En primer lugar, debo comenzar por afirmar que estoy convencido de que Lysander Spooner y Benjamin R. Tucker fueron unos filósofos insuperables y que no hay hoy nada que sea más necesario que recuperar y desarrollar el legado, en gran medida olvidado, que ellos nos dejaron en el campo de la Filosofía Política. A mediados del siglo XIX, la doctrina individualista libertaria había llegado al punto en que sus pensadores más avanzados en sus distintas variantes (Thoreau, Hodgskin, Fichte en su primera etapa y el primer Spencer) habían empezado a darse cuenta de que el Estado era incompatible con la libertad o con la moralidad. Pero tan sólo se limitaron a afirmar el derecho individual a ejercer la opción de escapar de la red de poder y expolio fiscal del Estado.
En esta enunciación incompleta, sus doctrinas no llegarona constituir una amenaza real para el aparato estatal puesto que pocos individuos contemplarían quedar voluntariamente excluidos de los grandes beneficios de la vida social para poderse librar del yugo del Estado. Correspondió a Spooner y Tucker la tarea de esbozar la forma en que todas las personas podrían abandonar el Estado y cooperar para su mayor beneficio mutuo en una sociedad de intercambios e interrelaciones libres y voluntarias. Con ello, Spooner y Tucker hicieron avanzar al individualismo libertario y, de limitarse a protestar contra los males existentes, pasara a señalar el camino para avanzar hacia una sociedad ideal; y lo que es más, hallaron correctamente ese ideal en el mercado libre, que existía ya en parte y estaba dando enormes beneficios económicos y sociales. De este modo, la aportación de Spooner, Tucker y su movimiento no se limitó a proporcionar una meta hacia la que dirigirse, sino que también superaron en gran medida a los «utópicos» anteriores al situar ese objetivo en las instituciones ya existentes en lugar de en un imposible ideal de transformación de la humanidad impuesto mediante coacción. Sus logros fueron verdaderamente notables y hoy aún no hemos alcanzado su sabiduría.
No puedo concluir este homenaje a la Filosofía de Spooner y Tucker sin citar especialmente el magnífico pasaje de la obra de Spooner que lleva por título «No Treason No. VI» y que tuvo una gran importancia para el desarrollo de mis ideas:
es cierto que según la teoría de nuestra Constitución todos los impuestos se pagan voluntariamente y el Estado es una especie de mutua de seguros a la que la gente contribuye voluntariamente uniéndose así a los demás ...
Pero en la práctica, esta teoría de nuestro Estado es por completo diferente de la realidad. El hecho es que el Estado, como si fuera un salteador de caminos, le dice a un hombre: «La bolsa o la vida». Y muchos impuestos, si no la mayoría, se pagan bajo la compulsión de esa amenaza.
Es verdad que el Estado no acecha a un hombre en un lugar solitario, se abalanza sobre él desde la cuneta de un camino y le vacía los bolsillos tras colocarle una pistola en la sien. Pero aún así, el robo sigue siendo robo; y es mucho más cobarde y vergonzoso.
El bandolero asume él exclusivamente la responsabilidad, el peligro, y el crimen de su propio acto. No pretende tener derecho legítimo alguno sobre tu dinero ni tiene la intención de utilizarlo para tu propio beneficio. No pretende ser otra cosa que un ladrón. No tiene tanto descaro como para pretender ser un simple «protector» que le quita el dinero contra tu voluntad a los hombres para poder «protegerlos» a pesar de que esos engreídos viajeros se crean luego perfectamente capaces de protegerse a sí mismos o no sepan apreciar su peculiar sistema de protección. Es un hombre demasiado sensato como para tener esas pretensiones. Por otra parte, después de quitarte tu dinero te deja tranquilo. No insiste en acompañarte por el camino contra de tu voluntad, ni quiere ser tu legítimo «soberano» a cuenta de la «protección» que te brinda. No sigue protegiéndote ni te ordena que te inclines ante él y le sirvas; ni te exige que hagas esto y te prohibe que hagas lo otro; no te quita más dinero cuantas veces estima conviene a su interés o a su gusto; no te acusa de ser un rebelde, un traidor y un enemigo de tu país y si disputas su autoridad, o te resistes a sus demandas, te dispara sin piedad. Es demasiado caballeroso para ser culpable de imposturas, agravios y villanías como ésos. En resumen, no intenta, además de robarte, que seas su víctima o su esclavo.
