El mayor logro intelectual de los teóricos liberales del laissez faire fue el reconocimiento de las instituciones “duras” y “blandas” que son requisitos previos cruciales para los logros productivos y la prosperidad material. Las instituciones duras incluyen los derechos de propiedad, los precios del mercado y la moneda fuerte. Las instituciones blandas incluyen aquellas que refuerzan calores como la prudencia, el ahorro, el ingenio, el valor innovador y el respeto por el éxito.
Sin embargo, este logro vino acompañado por un error intelectual proporcionalmente grande: la creencia de que estas instituciones pueden protegerse exclusivamente con un aparato monopolista de violencia agresiva, conocido comúnmente como estado. Como los estados parasitan necesariamente los resultados productivos de la sociedad de mercado, la creencia de que son necesarios para su aparición, no digamos el que pueden mantenerse en “mínimos” después de su aparición, es un error fatal. Por el contrario, parece perfectamente predecible que crecerán al mismo paso que aumenta la producción del mercado.
Por desgracia, la historia no acaba aquí. Por muy poderosos que sean los estados en términos de fuerza física absoluta, su supervivencia se basa en último término en la opinión pública favorable y la mejor manera de conseguir ese favor es compartir su saqueo tan ampliamente como sea posible. Así que, con suficientes personas ricas a su disposición, los estados recurren invariablemente al estado del “bienestar”. Y es en este punto cuando empiezan a cortar la rama sobre las que están sentados.
Con los logros productivos institucionalmente separados de las oportunidades de consumo, las instituciones blandas de generación de riqueza empiezan a erosionarse particularmente rápido. Cuando hay una gran abundancia alrededor, pero parece que puede disfrutarse sin realizar ningún esfuerzo productivo, cada vez más muchos de los que no la disfrutan empiezan a creer que la abundancia es un bien gratuito y que la única razón por la que no es gratuita para ellos es porque alguien les impide injustamente conseguirla. En otras palabras, la prevalencia de la “redistribución” del estado del bienestar lleva a la muerte del pensamiento económico, es decir, de pensar en términos de escasez de recursos, costes de oportunidad y estructuras de incentivos. Esto fortalece temporalmente al estado todavía más (ya que en este momento el estado aparece inmediatamente como una entidad que es capaz y está dispuesta a castigar a los malvados que impiden el acceso), pero también acelera aún más la muerte de la gallina de los huevos de oro.
Además, una gran abundancia unida a la prevalencia de la “redistribución” estatista estimulan la infantilización general de la cultura. En ausencia de un pensamiento económico sólido que explique por qué los recursos concretos acaban en manos de miembros concretos del orden social extendido, aparece la tendencia a inventar pseudorazones arbitrarias como por qué la posición propia en este orden no es tan satisfactoria como nos gustaría. Por ejemplo, se anima a inventar diversas identidades artificiosas, que se supone que explican la “discriminación económica” de quienes tienen la desgracia de poseerlas. Esto lleva a adoptar una visión simple e infantil del mundo en la que todos los aspectos de la realidad están ligados de alguna manera con la identidad y sus supuestas desventajas y en las que todo el ámbito de la interacción social se reduce a una lucha de suma cero entre clases basadas en identidad. No hace falta decir que esto crea un entorno perfecto para un consumo acelerado de capital.
Otro aspecto de la infantilización típica una sociedad rica atrapada en el estado del bienestar es que reemplaza el eudemonismo por el hedonismo: en lugar de promover la búsqueda de la felicidad, promueve la demanda de placer. La felicidad es cada vez menos una opción, ya que es accesible exclusivamente al grupo en rápida disminución de quienes ponen un serio esfuerzo intelectual, moral y emprendedor para conseguirla. Por contrario, los beneficiarios del estado del bienestar se contentan con los dudosos placeres de vivir al día, patrocinados por el saqueo legal, lo que no solo empobrece rápidamente a la sociedad en términos materiales, sino que también erosiona constantemente su calidad intelectual y moral. Esto, a su vez, hace mucho más difícil restaurar las instituciones suaves de generación de riqueza y armonizarlas con las instituciones duras relevantes.
Así que queda claro que el estado del bienestar no es algo que pueda tolerarse regañadientes como una simple molestia parasitaria. Es un exceso de optimismo suponer que los vestigios remanentes del emprendimiento del libre mercado siempre serán capaces de ir más aprisa que su insaciable tendencia hacia el consumo de capital. Tampoco es prudente creer que las instituciones duras de los derechos de propiedad privada y los precios de mercado serán capaces de sobrevivir, no digamos de hacer su trabajo eficazmente, con sus bases culturales subyacentes erosionadas hasta el tuétano. Y es evidente que el estado de bienestar golpea estas últimas tan duro como a las primeras, si no más.
En otras palabras, en el contexto de librarse de todas las trazas de la “redistribución” estatista nunca puede actuarse demasiado deprisa. Mientras el estado del bienestar funciona sin cesar, la sociedad se hace más rica, se acerca más rápido hacia el punto de no retorno, a partir del cual las fuerzas de consumo de capital irreversiblemente superan a las fuerzas de acumulación de capital. Además, hay que tener en cuenta que, en el contexto de detener al primero, lo que importa no son los cambios institucionales formales, sino también (probablemente más) las correcciones normativas más intangibles. Por esto, además de promover el conocimiento económico en la tradición de Ludwig von Mises, deberíamos promover asimismo patrones de excelencia moral y cultural, ejemplarizados por las figuras principales de la tradición austriaca y otras personas conscientes de las normas que sostienen una comunidad libre y próspera.