¿Y si dos de las ideologías más infames de la historia —el nazismo y el fascismo— tuvieran más en común con el comunismo de lo que a menudo reconocemos? Recientemente, una presidenta de un partido político alemán afirmó polémicamente que Hitler era comunista. Aunque esta afirmación es incorrecta, gran parte de las críticas que suscitó se centraron únicamente en las diferencias visibles entre Hitler y los comunistas, dejando sin examinar sus similitudes ideológicas más profundas. Al revisar las palabras de Hitler y Mussolini, queda claro que su rivalidad con el comunismo no tenía tanto que ver con el rechazo de sus principios como con la promoción de visiones opuestas del colectivismo.
Ahora es el deber de los liberales clásicos, que divergen fundamentalmente tanto de comunistas como de fascistas, aprovechar la oportunidad y revelar las raíces colectivistas compartidas de estas ideologías. Como liberal clásico, siempre he sido escéptico a que mi ideología se agrupara en el mismo «bando» que los nazis, dadas las marcadas diferencias filosóficas. La atención desproporcionada que se presta a las rivalidades entre las diversas formas de colectivismo obstaculiza un discurso político riguroso y deja sin explorar adecuadamente la cuestión central del individualismo frente al colectivismo.
Mussolini: de marxista a nacionalista colectivista
«Si el siglo XIX fue el siglo del individuo, somos libres de creer que éste es el siglo ‘colectivo’», escribió Benito Mussolini. Comenzó su carrera como un ardiente marxista, llegando incluso a editar una revista socialista. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial y el fracaso del internacionalismo comunista para galvanizar a los trabajadores le llevaron a reconsiderar su postura. En lugar de abandonar el colectivismo, buscó una fuerza unificadora más fuerte que la clase: el nacionalismo. En La doctrina del fascismo, argumentó que «la nación no ha desaparecido», haciendo hincapié en que las distinciones de clase obstruyen la verdadera unidad: «La clase no puede destruir la nación. La clase se revela como un conjunto de intereses, pero la nación es una historia de sentimientos, tradiciones, lengua, cultura y una raza; es una comunidad espiritual.»
Mussolini criticó el socialismo, no por su naturaleza colectivista, sino por su incapacidad para unificar a todos los segmentos de la sociedad. Describió el fascismo como una ideología que subsumía al individuo en el Estado:
El liberalismo negó el Estado en nombre del individuo; el fascismo reafirma
Los derechos del Estado como expresión de la esencia real del individuo... La concepción fascista del Estado es omnicomprensiva; fuera de él no pueden existir, y mucho menos tener valor, valores humanos o espirituales.
Para Mussolini, el individuo sólo tenía sentido como parte del colectivo, vinculado por las tradiciones, la cultura y el deber:
El fascismo ve en el mundo no sólo esos aspectos superficiales y materiales en los que el hombre aparece como individuo, erguido sobre sí mismo... sino la nación y el país; individuos y generaciones unidos por una ley moral... fundada en el deber.
La visión de Hitler: sacrificando al individuo por la raza
Los nazis desarrollaron un eslogan que puede leerse en el título de un artículo del New York Times del 1 de mayo de 1934: «El bien común antes que el bien del individuo». Este eslogan nazi resume el ethos colectivista de Hitler. Aunque en la práctica se apartaba del socialismo, reconocía el atractivo colectivista de sus objetivos. En Mein Kampf, afirma: «No tenía ningún sentimiento de antipatía hacia la política real de los socialdemócratas. Que su propósito declarado era elevar el nivel de las clases trabajadoras...». Sin embargo, la ruptura de Hitler con el socialismo tuvo su origen en la percepción de su fracaso a la hora de preservar la unidad y la identidad nacionales. Consideraba el internacionalismo del socialismo como una amenaza para la identidad alemana: «Pero los rasgos que más contribuyeron a alejarme del movimiento socialdemócrata fue su actitud hostil hacia la lucha por la conservación del germanismo en Austria...»
Lo que diferenciaba a Hitler era su énfasis en la raza. Su concepto básico de superioridad racial se basaba fundamentalmente en el colectivismo y consideraba que la raza aria encarnaba el ideal del sacrificio por la comunidad:
La grandeza del ario no se basa en sus poderes intelectuales, sino en su voluntad de dedicar todas sus facultades al servicio de la comunidad... pues el ario subordina voluntariamente su propio ego al bien común y, cuando la necesidad lo requiere, sacrificará incluso su propia vida por la comunidad.
Compárese con la afirmación de Marx de que «todos los movimientos históricos anteriores fueron movimientos de minorías, o en interés de minorías. El movimiento proletario es el movimiento autoconsciente e independiente de la inmensa mayoría, en interés de la inmensa mayoría». Ambas filosofías promovían visiones del bien colectivo, diferenciándose únicamente en la identidad de clase o raza que servía de fuerza unificadora.
Para Hitler, el individuo existía para servir al colectivo, con el Estado como ejecutor de esta visión: «...el Estado sólo se considera un medio para un fin y este fin es la conservación de las características raciales de la humanidad». Aunque se oponía al internacionalismo del marxismo, lo veía más como un rival que como una filosofía fundamentalmente diferente:
Sólo cuando la idea internacional, políticamente organizada por el marxismo, se enfrente a la idea popular, igualmente bien organizada de manera sistemática e igualmente bien dirigida, sólo entonces la energía combativa de un campo podrá enfrentarse a la del otro en pie de igualdad; y la victoria se encontrará del lado de la verdad eterna.
El lenguaje importa
Aunque la exploración sofisticada de estos temas en la literatura es importante, ¿qué beneficio aportaría si estas ideas no llegan a las masas? ¿Cómo podemos servir a nuestra pasión por la libertad si no la afirmamos a diario a través de su herramienta más poderosa —el lenguaje? ¿Debemos tolerar la percepción de que nuestra ideología es sólo una cuestión de grados con respecto al nazismo y al fascismo? Mientras tanto, la ironía más impactante es que estas ideologías a menudo se categorizan como ¡de «derecha»!
¿No somos conscientes de las implicaciones de esta negligencia? O, si somos conscientes, ¿hemos sido lo suficientemente apasionados como para abordarlo? Lo que necesitamos es un discurso cotidiano en el que se mezclen los hechos y la sencillez, y que refuerce constantemente —sus implicaciones a través del lenguaje hasta que se acepten de forma generalizada.
Conclusión
El debate sobre si Hitler y el nazismo pertenecen a la izquierda oculta una verdad más profunda: sus raíces colectivistas los alinean más estrechamente con el comunismo que con el individualismo, el liberalismo clásico o el libertarismo. Las cualidades de Hitler y Mussolini diferían significativamente; su negación del individualismo era filosófica, mientras que su resentimiento hacia el comunismo era más bien una rivalidad apasionada. Al destacar los fundamentos compartidos de estas ideologías mediante la promoción de categorizaciones políticas alternativas, deberíamos incorporar estos hechos al discurso político cotidiano y restablecer su importancia como única ideología verdaderamente distintiva.
Reconocer estos rasgos comunes menos explorados, pero fundamentales, ayudaría a las sociedades a tener una perspectiva más amplia de las relaciones políticas y evitaría caer en movimientos colectivistas desbocados simplemente porque ofrecen una nueva identidad dirigente, —ya sea definida por la clase, la nación, la raza o el género. El liberalismo clásico ha desempeñado un papel pionero en la configuración del mundo moderno, —un mundo que, a pesar de sus defectos, está muy alejado de las penurias de épocas anteriores. La misión de los liberales clásicos debería ser ahora descubrir la verdad.