Los ingresos de los ladrones y asesinos que se autodenominan «Estado» son algo completamente distinto a los del solitario salteador de caminos.1
¿Quién, después de leer este excelente pasaje, puede seguir siendo víctima del Estado?
Estoy, por lo tanto, fuertemente tentado a autoproclamarme «anarquista individualista», a no ser por el hecho de que Spooner y Tucker se me adelantaron y utilizaron esa denominación para su doctrina y porque mis tesis son algo distintas. Políticamente, estas diferencias son menores, y por lo tanto el sistema que yo defiendo es muy cercano al suyo; pero económicamente, las diferencias son sustanciales, y esto significa que, desde mi punto de vista, las consecuencias de poner nuestro más o menos común sistema en práctica están muy lejos de las de ellos.
Políticamente, mis diferencias con el individualismo anarquista de SpoonerTucker son de dos tipos. En primer lugar, en lo relativo a las funciones atribuidas al Derecho y al sistema de jurado en la sociedad individualista anarquista. Spooner-Tucker creían que cada individuo debería tener acceso a un tribunal de libre mercado, y, más concretamente, a un jurado de libre mercado, que tuviera plena libertad para tomar decisiones judiciales. No habría ningún cuerpo racional u objetivo de leyes que los jurados estuvieran en ningún sentido, incluso moralmente, obligados a consultar, ni siquiera los precedentes judiciales, ya que cada jurado tendría el poder de decidir tanto sobre los hechos como sobre el derecho de todos los casos estrictamente ad hoc. Sin guías o normas a seguir, no cabe esperar ni siquiera que jurados con la mejor de las voluntades puedan alcanzar decisiones justas o incluso libertarias.
Desde mi punto de vista, el Derecho es un bien valioso que no es más necesario que sea producido por el Estado que lo es en el caso del servicio postal o de defensa; el Estado puede ser separado del proceso legislativo del mismo modo que se puede separar de los ámbitos religiosos o económicos de la vida. En concreto, no sería una tarea muy difícil que abogados y juristas libertarios alumbrasen un Código racional y objetivo de principios y procedimientos jurídicos libertarios basado en el axioma de la defensa de la persona y la propiedad, y en consecuencia, carente de toda coacción y que se aplicase a todos los que no fueran infractores convictos y confesos de los derechos de propiedad y de la persona. Este Código sería observado y aplicado a los casos concretos por jueces y tribunales privados que operarían en competencia en un libre mercado, quienes se comprometerían a hacer cumplir dicho Código, y que serían empleados en el mercado proporcionalmente a la calidad con la que sus servicios satisfacieran a los consumidores de los mismos. En la sociedad actual, los jurados tienen la virtud inestimable de ser los depositarios de la defensa del ciudadano frente al Estado; son núcleos indispensables que se hallan fuera del aparato de Estado y a los que pueden recurrir los acusados cuando necesitan protección frente al acoso de los tribunales del Estado. Pero en la sociedad libertaria, esa especial misión sería superflua.2
Sobre el problema de la justicia, sin embargo, la reconciliación es posible: Tucker, al fin y al cabo, sí que dice en un momento que el «El Anarquismo significa justamente observar y cumplir la ley natural de la libertad» y eso es precisamente lo que yo defiendo.3
Mi segunda diferencia política con la doctrina de Spooner y Tucker está en la cuestión de la tierra, específicamente en la cuestión de los derechos de propiedad de la tierra. Aquí, sin embargo, creo que la posición de Tucker es superior a la de los economistas laissez-faire actuales que o bien no toman posición sobre este asunto o bien asumen alegremente que todos los títulos de propiedad deben ser protegidos simplemente porque algún gobierno los ha declarado «propiedad privada»; y también es superior a las tesis de Henry George y sus seguidores que reconocen que existe el problema de la tierra pero niegan que la propiedad privada sobre la tierra sea algo jurídicamente legítimo. La tesis de los anarquistas individualistas, desarrollada por Joshua K. Ingalls, consistía en que solo debía reconocerse la propiedad privada de la tierra a quienes personalmente le dieran uso. Tal teoría de la propiedad aboliría automáticamente todos los pagos de arrendamientos por la tierra, ya que sólo el usuario directo de un pedazo de tierra sería reconocido como su propietario.
