Keynes, el hombre

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[Publicado originalmente en Dissent on Keynes: A Critical Appraisal of Keynesian Economics,editado por Mark Skousen. Nueva York: Praeger (1992). Pp. 171-198]

John Maynard Keynes, el hombre (su carácter, sus escritos y sus acciones a lo largo de su vida) estaba compuesto por tres elementos principales entrelazados. El primero era su arrogante egoísmo, que le aseguraba que podía resolver todos los problemas intelectuales rápida y adecuadamente y le llevó a desdeñar cualquier principio general que pudiera limitar su desbocado ego. El segundo era su fuerte sentimiento de que hacía nacido y estaba destinado a ser un líder de la élite gobernante de Gran Bretaña.

Estas dos características llevaban a Keynes a ocuparse de la gente y de las naciones desde una posición autopercibida como de poder y dominación. El tercer elemento era su profundo desprecio y desdén por los valores y virtudes de la burguesía, de la moral convencional, del ahorro y la economía y de las instituciones básicas de la vida familiar.

Nacido para la púrpura

Keynes nació bajo circunstancias especiales, heredero de los círculos gobernantes no solo británicos sino asimismo de la profesión económica británica. Su padre, John Neville Keynes, era un íntimo amigo y antiguo alumno de Alfred Marshall, profesor en Cambridge e indiscutible león de la economía británica durante medio siglo. Neville Keynes había decepcionado a Marshall al incumplir su promesa investigadora inicial y producir solo un tratado genérico sobre metodología de la economía, una materia desdeñada como profundamente “no inglesa” (J. N. Keynes [1891] 1955).

El clásico refugio para una académico fallido ha sido desde siempre la administración de la universidad, así que Neville se enterró encantado en la contaduría y otras posiciones poderosas en la administración de la Universidad de Cambridge. La psique de Marshall le obligaba a sentir una obligación moral hacia Neville que fue más allá de la pura lealtad de la amistad y ese sentido de la obligación se traasladó hacia el querido hijo de Neville, Maynard. Consecuenctemente, cuando Maynard acabó decidiendo seguir la carrera de economista en Cambridge, dos figuras extremadamente poderosas en esa universidad (su padre y Alfred Marshall) estaban más que dispuestas a tenderle una mano amiga.

El apóstol de Cambridge

El padre que tanto le quería aseguró la educación más favorecida disponible para la élite inglesa. Primero fue estudiante investigador en el “College” en Eton, la subdivisión intelectual de la escuela pública más influyente de Inglaterra. De ahí Maynard fue al King’s College, que, junto con Trinity, era una de las dos escuelas dominantes en la Universidad de Cambridge.

En King’s, pronto se designo a Keynes para tener la codiciada membresía de la sociedad secreta de los Apóstoles, una organización que rápidamente moldeó sus valores y su vida. Keynes creció hasta la madurez social e intelectual dentro de los confines de este pequeño e incestuoso mundo de secreto y superioridad. Los Apóstoles no eran simplemente un club social a la manera de las fraternidades secretas de la Ivy League. Era asimismo una élite intelectual consciente de sí misma, especialmente interesada en la filosofía y sus aplicaciones a la estética y la vida.

Los miembros de los Apóstoles eran elegidos casi exclusivamente de King’s y Trinity y se reunían cada sábado por la tarde tras puertas cerradas para presentar y discutir escritos.# Durante el resto de la semana, los miembros vivían virtualmente en las habitaciones de los demás. Además, el Apostolado no era simplemente un asunto de estudiantes: era ser miembro de por vida y querido como tal. Durante le resto de sus vidas, los Apóstoles adultos (conocidos como “Ángeles”), incluyendo a Keynes, volverían a menudo a Cambridge para reuniones y participarían activamente en el reclutamiento de nuevos estudiantes.

En febrero de 1903, a la edad de 20 años, John Maynard Keynes ocupó su lugar como Apóstol 243 en una cadena que se remontaba a la fundación de la sociedad en 1820. Durante los siguientes cinco o seis años formativos, Maynard dedicó casi toda su vida privada a los Apóstoles y sus valores y actitudes se moldearon de acuerdo con ello. Además, la mayoría de su vida adulta se produjo entre Apóstoles viejos y nuevos, sus amigos o sus relaciones.

Una razón importante para el potente efecto de la Sociedad de lso Apóstoles sobre sus miembros era si embriagadora atmósfera de secreto. Como escribe el biógrafo de Keynes, Robert Skidelsky:

Uno nunca debería infravalorar el efecto del secretismo. Mucho de lo que hace que el resto del mundo parezca extraño deriva de este sencillo combustible. El secreto era un bonus que amplificaba grandemente la vida de la Sociedad respecto de los otros intereses de sus miembros. Después de todo, es mucho más fácil emplear el tiempo con gente con la que uno no tiene que mantener grandes secretos y dedicar mucho tiempo a ellos refuerza lo que les haya hecho unirse en principio. (Skidelsky 1983: p. 118; ver también Deacon 1986).

La extraordinaria arrogancia de los Apóstoles se resume de la mejor manera en la medio broma kantiana de la Sociedad: que solo la Sociedad es “real”, mientras que el resto del mundo es solo “fenomenal”. El propio Maynard se referiría a los no Apóstoles como “fenómenos”. Lo que significaba esto es que se consideraba al mundo exterior como menos sustancial, menos digno de atención que la vida colectiva de la propia Sociedad.

Era una broma con un giro serio (Skidelsky 1983: p. 118). “Fue debido a la existencia de la Sociedad” escribía el Apóstol Bertrand Russell en su Autobiografía, “que pronto conocí a la gente que más merecía la pena conocer”. De hecho Russell remarcaba que cuando el Keynes adulto abandonó Cambridge, viajó por el mundo con una sensación de ser el obispo de una secta en lugares extranjeros. “la verdadera salvación para Keynes” remarcaba agudamente Russell, “estaba siempre entre los fieles en Cambridge” (Crabtree and Thirlwall 1980: p. 102). O, como escribió el propio Maynard durante sus años de estudiante en una carta a su amigo y co-líder, Giles Lytton Strachey, “¿Es una monomanía esta colosal superioridad moral que sentimos? Tengo la sensación de que la mayoría del resto [del mundo fuera de los Apóstoles] nunca ve nada en absoluto: demasiado estúpidos o demasiado perversos” (Skidelsky 1983: p. 118).XXX

Dos actitudes básicas dominaban este grupo bajo la égida de Keynes y Strachey. Las primera era su creencia primordial en la importancia de amor y la amistad personal, al tiempo que se burlaban de cualquier regla o principio general que pudiera limitar sus propios egos y la segunda, su animosidad y desdén hacia los valores y la moralidad de la clase media. La confrontación apostólica con los valores burgueses incluía la alabanza de la estética de la vanguardia, el sostenimiento de la homosexualidad como moralmente superior (con la bisexualidad en un distante segundo lugarXXX) y el odio a valores familiares tan tradicionales como el ahorro o cualquier énfasis en el futuro a largo plazo en comparación con el presente. (“En el largo plazo”, como entonaría más tarde Keynes en su famosa frase, “todos estamos muertos”.

Bloomsbury

Después de graduarse en Cambridge, Keynes y muchos de sus colegas apóstoles se alojaron en Bloomsbury, un barrio poco elegante del norte de Londres. Allí formaron el hoy famoso Grupo de Bloomsbury, el dentro de vanguardia estética y moral que constituyó la fuerza cultural e intelectual más influyente en Inglaterra durante las décadas de 1910 y 1920.

La formación del Grupo de Bloomsbury se inspiró en la muerte del eminente filósofo y liberal clásico victoriano Sir Leslie Stephen en 1904. Los jóvenes hijos de Stephen, sintiéndose liberados por la desaparición de la severa presencia moral de su padre, rápidamente buscaron casa en Bloomsbury y empezaron a mantener tertulias los jueves por la tarde. Thoby Stephen, aunque no era un apóstol, era un íntimo amigo en Trinity de Lytton Strachey. Strachey y otros apóstoles, así como otro de los buenos amigos de Strachey en Trinity, Clive Bell, se convirtieron en asistentes habituales a la tertulia.

Después de que Thoby muriera en 1906, Vanessa Stephen se casó con Bell y las reuniones de Bloomsbury se dividieron en dos grupos. Como Clive era un crítico de arte en ciernes y Vanessa una pintora, establecieron las tertulias del Club de los Viernes, concentrándose en las artes visuales. Entretanto, Virginia y Adrian Stephen reanudaban los jueves dedicados a la literatura, la filosofía y la cultura. Finalmente, el apóstol de Trinity Leonard Woolf, amigo y contemporáneo de Keynes se casó con Virginia Stephen. A finales de 1909, Keynes se mudó a una casa en Bloomsbury muy cerca de la de los Stephen, compartiendo un piso con el artista de Bloomsbury Duncan Grant, primo de Strachey.

Los valores y actitudes de Bloomsbury eran similares a los de los apóstoles de Cambridge, aunque con un giro más artístico. Con un gran énfasis en la rebelión contra los valores victorianos, no sorprende que Maynard Keynes fuera un distinguido miembro de Bloomsbury. Un énfasis en particular era el seguimiento de arte de vanguardia y formalista, promovido por el crítico de arte y apóstol de Cambridge Roger Fry, que luego volvió a Cambridge como Profesor de Arte. Virginia Stephen Woolf se convertiría en una importante exponente de la ficción formalista. Y todos ellos buscaban con energía un estilo de vida de promiscua bisexualidad, como puso al descubierto la biografía de Strachey de Michael Holroyd (1967).

Como miembros del círculo cultural de Cambridge, el Grupo de Bloomsbury disfrutaba de riqueza heredada, aunque modesta. Pero a medida que pasaba el tiempo, la mayoría de la financiación de las distintas exposiciones y proyectos de Bloomsbury vinieron de su leal miembro Maynard Keynes. Como escribe Skidelsky, Keynes “llegó a dar a Bloomsbury músculo financiero, no solo haciendo él mismo mucho dinero [principalmente a través de la inversión y la especulación financiera], que gastaba profusamente en las causas de Bloomsbury, sino por su capacidad de recabar respaldo financiero para sus empresas”. De hecho, desde la Primera Guerra Mundial en adelante, era casi imposible encontrar ninguna empresa, cultural o local, en la que estuvieran implicados miembros de Bloomsbury, que no se beneficiara de alguna forma de su generosidad, su perspectiva financiera o sus contactos (1983: p. 250; ver también pp. 242-251).

