Descubrir la causa de las disparidades en los resultados económicos a largo plazo de las sociedades es de suma importancia para los economistas. Las diferencias en la calidad institucional y las ventajas geográficas suelen invocarse como razones de la divergencia en los resultados económicos. Aunque ambos factores poseen poder explicativo, existe un renovado interés por explorar cómo influye la cultura en el desarrollo económico. Desde hace décadas, sabemos que la cultura puede influir en el progreso económico. Pero las investigaciones recientes han enriquecido nuestra comprensión de las fuerzas culturales para explicar las disparidades de ingresos entre las sociedades.
Una nueva medida para medir el impacto de la cultura es la distancia genética. La distancia genética describe las selecciones culturales y evolutivas que dan lugar a una distribución desigual de los rasgos de personalidad y a la variación de las frecuencias alélicas en las poblaciones. Enrico Spolaore y Romain Wacziarg afirman que las características transmitidas culturalmente que se derivan de la distancia genética crean barreras a la difusión de las innovaciones.
La esencia del argumento es que es más probable que los países se apropien de las innovaciones cuando éstas son desarrolladas por personas culturalmente similares. Esto tiene implicaciones para el desarrollo porque la distancia genética puede impedir la recepción de políticas y normas que conduzcan a la prosperidad económica. Por ejemplo, Spolaore y Wacziarg observan en su artículo que «las diferencias en las características transmitidas verticalmente dificultan la adopción de normas de comportamiento inversor que posiblemente conduzcan a resultados económicos superiores».
En términos más generales, también concluyen que las diferencias de renta per cápita entre países están positivamente asociadas a las medidas de distancia genética entre poblaciones. A pesar de la controversia que ha suscitado esta investigación, las conclusiones son lógicas. Básicamente, Spolaore y Wacziarg afirman que las diferencias culturales suponen un obstáculo para la aplicación de políticas que fomenten el crecimiento económico. Esencialmente, dado que las normas culturales varían según la población, algunos países pueden rechazar ideas que inducen el crecimiento económico porque son incompatibles con las creencias culturales. Un caso popular es la preferencia por los derechos de propiedad comunal en lugar de los derechos individuales en algunos países en desarrollo.
La libertad de vender propiedades y realizar transacciones comerciales sin la intervención de grupos familiares contribuye a la formación de capital al facilitar las empresas comerciales a gran escala. Como señala Joseph Henrich en su convincente libro The WEIRDest People in the World, las sociedades occidentales son inusualmente individualistas y en ellas la gente prefiere la alienabilidad de la propiedad. Teniendo en cuenta que los sistemas de propiedad individualistas que garantizan la transferencia eficiente de la tierra probablemente produzcan resultados económicos superiores, la existencia de rasgos colectivistas en algunos países crearía una barrera para la reforma del derecho de propiedad.
Spolaore y Wacziarg admiten que las cargas de la distancia genética no son intratables, pero la realidad es que no se pueden ignorar sus consecuencias. Un estudio de 2011 de su autoría titulado «Long Term Barriers to the International Diffusions of Innovations» afirma que una mayor distancia de la frontera tecnológica, en este caso, el mundo occidental y en particular América, está vinculada a mayores costes de imitación. Esto se debe a que las evoluciones a largo plazo crean preferencias diferentes que bloquean la difusión de las tecnologías. Spolaore y Wacziarg explican cómo la distancia genética frena la dispersión de la tecnología: «Lo que importa, en nuestro modelo, es que la divergencia histórica aleatoria introduce diferentes costumbres, hábitos y normas entre las poblaciones, y que estas diferencias, en promedio, tienden a disminuir su capacidad de aprender unas de otras. Incluso las diferencias relativamente triviales en las actitudes, la apariencia o el comportamiento entre los grupos pueden dar lugar a malentendidos o discriminación y pueden crear barreras significativas para la comunicación y las interacciones sociales, reduciendo las oportunidades de aprendizaje e imitación».
Asimismo, un estudio de 2019 de Sanjesh Kumar y Baljeet Singh que exploró la relación entre la distancia genética y la innovación tecnológica sostiene que una mayor distancia genética de la frontera global de la innovación predice niveles más bajos de innovación tecnológica. Además, Vincenzo Bove y Gunes Gokmen en una publicación de 2018 replicaron los hallazgos de Spolaore y Wacziarg al validar la observación de que la distancia genética es un determinante de las disparidades de ingresos entre las poblaciones.
Curiosamente, también señalan que «el comercio bilateral es un canal a través del cual las diferencias culturales retrasan la difusión del desarrollo». Dado que las personas prefieren asociarse con quienes comparten aspectos comunes, estas conclusiones no son sorprendentes. La distancia cultural como barrera al comercio está bien documentada en la literatura económica. De hecho, en el artículo «Genetic Distance, Cultural Differences, and the Formation of Regional Trade Agreements», Benedikt Heid y Wenxi Lu afirman que «una mayor distancia genética entre dos países disminuye su probabilidad de tener un acuerdo comercial, incluso cuando se controla la distancia geográfica y otros controles».
Además, la distancia genética afecta incluso a la difusión de normas e instituciones sociales. Utilizando un conjunto de datos de distancias lingüísticas entre regiones europeas para rastrear el descenso de la fertilidad en Europa durante 1830-1970, Spolaore y Wacziarg sostienen en un artículo de 2019 que el descenso de la fertilidad se produjo antes y fue más frecuente en las regiones culturalmente más cercanas a los franceses. En este escenario, Francia era la frontera. Por lo tanto, en consonancia con los datos sobre la distancia genética, los pares culturales de Francia fueron más receptivos a abrazar las normas de control de la fertilidad. Aún más intrigante es la reciente declaración de Brian Beach y W. Walker Hanlon de que los cambios en los patrones de fertilidad en Gran Bretaña durante el siglo XIX estaban correlacionados con los descensos de la fertilidad entre los ciudadanos culturalmente británicos que residían en países extranjeros como Canadá, América y Sudáfrica.
Además, las pruebas que demuestran que la distancia genética influye en la dispersión de las instituciones son igualmente interesantes. Compartiendo sus resultados con los lectores en el ensayo «The Diffusion of Institution», Spolaore y Wacziarg escriben que «los mayores tiempos de separación entre poblaciones introducen barreras para la adopción de mejores instituciones». Por otra parte, la investigación sugiere que los países que poseen una menor distancia cultural con Estados Unidos son más propensos a adoptar y mantener elecciones transparentes y competitivas que los países más distantes.
Estos resultados son importantes porque indican cómo las sutiles diferencias culturales frenan el crecimiento económico al crear impedimentos a la difusión del conocimiento. Sin embargo, también revelan la falacia de comparar culturas diferentes. Los valores culturales de Occidente no son universalmente aceptados. Por eso, implorar a las poblaciones no occidentales que sigan el camino europeo hacia la modernización es insensible cuando su noción de progreso puede ser radicalmente diferente. En algún momento debemos admitir la idiotez de comparar países en función de los niveles de renta, porque es evidente que muchos individuos de muchos países no valoran el concepto occidental de progreso.