Aunque estoy en total desacuerdo con esta doctrina, sí que da un útil correctivo a los economistas libertarios y laissez-faire que se niegan a considerar que exista problema alguno en el monopolio de la tierra que resulta de las arbitrarias concesiones de títulos de propiedad sobre la tierra que hace el Estado a sus favoritos y que por consiguiente fracasan por completo a la hora de enfrentarse a lo que constituye probablemente el problema número uno que en la actualidad azota a los países no desarrollados. No basta solamente con reclamar que se defiendan los «derechos de la propiedad privada»; debe haber una adecuada teoría de la justicia de los derechos de propiedad, de lo contrario cualquier propiedad que algún Estado declare «privada» tendrá que ser defendida por los libertarios, sin que importe lo injusto que haya sido el procedimiento seguido para adquirila o lo dañinos que sean sus efectos.
En mi opinión, la teoría acertada de la justicia en materia de propiedad de la tierra es la de John Locke: se adueña o hace suya la tierra quien primero la utiliza, el criterio del uso. Esto equivale a negar que las ventas de tierras «de dominio público» realizadas por el Estado, tierras vírgenes carentes de dueño, a especuladores inmobiliarios antes de ser explotadas, concedan título válido alguno. Estoy en esto en gran parte de acuerdo con Ingalls y los anarquistas. Pero si se acepta que su puesta en uso y colonización constituya título legítimo, negar que el legítimo propietario pueda vender su tierra a otro me parece una completa violación del «principio de igualdad en la libertad» de Spooner-Tucker.
En síntesis, una vez que un pedazo de tierra pasa legítimamente a ser propiedad del Sr. A, no puede decirse que sea dueño de ella realmente a menos que pueda transmitir o vender el título al Sr. B; e impedir a B el ejercicio de los derechos que le otorga su título solo porque decida no hacer uso de ella y prefiera en cambio alquilarla al Sr. C constituye una invasión de la libertad de contratación y del derecho de B y de un derecho de propiedad privada que ha adquirido justamente. Por el contrario, no puedo ver motivo racional alguno en el principio de que ningún hombre pueda nunca desprenderse o alquilar su propiedad justamente adquirida. La enérgica e inteligente defensa del mercado libre y de la propiedad privada que usualmente hace Tucker se echa en este caso tristemente de menos. Es más, la imposición de restricciones a las fincas o a su óptima utilización o cultivo y la arbitraria asignación de tierras dañan a toda la sociedad.
Pero mi principal querella con la doctrina Spooner-Tucker no es política, sino económica, los inconvenientes no se encuentran en la forma de nuestro sistema ideal, sino en las consecuencias que resultarían de un sistema de este tipo. En esa medida, la disputa no es moral o ética, sino científica. Soy el primero en admitir que la mayoría de los economistas pensamos con vanagloria que nuestra ciencia permite confirmar, cual si fuera un ábrete sésamo, las decisiones éticas y políticas; pero cuando se discute de asuntos económicos, tenemos la responsabilidad de tener en cuenta los hallazgos de la ciencia económica.
En realidad, en contraste con los anarquistas colectivistas y para muchos otros tipos de radicales, Spooner y Tucker intentaron utilizar la Economía en vez de despreciarla por ser excesivamente racional. Algunas de sus falacias (por ejemplo, la «ley de costos,» la teoría de valor del Trabajo) se incrustaron en gran parte de la Economía Clásica; y fue su adopción de la teoría de valor del Trabajo lo que les convenció de que la renta, el interés y los beneficios eran pagos que se extraían de la explotación de los trabajadores. A diferencia de los marxistas, sin embargo, Spooner y Tucker, comprendieron muchas de las virtudes del libre mercado, y no quisieron abolir esa noble institución; en cambio, creían que la plena libertad conduciría, por el funcionamiento de la ley económica, a la pacífica desaparición de esas tres categorías de ingresos. Spooner y Tucker hallaron el mecanismo de esa pacífica desaparición en la esfera monetaria —aquí lamentablemente ignoraron las enseñanzas de la Economía Clásica y las sustituyeron por sus propias falacias―.