El filósofo moorista

El mayor impacto en la vida y valores de Keynes, su gran experiencia de conversión, no vino de la economía sino de la filosofía. Pocos meses después de la iniciación de Keynes en los apóstoles, G.E. Moore, profesor de filosofía en Trinity que se había convertido en apóstol una década antes que Keynes, publicó su obra magna, Principia Ethica (1903). Tanto en ese momento como tres décadas después, Keynes atestiguaba el enorme impacto que habían tenido los Principia en él y en sus colegas apóstoles.

En una carta en el momento de su publicación escribía que el libro “es un trabajo estupendo y fascinante, el más grande sobre el tema” [cursivas de Keynes] y pocos años más tarde escribió a Strachey: “Es imposible exagerar la maravilla y originalidad de Moore (…) Qué asombros pensar que solo nosotros conocemos los rudimentos de una verdadera teoría de la ética”. Y en un escrito de 1938 al Grupo de Bloomsbury, titulado “Mis primeras creencias” Keynes recordaba los “efectos en nosotros [de los Principia] y las conversaciones que los precedieron y siguieron, dominaban y tal vez dominan todo lo demás”. Añadía que el libro “era excitante, estimulante, el principio de un nuevo renacimiento, la apertura de un nuevo cielo en la tierra” (Skidelsky 1983: pp. 133-134; Keynes [1951] 1972: pp. 436-449). ¡Palabras muy fuertes acerca de un libro de filosofía técnica!

¿A qué se debían? Primero estaba el carisma personal que Moore ejercitaba sobre los estudiantes en Cambridge. Pero más allá de su magnetismo personal, Keynes y sus amigos se veían atraídos no tanto por la propia doctrina de Moore como por la interpretación y giro particular que ellos daban a esa doctrina. A pesar de su entusiasmo, Keynes y sus amigos aceptaban solo lo que sostenían que era la ética personal de Moore (es decir, lo que llamaban la “religión” de Moore), mientras que rechazaban su ética social (es decir, lo que llamaban su “moral”).

Keynes y sus colegas apóstoles adoptaban la idea de una “religión” compuesta de momentos de “apasionada contemplación y comunión” de y con los objetos de amor o amistad. Sin embargo, repudiaban toda moral social o regla general de conducta, rechazando totalmente el penúltimo capítulo de Moore sobre “Ética en relación con la conducta”. Como indica Keynes en su escrito de 1938:

En nuestra opinión, una de las mayores ventajas de su religión [de Moore] era que hacía innecesaria la moral. (…) Rechazábamos completamente una obligación personal de obedecer reglas generales. Reclamábamos el derecho a juzgar cada caso individual por sus méritos y la sabiduría para hacerlo con éxito. Er aun parte muy importante de nuestra fe, sostenida violenta y agresivamente y para el mundo exterior era nuestra característica más evidente y peligrosa. Repudiábamos totalmente la moral convencional, las convenciones y la sabiduría tradicional. Éramos, por decirlo así, en el sentido estricto del término, inmorales. (Keynes [1951] 1972: pp. 142-143).

Observadores contemporáneos inteligentes resumían agudamente al actitud de keynes y sus compañeros apóstoles. Bertrand Russell escribía que Keynes y Strachey retorcían las enseñanzas de Moore: “buscaban una vida de retiro entre bellos matices y agradables sensaciones y su concepción de lo bueno consistía en las apasionadas admiraciones mutuas de una camarilla de la élite” (Welch 1986: p. 43). O, como observaba nítidamente Beatrice Webb, el moorismo entre los apóstoles no era “sino una justificación metafísica para hacer lo que les gustaba… y otra gente desaprobaría” (ibíd.).

Así que aparece la pregunta: ¿cuán seriamente marcó este inmoralismo, este rechazo de las reglas generales que restrinjan el propio ego, la vida adulta de Keynes? Sir Roy Harrod, un discípulo y hagiógrafo insiste en que ese inmoralismo, como con otros aspectos desagradables de la personalidad de Keynes, era solo una fase adolescente, rápidamente superada por su héroe.

Pero muchos otros aspectos de su carrera y pensamiento confirman el inmoralismo y desdén por la burguesía de Keynes durante toda su vida. Es más, en su escrito de 1938, escrito con 55 años, Keynes confirmaba su continuada adhesión a sus primeras opiniones, expresando que el inmoralismo seguía siendo “mi religión bajo la superficie. (…) Sigo siendo y siempre seré un inmoralista” (Harrod 1951: pp. 76-81; Skidelsky 1983: pp. 145-146; Welch 1986: p. 43).

En una notable contribución, Skidelsky demuestra que el primer libro académicamente importante de Keynes, Tratado sobre probabilidad (1921) no estaba alejado del resto de sus preocupaciones. Derivaba de su intento de remachar su rechazo de las reglas generales de moralidad propuestas por Moore. Los inicios del Tratado aparecían en un escrito, que Keynes leyó a los apóstoles en enero de 1904, sobre el denostado capítulo de Moore “Ética en relación con la conducta”. Refutar a Moore acerca de la probabilidad ocupó los pensamientos investigadores de Keynes desde el principio de 1904 hasta 1914, cuando se completó el manuscrito del Tratado.

Concluía que Moore era capaz de imponer reglas generales a acciones concretas empleando una teoría de la probabilidad empírica o “frecuentista”, es decir, a través de la observación de frecuencias empíricas podríamos tener cierto conocimiento de las probabilidades de clases de acontecimientos. Para destruir cualquier posibilidad de aplicar reglas generales a casos particulares, el Tratado de Keynes defendía la teoría clásica a priori de la probabilidad, en la que las fracciones de probabilidad se reducen puramente por la lógica y no tienen nada que ver con la realidad empírica. Skidelsky lo explica bien:

El argumento Keynes puede por tanto interpretarse como un intento de liberar al individuo para que busque el bien (…) por medio de acciones egoístas, ya que no hace falta que tenga cierto conocimiento de las consecuencias probables de sus acciones para actuar racionalmente. En otras palabras, es parte de su continua campaña contra la moralidad cristiana. Esto lo habría apreciado su audiencia, aunque la conexión no es evidente para el lector moderno. Más en general, Keynes liga racionalidad a conveniencia. Las circunstancias de una acción se convierten en la consideración más importante en los jucios de posible corrección. (…) Al limitar la posibilidad de un conocimiento cierto Keynes aumentaba el ámbito del juicio intuitivo (Skidelsky 1983: 153-154).

No podemos entrar aquí en los pormenores de la teoría de la probabilidad. Basta con decir que la teoría a priori de Keynes fue demolida por Richard von Mises (1951) en su trabajo de la década de 1920 Probabilidad, estadísticas y verdad. Mises demostró que la fracción de probabilidad solo puede usarse con sentido cuando encarna una ley derivada empíricamente de entidades que son homogéneas, aleatorias y repetibles indefinidamente.

Por supuesto esto significa que la teoría de la probabilidad solo puede aplicarse a acontecimientos que, en la vida humana, se limitan a cosas como la lotería o la ruleta. (Para una comparación de Keynes y Richard von Mises, ver D.A. Gillies ). Por cierto que la teoría de la probabilidad de Richard von Mises fue adoptada por su hermano Ludwig, aunque estuvieron de acuerdo en pocas cosas más (L. von Mises [1949] 1966: pp. 106-115).

El teórico político burkeano

“Si Moore fuero el héroe ético de Keynes, Burke puede considerarse como su héroe político”, escribe Skidelsky (1983: p. 154). ¿Edmund Burke? ¿Qué podría tener en común Keynes, el planificador central estatista y racionalista, con ese adorador conservador de la tradición? De nuevo, como con Moore, Keynes veneraba a su hombre con un giro keynesiano, seleccionando los elementos que se ajustaban a su propio carácter y temperamento.

Es revelador lo que Keynes tomaba de Burke. (Keynes presentó sus opiniones en un ensayo largo y premiado de su época de estudiante sobre “Las doctrinas políticas de Edmund Burke”). Primero estaba la oposición militante de Burke a principios generales en política y, en particular, su defensa de la conveniencia frente a derechos naturales abstractos. En segundo lugar, Keynes estaba muy de acuerdo con la alta preferencia temporal de Burke, su degradamiento del futuro incierto respecto del presente existente. Por tanto Keynes estaba de acuerdo con el conservadurismo de Burke en el sentido de que era hostil a “producir males presentes para conseguir beneficios futuros”.

Está también la expresión de derechas del desprecio general de Keynes por el largo plazo, donde “estamos todos muertos”. Como dijo Keynes: “La tarea primordial de los gobiernos y políticos es asegurar el bienestar de la comunidad correspondiente en el presente y no tomar demasiados riesgos para el futuro” (ibíd.: pp. 155-156).

En tercer lugar, Keynes admiraba el aprecio de Burke por la élite gobernante “orgánica” de Gran Bretaña. Por supuesto, había diferencias políticas, pero Keynes se unía a Burke en apoyar el sistema de gobierno aristocrático como algo sólido, siempre que el personal gobernante se eligiera de la élite orgánica existente. Escribiendo de Burke, Keynes apuntaba: “afirmaba que la propia maquinaria [el estado británico] era suficientemente sólida con que pudiera asegurarse la capacidad e integridad de quienes estuvieran al mando” (ibíd.: pp. 156).

Además de ese desdén neo-burkeano por los principios, la falta de preocupación por el futuro y la admiración de la clase gobernante británica existente, Keynes también estaba seguro de que la devoción por la verdad es una cuestión de gusto, con poco o ningún espacio en la política. Escribía: “Una preferencia por la verdad o por la sinceridad como método puede basarse de forma prejuiciosa en algún patrón estético o personal, incoherente, en política, con la bondad práctica” (Johnson, 1978: p.24).

De hecho Keynes mostraba una disposición positiva a mentir en política. Se inventaba habitualmente estadísticas que se adecuaban a sus propuestas políticas y reclamaría una inflación monetaria mundial con un énfasis exagerado al mantener que “las palabras tendrían que se un poco salvajes, el ataque de los pensamiento a quienes no piensan”. Pero lo que es muy revelador es que, una vez alcanzado poder, Keynes admitió que esa hipérbole tendría que abandonarse: “Cuando se hayan alcanzado los puestos de poder y autoridad, no debería haber más licencias poéticas” (Johnson y Johnson 1978: pp. 19-21).

