Desde las importantes contribuciones de los economistas neoclásicos Finn E. Kydland y Edward C. Prescott en las décadas de 1970 y 1980, la macroeconomía moderna busca normas óptimas para la política monetaria. De hecho, Milton Friedman había destacado anteriormente la importancia de una norma obligatoria para una política monetaria. Recomendaba una expansión constante pero moderada de las existencias de dinero a lo largo del tiempo, así como la abolición de la banca de reserva fraccionaria para mejorar el control del banco central sobre las existencias monetarias. Ninguna de estas dos medidas se ha implantado nunca a lo largo de un período extenso de tiempo.
Creando normas para la política monetaria
Muchos macroeconomistas modernos han llegado a rechazar la idea de una norma de crecimiento constante a favor de una norma más compleja, que incorpore efectos de retroalimentación de otros agregados macroeconómicos. Según sus explicaciones, la discreción política en forma de aceleraciones inesperadas de la tasa de crecimiento monetario puede llevar a beneficios a corto plazo. Aun así, estas últimas vendrían con costes a largo plazo, ya sea de una permanente inflación de precios demasiado alta o de un reajuste posterior para rebajar las tasas de crecimiento monetario que van de la mano de pérdidas económicas reales en producción y empleo. A esto es a lo que los economistas llamarían a la tasa de sacrificio. Así que una política monetaria óptima requiere abstenerse de obtener algunos de los beneficios potenciales a corto plazo a favor de la estabilidad financiera y económica a largo plazo.
Las normas de política monetaria más famosas que han sido consideradas óptimas llevan el nombre de John B. Taylor. De acuerdo con estas normas de Taylor, el tipo central de interés debería establecerse en respuesta a cambios de la inflación real de precios, el tipo natural de interés, así como el diferencial de productividad. Hay un problema práctico evidente, que es que el diferencial de productividad y el tipo natural de interés son conceptos teóricos no observables que tienen que ser estimados o remplazados por indicadores empíricos más o menos arbitrarios. Así que no está del todo claro cómo pueden esas normas protegernos realmente de la discreción política arbitraria.
¿Pero cuál debería ser el objetivo de estas normas?
Sea como sea, se plantea otra pregunta pertinente. ¿Qué hace óptimas estas normas para empezar? ¿Son óptimas con respecto a qué exactamente?
Esta pregunta plantea un problema esencial en las ciencias sociales. Desde las influyentes obras de Max Weber, la mayoría de los científicos sociales tratan de mantenerse libres de valores en sus análisis. Este ideal fue apoyado por el amigo de Weber, Ludwig von Mises. Y la mayoría de los economistas modernos, si se les preguntara, también los suscribirían. Pero, como señaló Murray Rothbard, normalmente cuelan juicios de valor, especialmente cuando se refieren a cuestiones de política pública. Indudablemente, cuando se discute la optimalidad de alguna política, no se puede hacer sin juicios de valor.
Murray Rothbard estaba en principio de acuerdo en que la economía “como otras ciencias, es la doncella libre de valores de los valores y la ética”, pero cuando discutimos si una política es mejor y deseable u otra peor y por tanto indeseable, tenemos que combinar necesariamente juicios de valor y análisis económico. En general, siempre que tratamos de establecer una imagen amplia de la realidad social, la economía es insuficiente por sí misma. Tienen que incorporarse consideraciones sociológicas y psicológicas, así como éticas.
Cuando lo “óptimo” es arbitrario
Para empezar, tomando en serio la idea del valor subjetivo solo se puede concluir que debe seguir siendo arbitrario en alguna medida el que una política monetaria concreta sea considerada o no óptima. Sin embargo, se puede pensar que hay una manera de reducir la arbitrariedad en nuestra búsqueda de la política monetaria óptima. Como se ha señalado antes, todo depende del criterio de optimalidad y probablemente haya un criterio que sea algo menos arbitrario que la maximización de una ficticia función de utilidad de alguna familia postulada como representativa o alternativa y más pragmáticamente un objetivo de inflación de precios ligeramente por debajo del 2%.
Si los valores son verdaderamente subjetivos, parece adecuado un criterio que deje el mismo espacio a que se expresen valoraciones diferentes. Por supuesto, éete sería el criterio de Rothbard de la preferencia demostrada. Para que sea aplicable este criterio, habría que eliminar todos los privilegios legales existentes de los que disfrutan los bancos centrales como las instituciones que implantan la política monetaria. En particular, hay que abolir la legislación de curso legal. Por tanto, es necesaria una competencia real en la provisión de medios de intercambio.
Es evidente que este criterio no nos dice cuál sería a priori la política monetaria óptima. Sin embargo, bajo estas circunstancias, se puede concluir que, sea cual sea el medio de intercambio que resulte aparecer como generalmente aceptado en el mercado, y que por definición se convierten dinero, es, desde la perspectiva de los usuarios monetarios, el óptimo entre las alternativas disponibles. Igualmente, los cambios a los que están sometidas las existencias de este medio elegido de intercambio por sus productores pueden interpretarse como “política monetaria óptima”.
Privilegios creados por políticas públicas
No puede llegarse a la misma conclusión bajo el actual sistema financiero. Es verdad que el dinero fiduciario producido por bancos centrales y comerciales lo usa realmente una abrumadora mayoría de gente. Aun así, a partir de este hecho no podemos decir que sea considerado verdaderamente óptimo entre las alternativas disponibles, precisamente porque los usuarios del dinero están obligados en un grado considerable por el poder político.
Si derogáramos los privilegios legales de los productores de dinero fiduciario y su producto se mantuviera posteriormente a lo largo de un periodo extenso de tiempo como el medio generalmente aceptado de intercambio, podríamos realmente concluir que la política monetaria del banco central respectivo que subyace en su producción es óptima en el sentido limitado antes descrito. Aun así, no es del todo improbable que la política monetaria bajo un cambio institucional de este tipo muestre muy pocas similitudes con la política monetaria real que observamos hoy.
De hecho, derogar las leyes de curso legal significaría privar a los bancos centrales de su característica principal, que es su monopolio en la producción de la oferta básica del dinero de curso legal. Por tanto, llegamos a la conclusión algo paradójica de que tenemos que abolir los bancos centrales para identificar la política monetaria óptima. En otras palabras, para descubrir cómo sería una política monetaria óptima tendríamos que eliminarla.