Las dos fundamentales falacias interrelacionadas de la teoría de SpoonerTucker (y de la teoría de todas las escuelas de autores que han sido etiquetados de forma poco amable por los economistas como «money-cranks»4 ) son una deficiente comprensión de la naturaleza del dinero y del interés.5 El Money-crankism asume (1) que el mercado necesita cada vez más dinero; (2) que cuanto menor sea el tipo de interés, mejor; y (3) que el tipo de interés viene determinado por la cantidad de dinero, siendo el primero inversamente proporcional a ésta. Teniendo en cuenta este conjunto de supuestos totalmente falaces, la receta es: que siga aumentando la cantidad de dinero y bajando el tipo de interés (o los beneficios).
En este punto, el money-crankism se separa en dos escuelas: la que podríamos llamar «ortodoxa», que reclama al Estado que imprima papel en cantidad suficiente para hacer el trabajo (por ejemplo, Ezra Pound, el Movimiento Social del Crédito); y la anarquista o Mutualista, que quiere que sean los particulares o los bancos quienes lo hagan (por ejemplo, Proudhon, Spooner, Greene, Meulen). En realidad, dentro de esos estrechos límites, los estatistas son mucho mejores economistas que los anarquistas; pues si bien el Estado puede causar estragos inflando enormemente y reduciendo temporalmente el tipo de interés, la sociedad anarquista, en contra de lo que creen los anarquistas, traería un dinero mucho «más sólido» que el que tenemos ahora.
En la primera falacia, debe concluirse que los money-cranks están simplemente llevando a su conclusión lógica una falacia adoptada ampliamente por los autores preclásicos y por autores keynesianos actuales. La cuestión esencial es que un aumento en la oferta de dinero no confiere ningún beneficio a la sociedad. Por el contrario, es una forma de explotación de la mayor parte de la sociedad por parte del Estado, de los bancos que el Estado manipula y por sus favoritos. La razón es que, en contraste con las patatas o el acero, cuyo aumento supone que se puedan consumir más productos y más personas se beneficien, el dinero cumple plenamente su función social, independientemente de la cantidad de dinero que haya en el mercado. A más dinero tan sólo se diluye el poder de compra, el valor de cambio, de cada dólar; menos dinero hace que aumente el valor de cada dólar.
David Hume, uno de los más grandes economistas de todos los tiempos, fue al corazón de esta cuestión preguntando qué sucedería si todo el mundo por arte de magia se despertase una mañana y descubriese que la cantidad de dinero que tenía en su poder se hubiera duplicado, triplicado o lo que fuera. Debe quedar claro que el sentimiento subjetivo de sentirse rico se desvanecería rápidamente conforme los nuevos dólares hicieran subir los precios de los bienes y servicios, hasta que se doblasen o triplicasen y la sociedad no estaría mejor que antes. Lo mismo sería cierto si los activos monetarios de todos se redujeran a la mitad de pronto. O podríamos imaginar un repentino cambio de denominación de forma que lo que antes fuera un «dólar» pasara a ser un «centavo» y todas las demás denominaciones aumentaran proporcionalmente ¿Podría todo el mundo ser realmente cien veces más rico? No; de hecho la popularidad de la inflación a lo largo de los siglos deriva del hecho de que la gente no recibe de una sola vez una oferta de dinero duplicada o cuadriplicada. Deriva del hecho de que la inflación de la oferta de dinero tiene lugar pasito a pasito y los primeros beneficiarios, las personas que reciben el nuevo dinero primero, se benefician a costa de la gente que tiene la mala suerte de ocupar el último lugar en la fila.
Una brillante viñeta publicada en el New Yorker hace algunos años acertó al corazón tanto del proceso inflacionista como de las sofisticadas racionalizaciones que se han utilizado para justificar el saqueo y la explotación: un grupo de falsificadores se regozijan contemplando su obra y uno dice: «El comercio minorista del barrio está a punto de recibir una necesaria inyección en el brazo». Sí, la gente que primero recibe nuevas inyecciones de dinero (ya sea la falsificación legal o ilegal) no se beneficiará en primer lugar (es decir, los falsificadores y los que reciben el dinero que aquéllos gastan, o, si son bancos, quienes primero reciben el dinero que aquéllos prestan), pero lo hacen a expensas de los que reciben el dinero en último lugar que se encuentran con que los precios de las cosas que tienen que comprar han aumentado antes de que la nueva inyección de dinero se filtra hasta ellos. Hay un efecto «multiplicador» que se produce con la inyección de dinero nuevo, pero es un efecto que explota a algunas personas en beneficio de otras, y constituyendo una explotación, también es un lastre y una carga que aminora la auténtica producción en un mercado libre.
