[For a New Liberty: The Libertarian Manifesto (1973)]
De acuerdo: incluso si concedemos que la propiedad privada plena de los recursos y el mercado libre conservará y creará recursos, y lo hace mucho mejor que la regulación del gobierno, ¿qué pasa con el problema de la polución? ¿No estaríamos sufriendo la polución agravada por la «avaricia capitalista» sin barreras?
Existe, en primer lugar, este descarnado hecho empírico: la propiedad del gobierno, incluso el socialismo, ha probado no ser la solución al problema de la polución. Incluso los defensores más idealistas de la planificación del gobierno reconocen que el envenenamiento del Lago Baikal en la Unión Soviética es un monumento a la irresponsable polución industrial de un recurso natural valioso. Pero hay mucho más que añadir al problema que eso. Observen, por ejemplo, las dos áreas cruciales en las que la polución se ha vuelto un problema importante: el aire y las vías fluviales, particularmente los ríos. Pero éstas son precisamente dos de las áreas vitales en la sociedad en que no se ha permitido el funcionamiento de la propiedad privada.
Primero, los ríos. Los ríos y los océanos también, son generalmente propiedad de los gobiernos; la propiedad privada, sin duda la propiedad privada completa, no ha sido permitida en el agua. En esencia, entonces, el gobierno es propietario de los ríos. Pero la propiedad del gobierno no es verdadera propiedad, porque los funcionarios del gobierno, mientras sean capaces de controlar los recursos no pueden obtener su valor de capital en el mercado. Los funcionarios del gobierno no pueden vender los ríos o vender acciones de ellos. De ahí que, ellos no tienen incentivos económicos para preservar la pureza y el valor de los ríos. Los ríos son, entonces, en el sentido económico, «sin propietario»; consecuentemente los funcionarios del gobierno han permitido su corrupción y polución. Nadie ha sido capaz de deshacerse de la polución de basura y residuos en las aguas.
Pero consideremos lo que sucedería si las empresas privadas fueran capaces de ser dueños de los ríos y los lagos. Si una empresa privada posee el Lago Erie, por ejemplo, entonces cualquier vertido de basura en el lago seria rápidamente demandado en los tribunales por su agresión contra la propiedad privada y seria forzado por los tribunales a pagar los daños y a cesar y desistir de cualquier agresión adicional. Así, solo los derechos de propiedad privada asegurarán un final para la polución – invasión de recursos. Solo porque los ríos están sin dueño no hay un propietario para alzarse y defender su preciado recurso de las agresiones. Si, en cambio, cualquiera vertiese basura o polucionantes en un lago que es de propiedad privada (como lo son muchos lagos más pequeños), no se le permitiría hacerlo por mucho tiempo —el dueño vendría rugiendo en su defensa.1 El profesor Dolan escribe:
Con una General Motors poseyendo el Rio Mississippi, puedes estar seguro que los costes de los grandes vertidos serian evaluados en las industrias y municipios a lo largo de sus riberas, y que el agua se mantendría limpia lo suficiente para maximizar los ingresos de los contratos de arrendamientos otorgados a empresas en pugna por derechos para agua potable, recreo y pesca comercial.2
Si el gobierno como dueño ha permitido la polución de los ríos, también ha sido el mayor polucionador individual activo, especialmente en su papel como eliminador de las aguas residuales municipales. Ya existen retretes químicos de bajo coste que pueden quemar las aguas residuales sin contaminar el aire, el suelo, o el agua; ¿pero quién invertirá en retretes químicos cuando los gobiernos locales dispondrán gratis de los residuos de sus clientes?
Este ejemplo pone de relieve un problema similar para el caso del retraso del crecimiento de la tecnología de la acuicultura, por la ausencia de la propiedad privada: si los gobiernos como dueños de los ríos permiten la polución del agua, entonces la industria tecnológica se volverá (y se ha vuelto) una tecnología de la polución del agua. Si los procesos de producción que contaminan los ríos son permitidos libremente por sus dueños, entonces ésta es la clase de producción tecnológica que tendremos.