El economista: Arrogancia y falsa originalidad

La postura en economía de Maynard Keynes no era distinta de su actitud en filosofía y vida en general. “Temo a los ‘principios’”, dijo a un comité parlamentario en 1930 (Moggridge 1969: p. 90). Los principios solo limitarían su capacidad de aprovechar la oportunidad del momento y obstaculizarían su deseo de poder. Así que estaba dispuesto a renunciar a sus creencias previas y cambiar de idea de repente, dependiendo de la situación.

Su posición respecto del libre comercio sirve de ejemplo patente. Como buen marshalliano, no único principio político económico aparentemente fijo en toda su vida fue una adhesión devota a la libertad de comercio. En Cambridge escribió a un buen amigo: “Seño, odio a todos los sacerdotes y proteccionistas. (…) Abajo sus pontificados y aranceles”. Durante las siguientes tres décadas, sus intervenciones políticas se preocupaban casi en exclusiva por la defensa del libre comercio. (Skidelsky, 1983: pp. 122, 227-229).

Repentinamente, en la primavera de 1931, Keynes reclamó ruidosamente proteccionismo y durante la década de 1930, lideró el desfile a favor del nacionalismo económico y políticas abiertamente pensadas para “mendigar al vecino”. Pero durante la Segunda Guerra Mundial, Keynes retornó al libre comercio. No parece que nunca ningún examen de conciencia o vacilación haya dificultado sus relampagueantes cambios.

De hecho, a principios de la década de 1930, Keynes era ampliamente ridiculizado en la prensa británica por sus opiniones camaleónicas. Como escribe Elizabeth Johnson, Keynes era el hombre de hule: el Daily News and Chronicle del 16 de marzo de 1931 incluía un artículo titulado “Acrobacias económicas de Mr. Keynes” y lo ilustraba con un dibujo de “Una actuación notable. John Maynard Keynes como el ‘hombre sin huesos’ se da la espalda a sí mismo y se traga un barril” (1978: p. 17).

Sin embargo el propio Keynes no se preocupaba de las acusaciones de incoherencia, considerando que siempre tenía la razón. A Keynes le era particularmente fácil adoptar esta convicción ya que no le preocupaban nada los principios. Por tanto siempre estaba dispuesto a cambiar de caballo en su búsqueda por expandir su ego a través del poder político.

Con el tiempo, escribe Elizabeth Johnson, Keynes “tuvo una idea clara de su papel en el mundo: era (…) el principal consejero económico del mundo, del ministro de Hacienda  del momento, del ministro de finanzas de Francia (…), del presidente de Estados Unidos”. La búsqueda del poder para sí mismo y una clase dirigente significaba, por supuesto, aumentar la adhesión a las ideas e instituciones de una economía gestionada centralizadamente.

De entre los grandes hombres de la élite orgánica que gobernaba la nación, se colocaba en el papel esencial de técnico experto, la versión del siglo XX del “rey filósofo” o, al menos, del filósofo que guía al rey. No sorprende que Keynes “alabara al Presidente [Franklin D.] Roosevelt como primer jefe de estado que tomara consejo teórico como base para una acción a gran escala” (Johnson y Johnson 1978: pp. 17-18).

Acción es lo que buscaba Keynes del gobierno, especialmente con el propio Keynes haciendo los planes y mandando. Como escribe Johnson:

Su oportunismo significaba que reaccionaba a los acontecimientos inmediata y directamente. Elaboraría una respuesta, redactaría un memorándum, lo publicaría inmediatamente, fuera cual fuera el asunto. (…)  En el Tesoro durante la Segunda Guerra Mundial, casi vuelve locos a algunos de sus colegas con su tendencia a meter el dedo en todas las tartas “No se quede quieto ahí, haga algo” habría sido su lema en ese momento” (Ibíd.: p. 19).

Johnson apunta que la “actitud instintiva [de Keynes] ante cualquier nueva situación era suponer, primero, que nadie estaba haciendo nada acerca de ella y, segundo, que si lo estaban haciendo, lo estaban haciendo malo. Era una costumbre mental de toda la vida basada en la convicción de que tenía un cerebro superior (…) y como apóstol de Cambridge que era, estaba dotado de sensibilidades superiores (ibíd.: p. 33).

Un ejemplo claro de la injustificada arrogancia e irresponsabilidad intelectual de Maynard Keynes fue su reacción ante el brillante y pionero Tratado del dinero y del crédito, de Ludwig von Mises, publicado en alemán en 1912. Keynes acababa de ser nombrado editor del periódico económico académico británico más importante, el Economic Journal de la Universidad de Cambridge. Revisó el libro de Mises, desechándolo de plano. El libro, escribió condescendientemente, tenía “un mérito considerable” y era “inteligente” y su autor era en definitiva “ampliamente leído”, pero Keynes expresaba su decepción porque el libro no fuera ni “constructivo” ni “original” (Keynes 1914). Esta reacción brusca acabó con cualquier interés por el libro de Mises en Gran Bretaña y El dinero y el crédito no se tradujo durante dos funestas décadas.

Lo peculiar de la crítica de Keynes es que el libro  era muy constructivo y sistemático, así como notablemente original. ¿Cómo podría no haberlo apreciado Keynes? Este enigma se aclaró una década y media después cuando en una nota propia a pie de página de su propio Tratado del dinero, Keynes admitía traviesamente que “en alemán, solo puedo entender claramente lo que ya sé, así que las nuevas ideas tienden a velárseme por las dificultades de la lengua” (Keynes 1930a: I, p. 199 n.2). Qué desfachatez sin límites. Era Keynes hasta la médula: revisar un libro en un lenguaje en que era incapaz de entender las nuevas ideas y luego atacar ese libro por no contener nada nuevo, es el colmo de la arrogancia y la irresponsabilidad.XXX

Otro aspecto de la presunción arrogante de Keynes era su convicción de que mucho de lo que hacía era original y revolucionario. Su carta a G.B. Shaw en 1935 es bien conocida: “Creo estar escribiendo un libro sobre teoría económica que revolucionara grandemente (…) la forma en que el mundo piensa acerca de los problemas económicos. (…) Por mi parte, no solo tengo esperanza en lo que digo, en mi mente estoy bastante seguro” (Hession 1984: p. 279). Pero esta creencia en su jactancia no se limitaba a La teoría general.

Bernard Corry apunta que “Desde casi el principio de de su obra económica, afirmó estar revolucionando la materia”. Tan imbuido estaba Keynes de fe en su propia creatividad que incluso proclamaba su originalidad en un escrito sobre ciclos económicos que se basaba en el Estudio de las fluctuaciones industriales, de D.H. Robertson, poco después de que el libro se publicara en 1913. Corry enlaza esta actitud con el insistente énfasis de del Grupo de Bloomsbury en la “originalidad” (que, por supuesto, significaba principalmente la suya). La originalidad, apunta, era “una de las fijaciones del Grupo de Bloomsbury” (Crabtree y Thirlwall 1980: pp. 96-97; Corry 1986: pp. 214-215, 1978: pp. 3-34).

A Keynes le ayudó mucho en sus afirmaciones de originalidad la tradición de economía que Marshall había establecido en Cambridge. Como alumno de Marshall y joven profesor de Cambridge bajo los auspicios de Marshall, Keynes absorbió fácilmente la tradición marshalliana.

No era que el propio Marshall proclamara una brillante originalidad, aunque sí proclamó invenciones independientes sobre utilidad marginal y era reservado, celoso de alumnos que pudieran robar sus ideas. Marshall desarrolló la estrategia de mantener un mundo marshalliano herméticamente cerrado en Cambridge (y por tanto en la economía británica en general). Creo el mito de que en su obra maestra, los Principios de economía, había construido una síntesis superior de todas las teorías previamente en competencia y lucha (reductivismo e inductivismo, teoría e historia, utilidad marginal y coste real, corto y largo plazo, Ricardo y Jevons).XXX

Como impulsó con éxito este mito, engendró así la opinión universal de que “todo está en Marshall”, que, después de todo, no había necesidad de leer a nadie más. Pues si Marshall había armonizado todas las opiniones de un bando y una perspectiva, ya no había razón, salvo la arqueológica, para preocuparse por leerlas. En consecuencia, el economista modelo de Cambridge solo leía a Marshall. Desarrollando y elaborando las frases o pasajes crípticos del Gran Libro. El propio Marshall empleó el resto de su vida reelaborando y desarrollando El Texto, publicando no menos de ocho ediciones de los Principios en 1920.

Para el resto, estaba la legendaria “tradición oral” de Cambridge, en la que los alumnos y discípulos de Marshall estaban encantados de oír y transmitir las palabras del “Gran Hombre”, así como leer sus más mínimos escritos seminales en manuscritos o lecturas en comisión, pues Marshall mantuvo la mayoría de sus escritos más breves sin publicar hasta casi el final de su vida. Así, los marshallianos de Cambridge podían portar el aura de una casta sacerdotal, de los únicos con conocimiento de los misterios de los escritos sagrados negados a los hombres menores.

El mundo herméticamente cerrado del Cambridge marshalliano pronto dominó Gran Bretaña; había pocos aspirantes en ese país. La dominación se vio acelerada por el papel único de Cambridge y Oxford en la vida social e intelectual británica, especialmente en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Desde los tiempos de Adam Smith, David Ricardo y J.S. Mill, Gran Bretaña ha dominado la teoría económica en todo el mundo, así que Marshall y su secta asumieron la hegemonía no solo de la economía de Cambridge, sino del mundo (ver Crabtree 1980: pp. 101-105).XXX

“El estafador”

El joven Keynes no mostró ningún interés por la economía: su interés principal era la filosofía. De hecho consiguió graduarse en Cambridge sin realizar ningún curso de economía. No solo nunca se graduó en la materia, sino que el único curso de economía que recibió Keynes fue un curso de posgrado bajo Alfred Marshall.

Sin embargo encontró atractiva la explicación de la economía, porque apelaba tanto a sus intereses teóricos como a su ansia de causar una gran sensación en el mundo real de la acción. En otoño de 1905, escribió a Strachey: “Encuentro la economía cada vez más satisfactoria y pienso que soy bastante bueno en ella. Quiero dirigir un ferrocarril u organizar una fundación o al menos estafar a los inversores” (Harrod 1951: p. 111).XXX

En realidad Keynes había empezado su carrera de inversor y especulador que duraría toda su vida. Aún así Harrod se siente obligado a negar vigorosamente que Keynes hubiese empezado a especular antes de 1919.