En lo que se refiere al tipo de interés, éste no es el precio del dinero, y no es, por lo tanto, inversamente proporcional a su cantidad. En el supuesto de David Hume, por ejemplo, si se cuadruplica la cantidad de dinero se producirá un aumento de hasta cuatro veces en el precio de diferentes precios, activos, etc... , pero no hay ninguna razón para que este aumento afecte al tipo de interés. Si 1.000 dólares daban 50 dólares al año en concepto de intereses, 4.000 dólares devengarán ahora 200 dólares; los intereses aumentarán cuatro veces, como todo lo demás, pero no hay razón para que varíe el tipo de cambio. Lysander Spooner creía que si la oferta de dinero aumentase suficientemente (como podría supuestamente ocurrir en un mercado puramente libre) el tipo de interés caería a cero; en realidad, no hay ninguna razón para que cambie en absoluto.
En el proceso inflacionario, tal como se desarrolla en el mundo real, generalmente, el nuevo dinero tiene primero entrada en el mercado crediticio; cuando eso ocurre, el tipo de interés en el mercado de préstamos desciende; pero esta bajada es estrictamente temporal, y el mercado pronto recupera el tipo de interés adecuado. De hecho, en las últimas etapas de la inflación, el tipo de interés aumenta bruscamente. Este proceso de distorsión inflacionaria del tipo de interés seguido de su recuperación por el libre mercado es, de hecho, el verdadero significado del familiar «ciclo económico» que ha plagado al capitalismo desde el surgimiento de la inflación bancaria del crédito.6
En cuanto al tipo de interés, no es una función de la cantidad de dinero. Es una función de la «preferencia temporal», de la ratio o proporción en que la gente prefiere satisfacer su necesidad en el momento presente a disfrutar de la misma satisfacción en el futuro. En resumen, cualquiera preferiría tener 100 dólares ahora a tenerlos dentro de diez años (dejando a un lado los posibles cambios en el valor del dinero que puedan producirse en el interim o el riesgo de no conseguir el dinero más tarde) porque para él es mejor gastar, o simplemente tener, el dinero de inmediato.
Debe quedar claro que este fenómeno de preferencia temporal está profundamente arraigado en la naturaleza humana y en la forma de ser del hombre; no es en absoluto un fenómeno monetario, ya que daría también en un mundo de trueque. Y en el mercado libre, este fenómeno no se da solo en la figura del préstamo, ya que (en la forma de beneficios «a largo plazo») sería plenamente aplicable a un mundo en el que todo el mundo invirtiese su propio dinero y nadie prestara o tomara dinero prestado. En pocas palabras, los capitalistas pagarían 100 dólares este año a sus trabajadores y a los propietarios de tierras y luego venderían el producto para obtener, digamos, 110 dólares el año que viene, no a causa de la explotación, sino porque todas las partes implicadas prefieren recibir cualquier cantidad dada de dinero este año a recibirla el año que viene. Por lo tanto, los capitalistas, que pagan los salarios y las rentas por adelantado y luego esperan a la venta, lo harán sólo si se ven compensados y reciben un «interés» (beneficio); mientras que, por la misma razón, los trabajadores y los propietarios están dispuestos a aceptar ese 10 por ciento de descuento de su producto con el fin de recibir su dinero ahora y no tener que esperar hasta que se realice la venta a los consumidores.
Hay que recordarles a los radicales que, si quisieran, todos los trabajadores podrían negarse a trabajar a cambio de un salarios y en su lugar podrían formar cooperativas de productores y esperar años para ser retribuidos cuando los productos se vendieran a los consumidores; el hecho de que no lo hagan muestra la enorme ventaja del sistema basado en la inversión en capital y pago de salarios como una forma de permitir a los trabajadores ganar dinero mucho antes de que tenga lugar la venta de sus productos. Lejos de ser explotación de los trabajadores, la inversión de capital y el sistema de intereses-beneficios es una enorme bendición para ellos y para toda la sociedad.
