[Este artículo apareció por primera vez en The Libertarian Forum, el 1 de enero de 1970.]
Ahora que la Nueva Izquierda ha abandonado su anterior postura no ideológica ancha y flexible, dos ideologías han sido adoptadas como guía teorética por los nuevos izquierdistas: el marxismo-estalinismo, y el anarcocomunismo.
El marxismo-estalinismo desafortunadamente ha conquistado el SDS, pero el anarcocomunismo está seduciendo a muchos izquierdistas que demandan una alternativa a la tiranía burocrática y estatista que ha marcado el camino estalinista.
Y muchos libertarios, en busca de líneas de acción y aliados para emprenderlas, se han sentido atraídos por un credo anarquista que aparentemente exalta la voluntariedad y reivindica la abolición del Estado coercitivo.
Es lamentable, sin embargo, desatender y perder de vista los propios principios en el afán por encontrar aliados para acciones tácticas específicas.
El anarcocomunismo, ya sea en su forma Bakunin-Kropotkin original o en su actual variedad irracionalista y «posescasez», es el polo opuesto de los genuinos principios libertarios.
Si hay algo, por ejemplo, que el anarcocomunismo odia y desprecia más que el Estado son los derechos de propiedad privada; en realidad, la principal razón por la que los anarcocomunistas se oponen al Estado es porque creen fervientemente que es la fuente y el custodio de la propiedad privada y que, por tanto, la abolición de la propiedad pasa por la destrucción del aparato estatal.
No comprenden que el Estado siempre ha sido el mayor enemigo e invasor de los derechos de propiedad.
Asimismo, menospreciando y repudiando el libre mercado, la economía de las ganancias y las pérdidas, la propiedad privada y la afluencia material – lo uno siendo corolario de lo otro – los anarcocomunistas erróneamente identifican el anarquismo con la vida comunal, con el intercambio tribal y con otros aspectos de nuestra emergente cultura juvenil de drogas y «rock and roll».
Lo único bueno que puede decirse del anarcocomunismo es que, en contraste con el estalinismo, su forma de comunismo sería, se supone, voluntaria. Presumiblemente nadie sería obligado a integrarse en las comunas, y aquellos que quisieran continuar viviendo individualmente y emprender actividades de mercado, podrían hacerlo sin ser molestados.
¿O sí serían molestados?
Los anarcocomunistas siempre han sido extremadamente vagos y nebulosos acerca de los rasgos característicos de su proyectada sociedad anarquista. Muchos de ellos han planteado la idea profundamente antilibertaria de que la revolución anarcocomunista tendrá que confiscar y abolir toda la propiedad privada, para alejar a cada uno de su vinculación psicológica a su propiedad particular.
Además, es difícil de olvidar el hecho de que cuando los anarquistas españoles (anarcocomunistas del tipo Bakunin-Kropotkin) tomaron amplias regiones de España durante la Guerra Civil de la década de los treinta, confiscaron y destruyeron todo el dinero de su territorio y con presteza decretaron la pena de muerte por el uso del dinero. Nada de esto transmite confianza acerca de la buenas y voluntaristas intenciones del anarcocomunismo.
En todos los otros aspectos el anarcocomunismo va desde lo desafortunado a lo absurdo.
Filosóficamente esta doctrina es un avasallador asalto a la individualidad y a la razón. El deseo individual por la propiedad privada, la inclinación del hombre por superarse, por especializarse, por acumular ganancias e ingresos, son despreciadas por todas las ramas del comunismo. En lugar de eso se supone que cada uno debe vivir en comunas, compartiendo sus escasas pertenencias con sus compañeros y cuidándose de no adelantar en nada a sus hermanos comunitarios.
En la raíz de todas las formas de comunismo, forzado o voluntario, reside un profundo odio por la excelencia humana, una negación de la superioridad natural o intelectual de unos hombres sobre los demás, y un afán por rebajar a cada individuo al nivel de una hormiga del montón comunal. En el nombre de un «humanismo» vacío, un irracional y profundamente antihumano igualitarismo sustraería a cada individuo su particular y preciosa humanidad.
Además, el anarcocomunismo desdeña la razón y sus corolarios, los propósitos a largo plazo, la previsión, el esfuerzo y el logro personal; en vez de eso exalta las emociones irracionales, los antojos y caprichos, todo ello en el nombre de la «libertad». La «libertad» del anarcocomunismo no tiene nada que ver con la genuina libertaria ausencia de invasión o abuso interpersonal; es, en cambio, una «libertad» que significa ser esclavo de la sinrazón, del antojo irreflexivo, del capricho infantil. Social y filosóficamente, el anarcocomunismo es una desgracia.