Afirmando que Keynes antes “no tenía capital”, Harrod explicaba la razón de su insistencia en una crítica de un libro seis años después de la publicación de su biografía: “Es importante que esto se entienda claramente, ya que hay muchos malpensados (…) que afirman que aprovechó información interna cuando estaba en el Tesoro (1915-junio de 1919) para fin de realizar especulaciones con éxito” (Harrod 1957). En una carta a Clive Bell, autor del libro sujeto a crítica y antiguo bloomsburita y amigo de Keynes, Harrod incidía más en ello: “Es importante por las terribles historias, que están muy extendidas (…) acerca de que hizo dinero de forma poco honrada aprovechándose de su cargo en el Tesoro” (ibíd.; cf. Skidelsky 1983: pp. 286-288).

A pesar de la insistencia de Harrod en lo contrario, en realidad Keynes había creado su propio “fondo especial” y empezado a hacer inversiones en julio de 1905. En 1914 Keynes estaba especulando con fuerrza en la bolsa y en 1920 había acumulado 16.000₤, que equivaldrían a 200.000₤ actuales. La mitad de sus inversiones se hicieron con dinero prestado.

No está claro si su fondo se uso para inversiones o para fines más especulativos, pero sí sabemos que su capital se había multiplicado por más de tres. Sigue sin probarse que Keynes utilizara información interna del Tesoro para tomar esas decisiones de inversión, aunque indudablemente permanece la sospecha (Skidelsky 1983: pp. 286-288).

Aunque no podamos probar la acusación de estafa contra Keynes, debemos considerar su comportamiento a la luz de su dura condena de los mercados financieros como “casinos de juego” en La teoría general. Parece por tanto probable que Keynes creyera que con su éxito con la especulación financiera había estafado a la gente, aunque no hay razón para pensar que pudiera haberlo lamentado. Sin embargo sí se daba cuenta de que su padre desaprobaría su actividad.XXX

Keynes y la India

En Eton. El joven Keynes (con 17-18 años) fue testigo de una ola de sentimiento antiimperialista al iniciarse la guerra británica contra los bóers en Sudáfrica. Aún así nunca se vio influido por ese sentimiento. Como apunta Skidelsky: “A lo largo de su vida asumía el Imperio como un hecho de la vida y nunca mostró el más mínimo interés por descartarlo. (…) Nunca se desvió mucho de la opinión de que, teniendo todo en cuenta, sería mejor tener a ingleses gobernando el mundo que a extranjeros” (Skidelsky 1983: p. 91).

A finales de 1905, a pesar de los ruegos de Marshall, Kaynes abandonó sus estudios de economía después de primer curso de posgrado y al año siguiente realiza los exámenes del Servicio Civil, obteniendo una plaza en la Oficina de la India. En la primavera de 1907, Keynes fue transferido del Departamento Militar al Departamento de Ingresos, Estadísticas y Comercio. Aunque iba a convertirse en un experto en asuntos indios, asumía alegremente que el gobierno británico no había de cuestionarse: Gran Bretaña simplemente diseminaba el buen gobierno en lugares que no podrían arreglárselas por sí solos.

“Maynard”, apunta Skidelsky, “siempre vio el imperio británico desde Whitehall: nunca consideró las implicaciones humanas y morales del gobierno imperial o si los británicos estaban explotando a los indios”. Además, siguiendo la gran tradición imperialista de los Mills y Thomas Macaulay en la Inglaterra del siglo XIX, Keynes nunca sintió la necesidad de viajar a la India, aprender lenguas indias o leer cualquier libro sobre el área excepto los relacionados con las finanzas (ibíd.: p. 176).

A pesar de su ascenso a los niveles altos del Servicio Civil, Keynes se cansó pronto de la sinecura y trató de volver a Cambridge a través de un cargo de profesor. Finalmente en la primavera de 1908 Marshall escribió a Keynes, ofreciéndole una plaza de profesor de economía. Aunque Marshall estaba a punto de retirarse, convenció fácilmente a su amigo, alumno favorito y designado sucesor, Arthur C. Pigou de seguir la práctica de Marshall de pagar por la enseñanza de su propio salario; Neville Keynes se ofreció a su vez a igualar el estipendio.

En 1908 Keynes adoptó alegremente el estrecho papel de profesor de economía marshalliana en su antigua escuela, el King’s College de Cambridge. Pero empleó la mayoría de su tiempo y energías como atareado hombre de negocios en Londres (Corry 1978: p. 5). Una de sus funciones era ser un consejero informal pero valorado de la Oficina de la India: de hecho su asociación con la oficina realmente se expandió después de 1908 (Keynes 1971: p. 17). En consecuencia, desempeñó un papel importante en asuntos monetarios indios, escribiendo su primer artículo importante sobre la India para el Economic Journal en 1909; escribiendo influyentes memorandos de los que se desarrolló su primer libro, la breve monografía Indian Currency and Finance en 1913 y desempeñando un papel influyente en la Comisión Real sobre las finanzas y moneda de la India, para cuyo ilustre cargo fue nombrado antes de tener 30 años.

El papel de Keynes en las finanzas indias no solo fue importante sino pernicioso en último término, presagiando su posterior papel en las finanzas internacionales. Tras convertir a la India de un patrón plata a un patrón oro en 1892, el gobierno había caído en un patrón cambio-oro, en lugar del patrón moneda-oro completo que habían marcado Gran Bretaña y las otras principales naciones occidentales. El oro no se acuñaba como moneda o estaba disponible en la India y las reservas indias de oro para rupias se mantenían como apuntes en libras esterlinas en Londres en lugar de en oro real.

Para la mayoría de los funcionarios, esta disposición era solo una medida a medio camino hacia un ulterior patrón oro completo, pero Keynes alabó el nuevo patrón cambio-oro como progresista, científico y en la dirección hacia una divisa ideal. Haciéndose eco de opiniones inflacionistas de siglos, opinaba que la moneda de oro “desperdiciaba” recursos, que podrían “economizarse” con papel y dinero extranjero.

Sin embargo lo esencial es que un falso patrón oro, como debe ser un patrón cambio-oro, da muchas más posibilidades de una gestión e inflación monetaria a los gobiernos centrales. Quita el poder a la gente sobre el dinero y entrega dicho poder al gobierno. Keynes alababa el patrón oro por permitir una mucho mayor “elasticidad” (una palabra codificada para la inflación monetaria) del dinero en respuesta a la demanda. Además, alabó en 1903 concretamente el informe de una comisión del gobierno de EEUU que defendía un patrón cambio-oro en China y otros países con plata del Tercer Mundo, una maniobra de economistas y políticos progresistas para incluir a esas naciones en un bloque del dólar oro dominado y dirigido por EEUU (Keynes 1971: pp. 60-85; ver también Parrini y Sklar 1983; Rosenberg 1985).

De hecho Keynes anhelaba explícitamente que llegara un tiempo en que el patrón oro desaparecería completamente, para ser reemplazado por un sistema más “científico” basado en una pocas divisas claves en papel moneda. “La preferencia por una moneda de reserva tangible”, opinaba Keynes, es “una reliquia de un tiempo en que los gobiernos eran menos fiables en esos asuntos de lo que lo son ahora” (1971: p. 51). Aquí está el anticipo del famoso rechazo de Keynes por el oro como una “reliquia bárbara”. Más en general, las primeras opiniones monetarias de Keynes presagiaban el desastroso patrón cambio-oro diseñado por Gran Bretaña durante la década de 1920, así como el profundamente defectuoso plan de Bretton Woods de un dólar-oro dirigido impuesto por Estados Unidos (con la ayuda de Gran Bretaña y Lord Keynes) al final de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo el economista de Cambridge no se contentaba con defender el status quo del cambio-oro en la India. Creyendo que la marcha hacia una inflación controlada no se producía suficientemente rápido, pedía la creación de un banco central (o “banco del Estado”) para la India, permitiendo así la centralización de las reservas, mucha más elasticidad monetaria y mucha más expansión monetaria e inflación. Aunque fue incapaz de convencer a la Comisión Real de que se posicionara en apoyo de un banco central, fue muy influyente en su informe final.

El informe incluía su opinión sobre el banco central en un apéndice y Keynes también lideraba el duro interrogatorio de los testimonios a favor del patrón oro y contra el banco central. Una interesante nota a pie de página en el asunto fue la reacción al apéndice de Keynes sobre banca central por parte de su antiguo profesor, Alfred Marshall. Marshall escribió a Keynes que estaba “embelesado por él como prodigio de trabajo constructivo” (ibíd.: p. 268).

A Keynes generalmente le gustaba abordar la teoría económica para resolver problemas prácticos. Su motivo principal para ocuparse de la cuestión de la moneda india era defender la obra de su primer y más importante padrino político, Edwin Samuel Montagu, de las influyentes familias Montagi y Samuel de la banca internacional londinense. Montagu había sido presidente de la Cambridge Union, la sociedad universitaria de debate, cuando Keynes era universitario y Keynes se convirtió en uno de sus favoritos. En las elecciones generales de 1906, Keynes hizo campaña para la exitosa campaña de Montagu por un escaño parlamentario como liberal.

A finales de 1912, cuando Montagu era Subsecretario de Estado para la India, se produjo un escándalo en las finanzas indias. El gobierno indio, del que Montagu era el segundo al mando, hay contratado secretamente con la empresa bancaria Samuel Montagu and Company una compra de plata. Resultó que había una gran carga de nepotismo en este contrato. Lord Swaythling, un socio importante en la empresa, era el padre del subsecretario Edwin S. Montagu; otro socio, Sir Stuart Samuel, era el hermano de Herbert Samuel, director general de correos del gobierno Asquith (ver Skidelsky 1983: p. 273).

Vendiendo la Teoría General

La teoría general fue, al menos a corto plazo uno de los libros de éxito más deslumbrante de todos los tiempos. En unos pocos años, su “revolucionaria” teoría había conquistado a la profesión económica, mientras que la economía pasada de moda se mandaba, sin honores ni loas, al basurero de la historia.

¿Cómo se logró esto? Keynes y sus seguidores dirían, por supuesto, que la profesión simplemente aceptó una verdad sencillamente evidente. Y aún así La teoría general no era verdaderamente revolucionaria en absoluto sino sencillamente falacias mercantilistas e inflacionistas viejas y a menudo refutadas vestidas con brillantes nuevos ropajes, llena de jerga recién inventada y en buena parte incomprensible. Entonces ¿cómo tuvo este éxito?

Parte de la razón, como ha apuntado Schumpeter, es que los gobiernos, así como el clima intelectual de la década de 1930 estaban maduros para esta conversión. Los gobiernos siempre buscan nuevas fuentes de ingresos y nuevas formas de gastar dinero, a menudo no sin desesperación; y aún así la ciencia económica, durante más de un siglo había advertido agriamente contra la inflación y el gasto en déficit, incluso en tiempos de recesión.