El tipo de interés o los beneficios en un mercado libre, entonces, son un reflejo de las preferencias temporales de las personas, que a su vez determinan el grado en que las personas asignan voluntariamente sus activos entre el ahorro y el consumo. Un menor tipo de interés en el mercado libre es una buena señal, ya que refleja una menor tasa de preferencia temporal, y por lo tanto ahorros abultados y fuerte inversión de capital. Pero cualquier intento de forzar una tipo de interés más baja que el que reflejan esos ahorros voluntarios causa un daño incalculable y conduce a depresiones en el ciclo económico. Intentar conseguir que baje el tipo de interés y esperar buenos resultados es muy parecido a tratar de aumentar el calor en una habitación calentando el termómetro.
Por último, es importante mostrar las verdaderas consecuencias económicas que el sistema de Spooner-Tucker ocasiona en la práctica. Si el Estado no crea las condiciones y coacciones para que se produzca una inflación continuada, los intentos de inflar y expandir el crédito no podrían tener éxito en un mercado libre. Supongamos, por ejemplo, que yo decidiese imprimir billetes de papel llamados «dos Rothbards», «diez Rothbards», etc..., y luego intentase utilizarlos como dinero. En una sociedad libertaria yo tendría perfecto derecho y la libertad para hacerlo. Pero la pregunta es: ¿Quién aceptaría los billetes como «dinero»? El dinero depende de la aceptación general, y la aceptación general de un medio de cambio sólo puede comenzar con las materias primas, como el oro y la plata. El «dólar», el «franco» y otras unidades monetarias no comenzaron como nombres en sí mismos, sino como los nombres de ciertas unidades de peso de oro o plata en el mercado libre.
Y esto es precisamente lo que sucedería si se dejara libertad al mercado. El oro y la plata se utilizarían por lo general como dinero, y los diversos intentos frívolos de crear nuevas unidades monetarias de la nada ... se desvanecerían en el aire. Cualquier banco que fraudulentamente imprimiera billetes de papel llamados «dólares», lo que implicaría que serían equivalentes a oro y plata y que por lo tanto estarían respaldados por oro y plata, podrían seguir en el negocio un poco más. Pero hasta ellos, sin el Estado y sus leyes de curso legal, con sus bancos centrales y sus «seguro de depósitos» para apuntalarlos, desaparecerían a resultas de «pánicos o corridas bancarias» o se verían constreñidos a límites muy estrechos. Porque si un banco emitiera nuevos billetes y los prestase a sus clientes, tan pronto como éstos trataran de comprar bienes y servicios a no clientes de dicho banco, estaría perdido, puesto que ningún no cliente aceptaría más billetes o depósitos del Banco A como dinero del mismo modo que nadie aceptaría tampoco mis «diez Rothbards».7
Por lo tanto, un sistema de banca libre, como el previsto por Spooner y Tucker, lejos de conducir a un aumento ilimitada de la oferta de dinero y a una desaparición del interés, daría lugar a una oferta más restringida de dinero que ahora sería «más duro». Y en la medida en que no hubiera una expansión del crédito instigada por el gobierno, habría un tipo de interés más alto. El economista francés del siglo XIX, Henri Cernuschi, lo expresó en cierta ocasión muy bien:
Yo creo que la denominada libertad bancaria daría lugar a una total desaparición de los billetes de banco (y también de los depósitos bancarios) en Francia. Quiero reconocer universalmente el derecho a emitir billetes para que nadie tenga que aceptarlos nunca más.8
Parece ser un rasgo muy desafortunado de los grupos libertarios y cuasilibertarios que dediquen la mayor parte de su tiempo y energías a hacer hincapié en los asuntos más falaces o no libertarios. Es por ello que muchos georgistas serían finos libertarios para lo que bastaría con que abandonaran los puntos de vista georgistas respecto de la propiedad de la tierra, pero, por supuesto, la cuestión de la tierra es, con mucho, una cuestión a la que dan la mayor relevancia. Del mismo modo, ha sido particularmente doloroso para mí, como ferviente admirador de Spooner y Tucker que soy, descubrir que sus seguidores han enfatizado y se han concentrado en sus planteamientos monetarios, que son totalmente falaces, hasta el punto de excluir todo lo demás y llegando incluso al extremo de presentarlos como una panacea para todos los males económicos y sociales.