Económicamente, el anarcocomunismo es absurdo. El anarcocomunista pretende abolir el dinero, los precios y el empleo, y propone conducir una economía moderna meramente a través de un registro automático de «necesidades» ubicado en algún banco de datos central. Nadie que tenga la más mínima noción de economía puede entretenerse con esta teoría un solo segundo.
Hace cincuenta años Ludwig von Mises demostró que una economía planificada y sin dinero no puede operar más allá de un nivel sumamente primitivo. Explicó que los precios de mercado son indispensables para una asignación racional de todos nuestros recursos escasos – trabajo, tierra y bienes capitales – en las áreas y parcelas donde son más deseadas por los consumidores y donde pueden rendir con la mayor eficiencia. Los socialistas concedieron la validez del desafío de Mises, e intentaron – en vano – concebir un sistema de precios de mercado, racional, en el contexto de una economía socialista planificada.
Los rusos, después de intentar una aproximación a la economía comunista sin dinero en su «comunismo de guerra» tras la revolución bolchevique, reaccionaron con horror al ver que la economía rusa se precipitaba al desastre. Ni siquiera Stalin intentó nunca revivirlo, y desde la Segunda Guerra Mundial, los países del Este de Europa han presenciado un total abandono de este ideal comunista y un rápido giro hacia el libre mercado, un sistema de precios libre, test de ganancias y pérdidas y la promoción de la afluencia del consumidor.
No es casualidad que hayan sido precisamente los economistas de los países comunistas los que han liderado la huída del comunismo, el socialismo y la planificación central, hacía el libre mercado. No es ningún crimen ser un ignorante en economía, que es, después de todo, una disciplina especializada que además la mayoría de gente considera una «ciencia deprimente». Pero es una total irresponsabilidad tener una sonora y vociferante opinión sobre materias económicas mientras se permanece en semejante estado de ignorancia. Y esta clase de ignorancia agresiva es inherente al credo anarcocomunista.
El mismo comentario puede hacerse en relación con la generalizada creencia, sostenida por muchos nuevos izquierdistas y por todos los anarcocomunistas, de que ya no hay ninguna necesidad de preocuparse por la economía o la producción porque estamos viviendo en un mundo que supuestamente ha superado la escasez, y donde por tanto no tienen cabida estos problemas. Pero, aunque nuestro estado de escasez sea claramente menos precario que el del hombre de las cavernas, todavía vivimos en un mundo de apremiante escasez económica.
¿Cómo sabremos cuándo el mundo ha alcanzado un estadio «posescaso»? Simplemente, cuando todos los bienes y servicios que podamos desear sean tan superabundantes que sus precios caigan hasta cero; en suma, cuando podamos adquirir todos los bienes como si estuviéramos en el Jardín del Edén, sin esfuerzo, sin trabajo, sin emplear ningún recurso escaso.
El espíritu antirracionalista del anarcocomunismo fue expresado por Norman O. Brown, uno de los gurús de la nueva «contracultura»:
El gran economista von Mises intentó refutar el socialismo demostrando que, al abolir el intercambio, el socialismo hacía el cálculo económico… y por tanto la racionalidad económica, imposible. Pero si von Mises está en lo cierto, entonces lo que descubrió no es una refutación… sino una justificación psicoanalítica del socialismo… Es una de las tristes ironías de la vida intelectual contemporánea que la réplica de los economistas socialistas a los argumentos de Mises intentara mostrar que el socialismo no era incompatible con «el cálculo económico racional», esto es, que sí incorpora el principio inhumano de la economización (Life Against Death, Random House, 1959, pág. 238-39).
El hecho de que el abandono de la racionalidad y la economía en favor de la «libertad» y el capricho conducirá al quebranto de la producción moderna y la civilización y nos devolverá al barbarismo no amansa a nuestros anarcocomunistas y otros exponentes de la contracultura. Pero lo que parece que no aciertan a comprender es que el resultado de esta vuelta al primitivismo será la inanición y la muerte de la mayoría de la humanidad y una precaria subsistencia para los restantes.
De llevarse a cabo su propuesta, se darán cuenta de que es difícil vivir felices y «sin represión» mientras se muere de hambre. Todo lo cual nos remite a la sabiduría del gran filósofo español Ortega y Gasset:
En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que en más vastas y sutiles proporciones usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre (…) La civilización no está ahí, no se sostiene a sí misma.
Es artificio (…) Si quieres aprovecharte de las ventajas de la civilización, pero no te preocupas de sostener la civilización… te has fastidiado. En un dos por tres te quedas sin civilización. ¡Un descuido, y cuando miras en derredor todo se ha volatilizado! Como si hubiesen recogido unos tapices que tapaban la pura Naturaleza, reaparece repristinada la selva primitiva. La selva siempre es primitiva. Y viceversa. Todo lo primitivo es selva. (Ortega y Gasset, The Revolt of the Masses, New York, W.W. Norton, 1932, pág. 97).