Los economistas (a quienes Keynes iba a englobar en una categoría y considerar desdeñosamente como “clásicos” en La teoría general) eran los gruñones de la fiesta, echando sombras a los intentos del gobierno de aumentar su gasto. Ahora venía Keynes, con su moderna economía “científica” diciendo que los antiguos economistas “clásicos” estaban completamente equivocados: que por el contrario, la tarea moral y científica del gobierno era gastar, gastar y gastar, incurrir en déficit sobre déficit para salvar a la economía de vicios como el ahorro y los presupuestos equilibrados y el capitalismo desbocado y generar recuperación de la depresión. ¡Qué bienvenida fue la economía keynesiana por todos los gobiernos del mundo!

Además, los intelectuales en todo el mundo estaban siendo convencidos de que el capitalismo del laissez faire no podía funcionar y de que era responsable de la Gran depresión. El comunismo, el fascismo y las distintas formas de socialismo y economía controlada se hicieron populares por esa razón durante la década de 1930. El keynesianismo se ajustaba perfectamente a este clima intelectual.

Pero había también fuertes razones internas para el éxito de La teoría general. Al vestir su nueva teoría con una jerga impenetrable, Keynes creaba una atmósfera en la que solo los valientes economistas jóvenes podrían entenderla nueva ciencia: ningún economista de más de treinta años podía entender la Nueva Economía. Los economistas mayores, que comprensiblemente no tenían paciencia para las nuevas complejidades, tendían a rechazar La teoría general como algo sin sentido y rechazaban ocuparse de la obra formidablemente incomprensible. Por otro lado, los jóvenes economistas y universitarios, inclinados al socialismo, aprovechaban las nuevas oportunidades y se entregaban a la provechosa tarea de averiguar de qué iba La teoría general.

Paul Samuelson ha escrito acerca de la alegría de tener menos de 30 años cuando se publicó La teoría general en 1936, exultando, con Wordswoth, “La dicha estaba en estar vivo en ese amanecer, pero ser joven era el mismo cielo”. Aún así, este mismo Samuelson que aceptaba entusiastamente la nueva revelación también admitía que La teoría general “es un libro mal escrito, mal organizado. (…) Abunda en embrollos de confusiones. (…) Pienso que no digo nada secreto cuando afirmo solemnemente (a partir de la base los comentarios recogidos personalmente) que nadie más en Cambridge, Massachusetts, realmente sabía de qué iba durante doce o dieciocho meses tras la publicación” (Samuelson [1946] 1948: p. 145; Hodge 1986: pp. 21-22).

Debe recordarse que la ahora familiar cruz keynesiana, los diagramas de IS-LM y el sistema de ecuaciones no estaban disponibles para quienes trataban desesperadamente comprender La teoría general cuando se publicó el libro: de hecho llevó de 10 a 15 años de incontables horas de trabajo humano comprender el sistema keynesiano. A menudo, como en el caso tanto de Ricardo como de Keynes, cuanto más oscuro es el contenido, más éxito tiene el libro, ya que los jóvenes investigadores acuden en masa a él, convirtiéndose en acólitos.

También fue importante para el éxito de La teoría general el hecho de que, igual que una gran guerra crea muchos generales, lo mismo hizo la revolución keynesiana y su ruda eliminación de la anterior generación de economistas creó un gran número de vacantes para jóvenes keynesianos tanto en la profesión como en el gobierno.

Otro factor esencial en el repentino y abrumador éxito de La teoría general fue su origen en la universidad más cerrada del centro nacional económico más dominante en el mundo. Durante un siglo y medio, Gran Bretaña se había arrogado el papel dominante en economía, con Smith, Ricardo y Mill engrandeciendo esta tradición. Hemos visto cómo Marshall estableció su dominio en Cambridge y que la economía que desarrolló fue esencialmente una vuelta a la tradición clásica de Ricardo/Mill.

Como ilustre economista de Cambridge y alumno de Marshall, Keynes tenía una ventaja importante para potenciar el éxito de la ideas de La teoría general. Podemos decir con seguridad que si Keynes hubiera sido un oscuro profesor de economía en una universidad pequeña del Medio Oeste de Estados Unidos, su obra, en el improbable caso de que hubiera encontrado editor, habría sido totalmente ignorada.

En esos días antes de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña, no Estados Unidos era el más prestigioso centro mundial de pensamiento económico. Aunque la economía austriaca había florecido en Estados Unidos antes de la Primera Guerra Mundial (con las obras de David Green, Frank A. Fetter y Herbert J. Davenport), la década de 1920 y principios de la de 1930 fue en buena medida un periodo estéril para la teoría económica. Los institucionalistas antiteóricos dominaron la economía estadounidense durante este periodo, dejando un vacío que fue fácil llenar a Keynes.

También importante para su éxito fue la tremenda talla  de Keynes como intelectual y líder político-económico en Gran Bretaña, incluyendo su importante papel como participante, y luego severo crítico del tratado de Versalles. Como miembro de Bloomsbury, era asimismo importante en los círculos culturales y artísticos británicos.

Además, debemos darnos cuenta de que en los días previos a la Segunda Guerra Mundial solo una pequeña minoría en cada país iba a la universidad y que el número de universidades era al tiempo pequeño y concentrado geográficamente en Gran Bretaña- En consecuencia, había pocos economistas o profesores de economía británicos y todos se conocían entre sí. Esto creaba un amplio espacio para que la personalidad y el carisma ayudaran a convertir a la profesión a la doctrina keynesiana.

La importancia de esos factores externos como el carisma personal, la política y el oportunismo en la carrera fueron particularmente fuertes entre los discípulos de F.A. Hayek en la London School of Economics. Durante los principios de la década de 1930, Hayek en la LSE y Keynes en Cambridge fueron las antípodas en la economía británica, con hayek convirtiendo a muchos de los principales economistas jóvenes británicos a la teoría austriaca (es decir, misesiana) monetaria, del capital y del ciclo económico.

Además, Hayek, en una serie de artículos, había demolido brillantemente el trabajo previo de Keynes, su obra en dos volúmenes Tratado del dinero, y muchas de las falacias que exponía Hayek se aplicaban igualmente bien a La teoría general (ver Hayek, 1931a, 1931b, 1932). Por tanto, para los alumnos y seguidores de Hayek debe decirse que lo sabían bien. En el ámbito de la teoría, ya habían sido inmunizados contra La teoría general. Y aún así, a finales de la década de 1930, todos los seguidores de Hayek se habían pasado al bando keynesiano, incluyendo a Lionel Robbins, John R. Hicks, Abba P. Lerner, Nicholas Kaldor, G.L.S. Shackle y Kenneth E. Boulding.

Tal vez la conversión más asombrosa fuera la de Lionel Robbins: Solo Robbins se había convertido a la metodología misesiana al tiempo que a la teoría monetaria y del ciclo económico, sino que asimismo había sido un activista radical pro-austriaco. Converso desde su asistencia al privatseminar de Mises en Viena en la década de 1920, Robbins, altamente influyente en el departamento de economía de la LSE había tenido éxito en traer a Hayek a la LSE en 1931 y en traducir y publicar las obras de Hayek y Mises.

A pesar de ser un crítico desde hacía mucho tiempo de la doctrina keynesiana antes de La teoría general, la conversión de Robbins al keynesianismo aparentemente se fraguó cuando trabajó como colega de Keynes en la planificación económica en tiempo de guerra. Hay en el diario de Robbins una nota decidida de éxtasis que tal vez contribuyera a su asombrosa humillación al repudiar su obra misesiana, La Gran Depresión (1934).

El repudio de Robbins se publicó en su Autobiografía de 1971: “siempre consideraré este aspecto de mi disputa con Keynes como el mayor error de mi carrera profesional y el libro que escribí como consecuencia, La Gran Depresión, en parte como justificación de esta actitud, como algo que desearía que se olvidara”. (Robbins 1971: p. 154). Las anotaciones en el diario de Robbins sobre Keynes durante la Segunda Guerra Mundial solo pueden considerarse una visión personal absurdamente entusiasta. Aquí está Robbins en una conferencia preparatoria previa a Bretton Woods en Atlantic City en 1944:

Keynes estaba en su modo más lúcido y persuasivo: y el efecto era irresistible (…). Keynes debe ser uno de los hombres más notables que haya vivido nunca: la rápida lógica, la amplia visión, sobre todo la incomparable sensación del ajuste de las palabras, todo se combina para hacer algo varios grados más allá del límite de los logros humanos ordinarios. (Ibíd.: p. 193).

Solo Churchill, continúa diciendo Robbins, es de una estatura comparable. Pero Keynes es mayor, pues él

utiliza el estilo clásico de nuestra vida y lenguaje, es cierto, pero se ve atravesado por algo que no es tradicional, una cualidad única no terrenal de la que uno solo puede decir que es puro genio. Los estadounidenses se sentaban en trance mientras el visitante, como un dios, cantaba y la luz dorada le rodeaba. (Ibíd.: p. 208-212 cf. Hession 1984: p. 342).

Este tipo de adulación solo puede significar que Keynes poseía algún tipo de fuerte magnetismo personal al que era susceptible Robbins.XXX

Esencial en la estrategia de Keynes de engañar con La teoría general había dos afirmaciones: primero, que estaba revolucionando la teoría económica, y segundo, que era el primer economista (aparte de unos pocos personajes “subterráneos”, como Silvio Gesell) que se concentraba en el problema del desempleo. Todos los economistas anteriores, a los que despreciaba conjuntamente como “clásicos”, decía, suponían un pleno empleo e insistían en que le dinero no era sino un “velo” para los procesos reales y por tanto no era una presencia perturbadora en la economía.

Uno de los conceptos más desafortunados de Keynes fue su errónea interpretación de la historia del pensamiento económico, ya que su devota legión de seguidores aceptó las erróneas opiniones de Keynes en La teoría general como la última palabra sobre el asunto. Algunos de los errores altamente influyentes de Keynes pueden atribuirse a la ignorancia, ya que tuvo poca formación en la materia y principalmente leía obras de sus colegas de Cambridge. Por ejemplo, es un burdamente distorsionado resumen de la ley de Say (“la oferta crea su propia demanda”), crea un hombre de paja y procede a demolerlo con facilidad (1936: p. 18).

Esta reescritura errónea y engañosa de la ley de Say fue posteriormente repetida (sin citar a Say o a cualquiera de los demás defensores de la ley) por Joseph Schumpeter, Mark Blaug, Axel Leijonhufvud, Thomas Sowell y otros. Una mejor formulación de la ley es que la oferta de un bien constituye demanda de uno o más de otros bienes (ver Hutt 1974: p. 3).