Hay, en el cuerpo de pensamiento conocido como «Economía Austriaca», una explicación científica del funcionamiento del libre mercado (y de las consecuencias de la intervención del gobierno en ese mercado), que los anarquistas individualistas podrían incorporar fácilmente a su cosmovisión (Weltanschauung) política y social. Pero para hacer esto, tienen que tirar el exceso de bagaje inútil del money-crankism y reconsiderar la naturaleza y la justificación de las categorías económicas de interés, renta y beneficio.
Cuando el anarquismo estaba en los Estados Unidos en su punto álgido, al menos en dos ocasiones, los anarquistas individualistas se vieron sometidos a la crítica por sus falacias económicas; pero, por desgracia, y a pesar de la debilidad de las respuestas de Tucker, la lección no fue aprendida. En el número de agosto de 1877 de la Radical Review de Tucker, Spooner había escrito sobre «The Law of Prices: A Demonstration of the Necessity for an Indefinite Increase of Money» («La Ley de los Precios: Una demostración de la necesidad de un aumento indefinido de la oferta monetaria»). En la edición de noviembre de 1877, el economista, Edward Stanwood, escribió una excelente crítica: «Mr. Spooner’s Island Community». También en el artículo de Tucker que lleva por título «Instead of a Book», hay una serie de intercambios en los que J. Greevz Fisher, seguidor inglés del cuasianarquista Auberon Herbert, criticaba las doctrinas monetarias de Tucker desde la perspectiva económica.
- 1Lysander Spooner, «No Treason: The Constitution of No Authority, No. VI» (Boston, 1870), págs. 12-13.
- 2El Profesor Bruno Leoni, de la Universidad de Pavía, aunque lejos de ser anarquista, ha escrito recientemente una defensa estimulante de la superioridad de la elaboración de la ley por jueces privados en competencia a los arbitrarios y cambiantes decretos de un legislativo estatal. Sin embargo, él tampoco reconoce la necesidad de un código racional libertario para proporcionar un patrón. Véase Bruno Leoni, «Freedom and the Law» (Princeton, NJ: D. Van Nostrand, 1961) y Murray N. Rothbard, «On Freedom and the Law» New individualist Review (Invierno de 1962): 37-40.
- 3Benjamin R. Tucker, «Instead of a Book» (Nueva York, 1893), pág. 37.
- 4«Crank» es un término peyorativo usado para una persona que tiene una creencia inquebrantable en algo de que la mayoría de sus contemporáneos consideran que es falsa. Una creencia que está tan violentamente en desacuerdo con lo que comúnmente se sostiene que resulta absurda. Es característico de los cranks despreciar todas las pruebas o argumentos que contradicen sus propias creencias no convencionales, haciendo del debate racional una tarea inútil, y haciéndolos impermeables a los hechos, pruebas y a la inferencia racional (N. del T.)
- 5En aras de la simplicidad, aquí seguiremos la práctica de los economistas clásicos consistente en asimilar «intereses» y «beneficios». Realmente, la tasa de beneficios en el mercado tiende, a largo plazo, a igualarse con el tipo de interés. Mientras que los beneficios (y las pérdidas) a corto plazo seguirían existiendo el mercado incluso si Spooner se saliera con la suya y el tipo de interés (y de los beneficios a largo plazo) se redujera a cero. La verdadera naturaleza de la distinción entre el interés y el beneficio no fue descubierta hasta la obra de Frank H. Knight, «Risk. Uncertainty and Profit» (Boston, Mass .: Houghton Mifflin, 1921).
- 6Se ha culpado universalmente al capitalismo de libre mercado de la Gran Depresión de 1929. Para una explicación de esta depresión basada en la teoría anterior de la inflación bancaria del crédito, consúltese a Murray N. Rothbard, «America’s Great Depression» (Auburn, Ala .: Mises Institute, 2000).
- 7Para una descripción más completa de los principios del dinero y la banca en el mercado libre y bajo la intervención del gobierno, véase Murray N. Rothbard, «What has Government done to Our Money?» (Auburn, Ala .: Mises Institute, 1990).
- 8Henri Cernuschi, «Contre Le Billet de Banque» (París, 1866), p. 55. Citado en Ludwig von Mises, «Human Action» (Mises Institute Auburn, Ala .: Mises Institute, 1998), pág. 443.