El Estado es, ante todo, una institución cuyo objetivo primordial es someter por la fuerza a todas las personas que habitan un territorio determinado. Sin embargo, lo que diferencia al Estado de otras entidades coercitivas, como los grupos de delincuencia organizada, es que goza de cierta forma de legitimidad popular. En otras palabras, además de esclavizar físicamente a sus habitantes, necesita asegurarse también su servidumbre mental.
A lo largo de los milenios, los gobernantes han ensayado muchas formas de esa servidumbre, pero la más eficaz de ellas, con diferencia, es la de la «democracia representativa» unida al «Estado benefactor». «Democracia representativa» es la ilusión de la participación universal en el uso de la coerción institucional. El «Estado benefactor» es la realidad de la participación universal en el proceso de parasitismo institucional. Juntos, constituyen lo que Frédéric Bastiat describió en sus inmortales palabras como «la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza por vivir a expensas de todo el mundo.»
Una verdad poco evidente que se ha hecho cada vez más transparente en las últimas décadas es que la «gran ficción» en cuestión no se limita en absoluto a la esfera económica o burdamente política. Más concretamente, esta ficción explota no sólo el supuesto victimismo de los pobres a manos de los ricos y el de las «masas privadas de derechos» a manos de la «élite privilegiada», sino también el de las mujeres a manos de los hombres, el de los negros a manos de los blancos o el de los jóvenes a manos de los viejos (y viceversa).
Es aquí donde se pone claramente de manifiesto la naturaleza del Estado en su manifestación más madura. Lejos de ser exclusivamente el nexo de la agresión institucionalizada o incluso el instigador del conflicto permanente, también resulta ser el último vendedor ambulante de la irrealidad.
Esta irrealidad aparece en varios niveles interrelacionados. En primer lugar, está la irrealidad de las promesas estatistas: el saqueo legal puede traer la prosperidad general, la falsificación legal puede aliviar los ciclos económicos y el asesinato legal puede asegurar la paz mundial, pero nada de esto es cierto. Luego está la irrealidad de los agravios fabricados por el Estado, en los que las mujeres son las víctimas permanentes del «sexismo sistémico», los negros son las víctimas permanentes del «racismo sistémico» y los jóvenes (o los viejos) son las víctimas permanentes del «edadismo sistémico». Por último, está la irrealidad de las fantasmagorías narcisistas o autodestructivas fomentadas por el Estado.
Es en este último nivel donde el potencial para generar supuestos «problemas sociales» que exigen «soluciones sistémicas» es prácticamente ilimitado. Por ejemplo, los «educadores» auspiciados por el Estado pueden declarar que la libertad de expresión no consiste en poder expresar las opiniones que uno desee, sino en estar protegido frente a la «incitación al odio» que puede tachar las propias opiniones de ignorantes, malvadas o ridículas. Del mismo modo, los «profesionales de la medicina» patrocinados por el Estado pueden proclamar que la mutilación genital puede alterar la identidad sexual de una persona y hacer que se ajuste a su supuesto «verdadero yo», y que no estar de acuerdo con esta afirmación es una violación criminal de la dignidad humana. Por último, los burócratas sanitarios patrocinados por el Estado pueden fomentar la creencia de que un mal humor persistente indica que la calidad de vida de una persona es tan baja que el suicidio asistido es la mejor opción en el futuro.
En resumen, el estatismo, la ideología que comienza ignorando la distinción fundamental entre «mío» y «tuyo», llega a su culminación negando la distinción aún más fundamental entre sentido y absurdo. Dado que todo supuesto problema basado en el absurdo es, por definición, irresoluble, la multiplicación de tales problemas permite al Estado multiplicar ad infinitum sus edictos, comités, grupos de trabajo y asignaciones.
Sin embargo, tal multiplicación debe detenerse en cuanto se supera un umbral crítico de disfuncionalidad. Del mismo modo que un sistema económicamente absurdo sin precios de mercado está abocado al colapso —como demostró de forma reveladora Ludwig von Mises—, el mismo destino aguarda a un sistema plagado de absurdos relacionados con otros ámbitos importantes de la convivencia social, como el habla, la salud, la procreación y la formación de la identidad.
Por lo tanto, cuando se alcanza el umbral en cuestión, la hipertrófica y cada vez más farsesca «gran ficción» tiene que reducir voluntariamente su tamaño por un margen sustancial o —lo que es más probable dado el alcance actual de la captura de intereses especiales y la inercia institucional— desintegrarse violentamente bajo el peso de sus capas acumuladas de locura autodestructiva. En otras palabras, cuando la cantidad de irrealidad que vende el Estado de forma rutinaria se vuelve incompatible con la preservación de un mínimo de vida social sana, la realidad está obligada a reafirmarse sin piedad.
Si se da este último escenario, los individuos libres podrán recuperar el control sobre sus vidas, pertenencias, medios de vida y planes vitales. Sin embargo, para que estos individuos libres no cedan este control a algún mesías terrenal que prometa reconstruir una civilización mejor, nunca deben abandonar la sabiduría atemporal por los encantos de las ilusiones. Más concretamente, no sólo deben hacer un uso coherente de una teoría económica sólida y una filosofía social convincente —que enfaticen el papel cooperativo indispensable de la propiedad privada, los precios de mercado y el dinero sólido—, sino también rendir homenaje a las instituciones orgánicas que alimentan el alma humana, como la familia, la comunidad local, la tradición y la religión.
Al fin y al cabo, son precisamente estas instituciones las que el Estado intenta invariablemente desarraigar y sustituir en su búsqueda de la hegemonía política, económica y cultural. También son precisamente estas instituciones las que no sólo permiten a los individuos prosperar en términos comerciales sino, lo que quizá sea aún más importante, permanecer firmemente arraigados en la realidad de la vida social y la cooperación social, tanto íntima como extendida.
En conclusión, derrotar al estatismo exige reconocer su naturaleza no sólo como ideología del conflicto permanente, sino también como la fuerza motriz más potente de la irrealidad institucionalizada. En otras palabras, llevar a cabo esta tarea requiere darse cuenta de que la «gran ficción» en su forma plenamente desarrollada es igualmente ficticia en el ámbito de las soluciones que pretende ofrecer y en el ámbito de los problemas que pretende identificar. Tan pronto como esta comprensión se generalice lo suficiente entre las personas con mentalidad libertaria, sus esfuerzos se volverán realmente sólidos, significativamente inclusivos y sólidamente pragmáticos, algo que todos deberíamos acoger con satisfacción, dado el impacto que probablemente tendrá nuestra acción o inacción en esta última fase de la lucha.