Pero no puede alegarse ignorancia en la afirmación de Mises de que él era el primer economista en tratar de explicar el desempleo o superar la suposición de que el dinero es un mero velo que no ejerce ninguna influencia importante en el ciclo económico de la economía. Aquí debemos atribuir a Keynes una deliberada campaña de mendacidad y engaño, que hoy podría llamarse eufemísticamente como “desinformación”.

Keynes sabía muy bien de la existencia de las escuelas austriaca y de la LSE, que habían florecido en Londres ya en la década de 1920 y más evidentemente desde 1931- Él mismo había debatido con Hayek, el principal austriaco en la LSE, en las páginas de Economica, la revista de la LSE. Los austriacos en Londres atribuían el desempleo a gran escala a mantener los salarios por encima del nivel de mercado al combinar acción sindical y gubernamental (por ejemplo, con pagos de seguro de desempleo extraordinariamente generosos).

Las recesiones y ciclos económicos se atribuían a la expansión monetaria y del crédito bancario, alimentada por el banco central, que ponía los tipos de interés por debajo de los niveles de reales de preferencia temporal y creaban sobreinversión en bienes de capital de orden superior. Éstos tenían que liquidarse luego mediante una recesión, que a su vez se producirá cuando se detenga la expansión del crédito. Aunque no estuviera de acuerdo con este análisis, es inconcebible  que Keynes ignorara la misma existencia de esta escuela de pensamiento entonces prominente en Gran Bretaña, una escuela que nunca se hubiera construido ignorando el impacto de la expansión monetaria sobre el estado real de la economía.#

Con el fin de conquistar el mundo de la economía con su nueva teoría, era crítico para Keynes destruir a sus rivales dentro de la misma Cambridge. En su mente, quien controlaba Cambridge controlaba el mundo. Su rival más peligroso era el sucesor elegido de Marshall y antiguo profesor de Keynes, Arthur C. Pigou. Keynes empezó su campaña sistemática de destrucción contra Pigou cuando Pigou rechazó su posición previa en el Tratado del dinero, momento en que Keynes también rompió con su antiguo alumno e íntimo amigo Dennis H. Robertson, por rechazar alinearse contra Pigou.

El error más clamoroso de La teoría general y uno que sus discípulos aceptaron sin cuestionarlo, es la absurda explicación de la opinión de Pigou sobre el dinero y el desempleo en la identificación de Pigou como el principal economista “clásico” contemporáneo que supuestamente creía que siempre hay pleno empleo y que el dinero es meramente un velo que no causa disrupciones en la economía, ¡esto sobre un hombre que escribió Fluctuaciones industriales en 1927 y Teoría del desempleo en 1933, en las que explica extensamente el problema del desempleo! Además, en un libro posterior, Pigou repudia explícitamente la teoría del velo monetario y destaca la esencial centralidad del dinero en la actividad económica.

Así que Keynes arremetió contra Pigou supuestamente por sostener la “convicción (…) de que el dinero no supone ninguna diferencia real excepto friccionalmente y que la teoría del desempleo puede deducirse (…) como si se basara en intercambios ‘reales’”. Todo un apéndice al capítulo 19 de La teoría general está dedicado a atacar a Pigou, incluyendo la afirmación de que escribía solo en términos de intercambios y salarios reales, no salarios monetarios y en que solo asumía niveles salariales flexibles (Keynes 1936: pp. 19-20, pp. 272-279).

Pero, como apunta Andrew Rutten, Pigou realizó un análisis “real” solo en la primera parte de su libro: en la segunda parte, no solo introducía el dinero sino que apuntaba que cualquier abstracción del dinero distorsiona el análisis y que el dinero es crucial para cualquier análisis del sistema de intercambio. El dinero, dice, no puede abstraerse ni actuar de manera neutral, así que “la tarea de esta parte debe ser determinar de qué forma el factor monetario hace que la cantidad media y la fluctuación en el empleo sean distintos de los que habrían sido en otro caso”.

Por tanto, añadía Pigou, “es ilegítimo abstraerse del dinero [y] dejar todo lo demás igual. La abstracción propuesta es del mismo tipo que supondría pensar quitando el oxígeno de la tierra  y suponer que la vida humana continúa existiendo” (Pigou 1933: pp. 185, 212).# Pigou analizaba extensamente la interacción de la expansión monetaria y los tipos de interés junto con los cambios en las expectativas y explicaba explícitamente el problema de los salarios monetarios y los precios y salarios “rígidos”.

Así que está claro que Keynes tergiversó seriamente la postura de Pigou y que esta tergiversación era deliberada, ya que si Keynes había leído cuidadosamente a algunos economistas, sin duda leyó a los más importantes de Cambridge, como era Pigou. Aún así, como escribe Rutten, “Estas conclusiones no deberían ser una sorpresa, ya que hay bastantes evidencias de que Keynes y sus seguidores tergiversaron a sus predecesores” (Rutten 1989: p. 14). El hecho de que Keynes se dedicara a un engaño sistemático y de que sus sucesores continuaran repitiendo el cuento de hadas acerca del ciego “clasicismo” de Pigou muestra que hay una razón más profunda para la popularidad de su leyenda en círculos keynesianos. Como escribe Rutten:

Hay una posible explicación de la repetición del cuento de Keynes y los clásicos. (…) Es que el cuento habitual es popular porque ofrece simultáneamente una explicación y una justificación del éxito de Keynes: sin la Teoría General seguiríamos estando en la edad oscura de la economía. En otras palabras, el cuento de Keynes y los Clásicos es una evidencia para la Teoría General. De hecho su uso sugiere que puede ser la evidencia más convincente disponible. En este caso, la prueba de que Pigou no sostenía la postura a él atribuida es (…) una evidencia contra Keynes. (…) [Esta conclusión] genera la seria pregunta del estado metodológico de una teoría que de basa tan fuertemente en una evidencia falsificada. (ibíd.: p. 15).

En su crítica de La teoría general, Pigou fue adecuadamente desdeñoso acerca de la “macedonia de tergiversaciones” de Keynes y aún así fue tal el poder de esta marea de opinión (o del carisma de Keynes) que para 1950, tras la muerte de Keynes, Pigou había realizado el mismo tipo de abyecta retractación en la que se vio envuelto Lionel Robbins, a quien Keynes había intentado por mucho tiempo hacer que luchara a su favor. (Pigou 1950; Johnson y Johnson 1978: p. 179; Corry 1978: p. 11-12).

Pero Keynes empleó tácticas en la venta de La teoría general distintas de la confianza en su carisma y el engaño sistemático. Se ganó el favor de sus estudiantes alabándoles de forma extravagante y les colocó deliberadamente contra los no keynesianos en a facultad de Cambridge ridiculizando a sus colegas delante de sus estudiantes y animándoles a acosar a sus colegas de facultad. Por ejemplo, Keynes incitaba a sus alumnos con particular saña contra Dennis Robertson, su antiguo amigo.

Como Keynes sabía demasiado bien, Robertson era dolorosa y extraordinariamente tímido, hasta el punto de comunicare con su veterano y fiel secretario, cuya oficina estaba contigua a la suya, solo mediante memorandos escritos. Las lecciones de Robertson estaban completamente escritas por adelantado y a causa de su timidez rechazaba responder a cualquier pregunta o implicarse en cualquier discusión con sus estudiantes o sus colegas. Así que era una tortura especialmente diabólica para los discípulos radicales de Keynes, liderados por Joan Robinson y Richard Kahn, perseguir y burlarse de Robertson, acosándolo con preguntas maliciosas y retándolo a debatir (Johnson y Johnson 1978: p. 136 y ss.).

La economía política de Keynes

En La teoría general Keynes establecía una sociología político-económica , dividiendo a la población de cada país en varias clases económicas rígidamente separadas, cada una con sus propias leyes de comportamiento y características, cada una conllevando su propia evaluación moral. Primero está la masa de los consumidores: bobos, robóticos, con su comportamiento fijo y totalmente determinado por fuerzas externas. En expresión de Keynes, la fuerza principal es una proporción rígida de su renta real, a saber, su “función de consumo” determinada.

Segundo, hay un subgrupo de consumidores, un problema eterno para la humanidad: los insufribles ahorradores burgueses, quienes practican las sólidas virtudes puritanas  del ahorro y la previsión, a quienes Keynes, el aspirante a aristócrata, despreció toda su vida. Todos los economistas anteriores, incluyendo ciertamente a Smith, Ricardo y Marshall, habían alabado a los ahorradores por crear capital a largo plazo y por tanto ser responsables de las enormes mejoras a largo plazo en el nivel de vida de los consumidores. Pero Keynes, en juego de prestidigitación, negó el enlace evidente entre ahorro e inversión, afirmando por el contrario que ambos no tienen relación.

De hecho, escribió, los ahorros son una rémora para el sistema: “drenan” la corriente de gasto, causando así recesión y desempleo. Por tanto Keynes, como Mandeville a principios del siglo XVIII fue capaz de condenar el ahorro: por fin obtuvo su revancha de la burguesía.

Pero asimismo al separar los rendimientos de intereses del precio del tiempo o de la economía real y hacerlos solo un fenómeno monetario, Keynes podía defender, como eje de su programa político básico, la “eutanasia de la clase rentista”: es decir, la expansión del estado de la cantidad de dinero suficiente como para rebajar el tipo de interés hasta cero, acabando así por fin con los odiosos acreedores. Debería advertirse que Keynes no quería acabar con la inversión: por el contrario, mantenía que los ahorros y la inversión eran fenómenos separados. Así podía defender rebajar el tipo de interés a cero como medio para maximizar la inversión mientras que se minimizaba (si no se erradicaba) el ahorro.

Como afirmaba que el interés era puramente un fenómeno monetario, Keynes podía asimismo separar luego la existencia de un tipo de interés de la escasez de capital. De hecho, creía que el capital realmente no es escaso en absoluto. Así que Keynes declaraba que su sociedad preferida “significaría la eutanasia del rentista y consecuentemente la eutanasia de acumulativo poder opresivo del capitalista para explotar el valor de escasez del capital”.

