide el gobierno la creación y distribución de la riqueza, menos de ella es creada, lo que significa que esa gente que está en los márgenes - es decir, aquellos que son los menos productivos -, son los primeros que sufren el daño. De esta manera, un estado benefactor en realidad hace que los pobres estén peor a largo plazo.
Esta noción de que el estado benefactor realmente «ayuda» a la economía es también falsa. Como dije antes, el consumo de bienes debe ocurrir —primero— antes de que los productores puedan cosechar la recompensa de haberlos creado. Es más, regímenes de beneficencia que atacan a las empresas de negocios al confiscar sus ganancias, también impiden la futura formación del capital.
Esto se volvió bastante aparente para mí en 1982, cuando fui a Europa Central, incluyendo lo que en aquel entonces era Berlín Oriental, capital de la Alemania Oriental comunista. Si bien Berlín Oriental era considerada como la «París» del mundo comunista de entonces, era más bien como una gran suspensión del tiempo, en la cual uno era colocado de vuelta en el año 1948. Toda la ciudad estaba deteriorada y lo que había de nuevas construcciones, tenía la apariencia y el atractivo de un típico proyecto de viviendas públicas americano.
Si bien la parte occidental de Alemania estaba mejor mantenida y era más moderna que su par oriental, aun así era como viajar a los años 60. Alemania Occidental tenía un sistema benefactor bien desarrollado por aquel entonces, habiéndose desecho de su modelo anterior donde actuaba como motor de la libre empresa. Un amigo cercano, que es dentista, me hizo notar este punto.
Como otras atenciones médicas, la odontología en Alemania es administrada bajo principios socialistas. Eso significa que los individuos no pagan directamente por el cuidado dental (o médico) que es proporcionado por el estado. Mis amigos, que estaban de vacaciones en Alemania, visitaron una cantidad de oficinas dentales y encontraron que las facilidades se parecían a las oficinas de los dentistas de Estados Unidos —de hace cuatro décadas. En otras palabras, los dentistas alemanes están aún dependiendo del viejo capital.
Uno de los peores aspectos del socialismo, económicamente hablando, es que tiene la perversa tendencia de transformar al nuevo capital —de un activo, como es el caso en una economía de libre mercado, a un pasivo. Los dentistas alemanes no tienen ninguna incentiva de comprar equipos más modernos, ya que es caro hacerlo y los pacientes no tienen a donde más ir. De hecho, dondequiera que la medicina socialista ha sido practicada por mucho tiempo, uno puede fácilmente ver la deterioración en el stock del capital.
Por muchos años, Suecia, como sus homólogos europeos, ha estado consumiendo su stock de capital en vez de reponerlo. Algunas compañías suecas de alto perfil, como Volvo, han sido capaces de permanecer bien capitalizadas, pero incluso esas compañías encuentran ahora que es más atractivo ubicarse en otras naciones, donde sus ganancias no son tan fácilmente confiscables.
Los suecos, y otros europeos norteños, son en cierta forma afortunados de tener un estándar de vida relativamente alto. La gente que vive en las naciones europeas sureñas, como Italia y España, donde impuestos elevados y vastas agencias reguladoras abundan, se encuentra a sí misma mucho más pobre y sin expectativas de una mejora real.
Desafortunadamente, muchos europeos (al igual que nuestros vecinos canadienses) creen que un vasto aparato de beneficencia pública los hace moralmente superiores a naciones que no tienen el mismo alcance de beneficios. (Si bien uno puede señalar que los Estados Unidos tienen también una enorme burocracia de beneficencia, ésta no ofrece, a largo plazo, los mismos beneficios «generosos» que los de estados europeos.) Mientras ellos parlotean acerca de su superioridad moral e igualitarismo, sin embargo, otra cosa está sucediendo. Ellos están, despacio, volviéndose más y más pobres y el Estado benefactor no puede salvarlos. Sólo puede acelerar su declinación