Pero el capital no es realmente escaso: “El interés hoy no recompensa ningún sacrificio real, no más que la renta de la tierra. El propietario del capital puede obtener intereses porque el capital es escaso, igual que el propietario de la tierra puede obtener renta porque la tierra es escasa. Pero mientras que puede haber razones intrínsecas para la escasez de tierra, no hay razones intrínsecas para la escasez de capital”. Por tanto “podríamos apuntar en la práctica (…) a un aumento en el volumen de capital hasta que deje de ser escaso, de forma que el inversor sin funciones [el rentista] ya no reciba una prima”. Keynes dejaba claro que buscaba una aniquilación gradual del rentista “sin funciones”, en lugar de cualquier tipo de trastorno repentino (Keynes 1936: pp. 375-376; ver también Hazlitt [1959] 1973: pp. 379-384).XXX

Luego Keynes se ocupaba de la tercera clase económica, hacia la cual estaba algo mejor dispuesto: los inversores. En contraste con los pasivos y robóticos consumidores, los inversores no están determinados por una función matemática externa. Por el contrario, están llenos de libre voluntad y activo dinamismo. Tampoco son una mala rémora en la maquinaria económica, como son los ahorradores. Son importantes contribuidores al bienestar de todos.

En todo caso, aquí hay un problema. A pesar de ser dinámicos y estar llenos de libre voluntad, los inversores son criaturas erráticas con su propio humor y caprichos. En resumen, son productivos pero irracionales. Se ven condicionados por sus humores psicológicos y “espíritus animales”. Cuando los inversores se sienten animados y tienen altos sus espíritus animales, invierten mucho, pero demasiado; excesivamente optimistas, gastan demasiado y producen inflación. Pero Keynes, especialmente en La teoría general, no estaba realmente interesado en la inflación: le preocupaban el paro y la recesión, causados en su opinión descarnadamente superficial, por humores pesimistas, pérdida del espíritu animal y por tanto escasa inversión.

El sistema capitalista está, por tanto, en un estado de macroinestabilidad inherente. Tal vez la economía de mercado funciones suficientemente bien a nivel micro de oferta y demanda. Pero en el mundo macro, va a la deriva: no hay ningún mecanismo interno que evite que su gasto agregado sea o demasiado bajo o demasiado alto, por lo que causa recesión y desempleo o inflación.

Resulta interesante que Keynes llegara a esta interpretación del ciclo económico como buen marshalliano. Ricardo y sus seguidores de la Currency School creían correctamente que los ciclos económicos se generaban por expansiones y contracciones del crédito económico y la oferta monetaria, generados por un banco central, mientras que sus oponentes de la Banking School creían que las expansiones del dinero y el crédito bancario eran simplemente efectos pasivos de auges y declives y que la causa real de los ciclos económicos era la fluctuación en la especulación empresarial y las expectativas de beneficio, una explicación muy similar a la teoría posterior de Pigou de los cambios en el humor psicológico y el foco de Keynes en los espíritus animales.

John Stuart Mill había sido una fiel ricardiano excepto es esta área crucial. Siguiendo a su padre, Mill había adoptado la teoría causal de los ciclos económicos de la Banking School, que fue luego adoptada por Marshall (Trescott 1987; Penman 1989: pp. 88-89).

Para encontrar una salida, Keynes presentaba una cuarta clase de sociedad. Al contrario que los robóticos e ignorantes consumidores, este grupo se describe como lleno de libre voluntad, activismo y conocimiento de los asuntos económicos. Y al contrario que los desventurados inversores, no son gente irracional, sujetos a cambios de humor y espíritus animales: por el contrario son supremamente racionales, así como cultos, capaces de planificar lo que es mejor para la sociedad en el presente así como en el futuro.

Esta clase, esta deus ex machina externa al mercado es por supuesto el aparato del estado, encabezado por su élite gobernante natural y guiada por la versión moderna científica de los reyes filósofos platónicos. En resumen, los líderes del gobierno, guiados firme y sabiamente por economistas y científicos sociales keynesianos (naturalmente encabezados por el propio gran hombre), lo arreglarían todo. En la política y sociología de en La teoría general, todos los cabos de la vida y pensamiento de Keynes están fuertemente atados.

Y así el estado, liderado por sus mentores keynesianos gestiona la economía, controla a los consumidores ajustando impuestos y rebajando el tipo de interés a casi cero y, en particular, realizando “una especie de socialización omnicomprensiva de la inversión”. Keynes sostenía que esto no significaba un socialismo de estado total, apuntando que

no es la propiedad de los instrumentos de producción lo importante a asumir por el Estado. Si el Estado es capaz de determinar la cantidad agregada de recursos dedicados a aumentar los instrumentos y el tipo de remuneración básica para aquéllos que los posean, habrá realizado todo lo que es necesario. (Keynes 1936: p. 378).

Sí, dejemos que el estado controle completamente la inversión, su cantidad y tipo de retorno además del tipo de interés; luego Keynes permitiría a los individuos privados retener la propiedad formal de forma que, dentro de la matriz general de control y dominio del estado, podría seguir reteniendo “un amplio campo para el ejercicio de la iniciativa y la responsabilidad privadas”. Como dice Hazlitt:

La inversión es una decisión clave en la operación de cualquier sistema económico. Y la inversión pública es una forma de socialismo. Solo la confusión del pensamiento o una deliberada duplicidad negarían esto. Porque el socialismo, como les diría a los keynesianos cualquier diccionario, significa la propiedad y control de los medios de producción por parte del gobierno. Bajo el sistema propuesto por Keynes, el gobierno controlaría toda la inversión en los medios de producción y sería propietario de la parte que haya invertido directamente. Es en el mejor de los casos una mera confusión, por tanto, presentar los métodos keynesianos como una alternativa de libre empresa o “individualista” al socialismo. (Hazlitt [1959] 1973: p. 388; cf. Brunner 1987: pp. 30, 38).

Hubo un sistema que se hizo preeminente y estuvo de moda en Europa durante las décadas de 1920 y 1930 que estaba precisamente marcado por esta característica keynesiana deseada: propiedad privada, sujeta a control y planificación omnicomprensivos del gobierno. Era, por supuesto, el fascismo.

¿Dónde se situaba Keynes respecto del fascismo abierto? A partir de la dispersa información ahora disponible, no debería sorprender que Keynes fuera un entusiasta defensor del “espíritu de empresa” de Sir Oswald Mosley, fundador y líder del fascismo británico, al pedir un “plan económico nacional” omnicomprensivo a finales de la década de 1930. En 1933 Virginia Woolf escribía a un amigo íntimo que temía que Keynes se estuviera convirtiendo a “una forma de fascismo”. El mismo año, al pedir una autosuficiencia nacional a través del control del estado, Keynes opinaba que “tal vez a Mussolini le estén creciendo las muelas del juicio” (Keynes 1930b, 1933: p. 766; Johnson y Johnson 1978: p. 22; sobre la relación entre Keynes y Mosley, ver Skidelsky 1975: pp. 241, 305-306; Mosley 1968: pp. 178, 207, 237-238, 253; Cross 1963: pp. 35-36).

Pero la evidencia más convincente de la fuerte inclinación fascista de Keynes fue el prólogo especial que preparó para la edición alemana de La teoría general. Esta traducción alemana, publicada a finales de 1936, incluía un prólogo especial para los lectores alemanes de Keynes y el régimen nazi bajo el que se publicó. No es soprendente que la idólatra Vida de Keynes de Harrod no haga ninguna mención a este prólogo, aunque fue incluido dos décadas más tarde en el séptimo volumen de la Obras escogidas junto con sus prólogos a las ediciones japonesa y francesa.

El prólogo alemán, que apenas ha recibido comentarios extensos por parte de los exégetas keynesianos, incluye las siguientes declaraciones de Keynes: “En todo caso la teoría de la producción en su conjunto, que es lo que el siguiente libro pretende ofrecer, es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario, que la teoría de la producción y distribución de una producción dada bajo condiciones de libre competencia y de laissez faire” (Keynes 1973 [1936]: p. xxvi. Cf. Martin 1971: pp. 200-205; Hazlitt [1959] 1973: p. 277; Brunner 1987: p. 38 y ss..; Hayek 1967: p. 346).

Respecto del comunismo, Keynes era menos entusiasta. Por un lado, admiraba a los jóvenes e intelectuales comunistas ingleses de finales de la década de 1930 porque le recordaban, por raro que parezca, a los “típicos caballeros ingleses inconformistas que (…) hicieron la reforma, lucharon en la gran rebelión, ganaron nuestras libertades civiles y religiosas y humanizaron a las clases trabajadoras en el último siglo”. Por otro lado, criticaba a los jóvenes comunistas de Cambridge por el reverso de la moneda de la reforma/la gran rebelión: eran puritanos. El antipuritanismo de toda la vida de Keynes aparecía en la pregunta. ¿Se desilusionaban los estudiantes de Cambridge cuando iban a Rusia y la “encontraban terriblemente incómoda? Por supuesto que no. Es lo que están buscando” (Hession 1984: p. 265).

Keynes rechazaba firmemente el comunismo tras su propia visita a Rusia en 1925. No le gustaron el terror y el exterminio masivos, causados en parte por la velocidad de la transformación revolucionaria y en parte, también, opinaba Keynes, por “cierta bestialidad en la naturaleza rusa, o en las naturalezas rusa y judía cuando, como ahora, se alían”. También tenía serías dudas de que “el comunismo ruso” fuera capaz de “hacer a los judíos menos avariciosos” (Keynes 1925: pp. 37, 15).

De hecho Keynes era antisemita desde hacía mucho.# En Eton, Maynard escribió un ensayo titulado “Las diferencias entre Oriente y Occidente” en el que condenaba a los judíos como gente oriental que, a causa de “instintos profundamente enraizados que son antagónicos y por tanto repulsivos para los europeos”, ya no podían ser asimilados por la civilización occidental como no puede forzarse a los gatos a amar a los perros (Skidelsky, 1986: p. 92). Más tarde, como funcionario británico en la conferencia de paz de París, Keynes escribió de su gran admiración por el brutal ataque antisemita Lloyd George sobre el ministro francés de finanzas, Louis-Lucien Klotz, que había tratado de exprimir a los derrotados alemanes para obtener más oro a cambio de aliviar el bloqueo aliado de alimentos.

Primero, aquí está la descripción de Klotz por Keynes: “Un judío, bajo, rechoncho y con gran bigote, bien vestido, bien conservado, pero con un ojos inquieto, errante y con sus hombros algo inclinados con un desprecio instintivo”. Luego Keynes describía el dramático momento:

Lloyd George siempre le había odiado y ahora mostraba en un santiamén que podía matarle. Hombres y mujeres se morían de hambre, gritaba, y aquí estaba M. Klotz haciendo el imbécil con su “ooro”. Se inclinó hacia delante y con un gesto de sus manos y mostró ante todos el gesto la imagen de un espantoso judío aferrando una bolsa de dinero. Sus ojos brillaban y las palabras salían sin contemplaciones tan violentas que casi parecían escupirle. El antisemitismo, no lejano bajo la superficie de una asamblea como ésa, estaba en los corazones de todos. Todos miraban a Klotz con un momentáneo desdén y odio: el pobre hombre se encorvaba en si asiento visiblemente atemorizado. Apenas sabíamos lo que estaba diciendo Lloyd George, pero las palabras “ooro” y Klotz se repetían y cada vez con un desdén exagerado.

En ese punto, Lloyd George llegó al clímax de su actuación: dirigiéndose al premier francés, Clemenceau, le advirtió que salvo que los franceses cesaran en sus tácticas obstruccionistas en contra de alimentar a los derrotados alemanes, tres nombres aparecerían en la historia como arquitectos del bolchevismo en Europa, Lenin y Trotsky y… como escribió Keynes, “El Primer Ministro se interrumpió. En toda la sala podíamos ver a todos sonriendo y susurrando a su vecino ‘Klotsky’” (Keynes 1949: p. 229; Skidelsky 1986: 360, 362).

Lo que pasa es que Keynes, a quien nunca antes le había gustado particularmente Lloyd Goerge, se vio convencido por esta muestra de salvaje pirotecnia antisemita de George. “Puede ser asombroso cuando se está de acuerdo con él”, declaraba Keynes. “Nunca había admirado más sus extraordinarios poderes” (1949: p. 225).#

Pero la principal razón del rechazo del comunismo de Keynes era simplemente que apenas podía identificarse con el mugriento proletariado. Como escribió Keynes tras su viaje a la Rusia soviética: “¿Cómo puedo adoptar un credo que, prefiriendo al barro al pez, exalta al zafio proletariado por encima de la burguesía y la intelectualidad que (…) son la calidad en la vida e indudablemente llevan las semillas de todos los progresos humanos?” (Hession 1984: p. 224).

Rechazando el socialismo proletario del Partido Laborista Británico, Keynes dijo algo descarnado similar: “Es una guerra de clases y la clase no es mi clase. (…) La guerra de clases me encontrará en el lado de la burguesía educada” (Brunner 1987: p. 28). John Maynard Keynes fue siempre un miembro de la aristocracia británica y no estaba dispuesto a olvidarlo.

Resumiendo

¿Fue Keynes, como mantuvo Hayek, un “estudioso brillante”? Difícilmente “estudioso”, ya que Keynes leyó poquísima literatura económica: era más un bucanero que tomaba un poco de conocimiento y lo usaba para imponer al mundo su personalidad y falsas ideas, con una actuación continuamente alimentada por una arrogancia al borde de la egolatría. Pero Keynes tuvo la fortuna de nacer dentro de la élite británica, ser educado dentro de los más altos círculos económicos (Eton/Cambridge/Apóstoles) y ser elegido especialmente por el poderoso Alfred Marshall.

Tampoco “brillante” es una palabra muy apropiada. Está claro que Keynes fue bastante brillante, pero sus cualidades más importantes fueron su arrogancia, su ilimitada autoconfianza y su ávida voluntad de poder, de dominación, de abrirse camino en las artes, las ciencias sociales y el mundo de la política.

Además, tampoco puede considerarse a Keynes como un “revolucionario” en ningún sentido real. Poseía la inteligencia táctica para disfrazar antiguas falacias estatistas e inflacionistas con jerga pseudocientífica moderna, haciendo que parecieran los últimos descubrimientos de la ciencia económica. Keynes era por tanto capaz de subirse a la ola del estatismo y el socialismo, de las economías gestionadas y planificadas. Keynes eliminó el antiguo papel de la teoría económica como aguafiestas para planes inflacionistas y estatistas, liderando una nueva generación de economistas hacia el poder académico y el dinero y los privilegios políticos.

Un término más apropiado para Keynes sería “carismático” (no en el sentido de conseguir la lealtad de millones, sino de ser capaz de embaucar y seducir a gente importante), de padrinos a políticos a estudiantes e incluso a economistas opositores. Un hombre que pensaba y actuaba en términos de poder y dominación brutal, que vilipendiaba el concepto de principio moral, que fue un enemigo eterno y declarado de la burguesía, los acreedores y de la clase media ahorradora, que fue un mentiroso sistemático, retorciendo la verdad para ajustarla a su planes, que fue un fascista y un antisemita, Keynes fue sin embargo capaz de convencer a oponentes y competidores.

A pesar de que animaba a sus estudiantes contra sus colegas, era capaz de engañar a esos mismos colegas para que se rindieran intelectualmente. Acosando y machacando injustamente a Pigou, Keynes fue aún así capaz al menos más allá de la tumba, de arrancar una abyecta retractación de su viejo colega. Igualmente inspiró a su antiguo enemigo Linel Robbins a alabarlo absurdamente en su diario acerca del halo dorado alrededor la cabeza “de dios” de Keynes. Fue capaz de convertir al keynesianismo a bastantes hayekianos y misesianos que deberían haber tenido más conocimiento (e indudablemente lo tenían): además de Abba Lerner, John Hicks, Kenneth Boulding, Nicholas Kaldor y G.L.S. Shackle en Iglaterra, estuvieron también Fritz Machlup y Gottfried Haberler de Viena, que recalaron en Johns Hopkins y Harvard, respectivamente.

De todos los misesianos de principios de la década de 1930, el único economista completamente libre de verse afectado por la doctrina y personalidad de Keynes fue el propio Mises. Y Mises, en Ginebra y luego durante años en Nueva York sin un puesto de profesor, fue eliminado de la escena académica influyente. A pesar de que Hayek se mantuvo antikeynesiano, también se vio afectado por el carisma de Keynes. A pesar de todo, Hayek estaba orgulloso de calificar a Keynes de amigo y de hecho promovió la leyenda de que Keynes, al final de su vida, iba a renegar de su propio keynesianismo.

La evidencia de la supuesta conversión en el último momento de Keynes es notablemente débil (basada en dos acontecimientos en los últimos años de la vida de Keynes). Primero, en junio de 1944, tras leer Camino de servidumbre, Keynes, entonces en el pináculo de su carrera como planificador del gobierno en tiempo de guerra mandó una nota a Hayek calificándolo como “un gran libro (…) moral y filosóficamente me veo de acuerdo con prácticamente todo él”. ¿Pero por qué debería esto interpretarse como algo más que una nota educada a un amigo informal con ocasión de su primer libro de éxito popular?

Además, Keynes dejó claro que, a pesar de sus amigables palabras, nunca aceptó la tesis esencial de la “ladera resbaladiza” de Hayek, es decir, que el estatismo y la planificación central llevaban directos al totalitarismo. Por el contrario, Keynes escribió que “una planificación moderada estará bien si los que la realizan están correctamente alineados en sus ideas y corazones con la parte moral”. Por supuesto, esta frase suena a cierta, pues Keynes siempre creyó que el nombramiento de hombres buenos, es decir, de sí mismo y los técnicos y estadistas de su clase social, era la única salvaguarda necesaria para controlar los poderes de los gobernantes (Wilson 1982: pp. 64 y ss.).

Hayek ofrece otra pequeña evidencia de la supuesta retractación de Keynes, que ocurrió durante su último encuentro con Keynes en 1946, el último año de la vida de éste. Hayek informa:

En un momento de la conversación le pregunté si estaba preocupado o no acerca de algo que estuvieran haciendo sus discípulos con sus teorías. Después de algún comentario de compromiso acerca de las personas afectadas, me aseguró: esas ideas no se necesitaban en el momento en que las emitió. Pero no tenía que alarmarme: si alguna vez se convertían en peligrosas, podía creerla en que volvería a hacer cambiar a la opinión pública, indicando con un rápido movimiento de su mano lo rápidamente que se haría. Pero tres meses después estaba muerto. (Hayek 1967b: p. 348).15

Aún así, esto difícilmente sería un Keynes al borde de la retractación. Más bien es un Keynes añejo, un hombre que siempre pone su ego soberano por encima de cualquier principio, por encima de cualquier mera idea, un hombre entusiasmado con el poder que tenía. Podía cambiar el mundo y haría, enderezarlo chasqueando los dedos, como presumía de hacerlo hecho en el pasado.

Además la declaración era también un Keynes añejo en términos de su opinión sostenida desde hacía tiempo de actuar adecuadamente según estuviera dentro o fuera del poder. En la década de 1930, eminente pero fuera del poder, podía hablar y actuar “un poco salvajemente”, pero ahora que disfrutaba de un ato cargo en el poder, era momento de rebajar el tono hasta la “licencia poética”. Joan Robinson y los demás marxistas keynesianos estaban cometiendo el error, desde el punto de vista de Keynes, de no subordinar sus ideas a los requisitos de su prodigiosa posición de poder.

Así que también Hayek, aunque nunca sucumbió a las ideas de Keynes, sí cayó bajo su carismática palabra. Además de crear la leyenda del cambio de opinión de Keynes, ¿por qué Hayek no demolió La teoría general igual que hizo con el Tratado del dinero de Keynes? Hayek admitió como un error estratégico que no se había preocupado de hacerlo porque era conocido que Keynes cambiaba de ideas, así que Hayek no pensó que La teoría general fuera a durar. Además, como han notado Matk Skousen en el capítulo 1 de este volumen, Hayek aparentemente se anduvo con miramientos en la década de 1940 para evitar interferir la financiación keynesiana británica del esfuerzo de guerra, sin duda un ejemplo desafortunado de la verdad sufriendo a manos de una supuesta eficacia política.

Los economistas posteriores continuaron labrando una línea revisionista, manteniendo absurdamente que Keynes fue sencillamente un pionero benigno de la teoría de la incertidumbre (Shackle y Lachmann) o que fue un profeta de la idea de que los costes de investigación eran muy importantes en el mercado laboral (Clower y Leijonhufvud). Nada de esto es cierto. Que Keynes fue un keynesiano (de ese muy ridiculizado sistema keynesiano ofrecido por Hicks, Hansen, Samuelson y Modigliani) es la única explicación que tiene algún sentido en la economía keynesiana.

Aún así Keynes fue mucho más que un keynesiano. Por encima de todo, fue la extraordinariamente perniciosa y maligna figura que hemos examinado en este capítulo: un Maquiavelo estatista encantador por hambriento de poder, que encarnó algunas de las tendencias e instituciones más malévolas del siglo XX.

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