Si el problema de la polución del agua puede ser remediado por los derechos de propiedad privada del agua, ¿qué hay de la polución del aire? ¿Cómo pueden los libertarios, probablemente, llegar a una solución para este grave problema? ¿No puede haber propiedad privada en el aire? La respuesta es: sí, no puede. Ya hemos visto como las frecuencias de radio y TV podrían ser de propiedad privada. Lo mismo ocurriría con los canales para las aerolíneas. Las rutas de las aerolíneas comerciales, por ejemplo, podrían ser de propiedad privada; no hay necesidad de un Consejo Civil Aeronáutico para parcelar —y restringir— rutas entre varias ciudades. Pero en el caso de la polución del aire no lo relacionamos con la propiedad privada en el aire como con la protección de la propiedad privada en unos pulmones, campos y huertos. El hecho vital acerca de la polución del aire es que el polucionador envía polucionantes no deseados y espontáneamente —del humo a la radiación nuclear y a los óxidos de azufre— a través del aire hacia los pulmones de las víctimas inocentes, así como sobre su propiedad material. Todas las emanaciones de este tipo que enferman personas constituyen agresiones en contra de la propiedad privada de las víctimas. El polución del aire, después de todo, es una agresión como cometer incendios premeditados contra la propiedad de otro o herirle físicamente. La polución del aire que lesiona a otros es una agresión pura y simple. La mayor función del gobierno —de tribunales y policía— es parar la agresión; en su lugar, el gobierno ha fallado en esta labor y ha fallado gravemente en el ejercicio de su función de defensa contra la polución del aire.
Es importante darse cuenta que este fallo no ha sido una cuestión puramente de ignorancia, un simple lapso de tiempo entre reconocer un nuevo problema tecnológico y enfrentarse a él. Ya que si algunos de los polucionantes modernos han sido conocidos solo recientemente, el humo de las fábricas y muchos de sus efectos negativos han sido conocidos incluso desde la Revolución Industrial, conocidos en la medida en que los tribunales de los Estados Unidos, durante finales –y ya a principios del siglo XIX tomaron la decisión deliberada de permitir que los derechos de propiedad pudieran ser violados por los humos industriales. Para ello, los tribunales tuvieron que –y lo hicieron— cambiar y debilitar sistemáticamente las defensas del derecho de propiedad arraigadas en el derecho común anglosajón. Antes de mediados y finales del siglo XIX, cualquier polución perjudicial del aire era considerada un agravio, una molestia en contra de la cual la víctima podría demandar por daños y contra la que podría conseguir un mandamiento judicial para cesar y desistir de cualquier futura invasión de sus derechos de propiedad. Pero durante el siglo XIX, los tribunales alteraron sistemáticamente la ley de negligencia y la ley de molestias para permitir cualquier polución del aire que no fuese inusualmente más grande que la de cualquier otra empresa de fabricación similar, o que no fuese más extensa que la práctica habitual de los otros polucionadores.
Cuando las fábricas empezaron a alzarse y emitir humo, arruinando los huertos de los granjeros vecinos, los granjeros llevaron a los fabricantes a los tribunales, pidiendo sanciones y mandamientos judiciales contra futuras invasiones de su propiedad. Pero los tribunales dijeron, en efecto, «Lo siento. Sabemos que el humo industrial (polución del aire) invade e interfiere con sus derechos de propiedad. Pero hay algo más importante que los meros derechos de propiedad: y esto es políticas públicas, el “bien común”. Y el bien común decreta que la industria es una cosa buena, el progreso industrial es una buena cosa, y por consiguiente sus meros derechos de propiedad privada deberían ser cancelados en defensa del bienestar general». Y ahora todos nosotros estamos pagando el precio amargo de esta anulación del derecho de propiedad, en la forma de enfermedad pulmonar y otras innumerables enfermedades. ¡Y todo por el «bien común»!3
Que este principio ha guiado a los tribunales durante la edad del aire también puede ser visto por una decisión de los tribunales de Ohio en Antonik v. Chamberlain (1947). Los residentes de un área suburbana cerca de Akron presentaron una demanda para prohibir a los acusados operar un aeropuerto privado. Los motivos fueron la invasión de los derechos de propiedad privada por ruido excesivo. Rechazando la demanda, los tribunales declararon:
En nuestro negocio de juzgar en este caso, mientras que se sienta como un tribunal de equidad, debemos no solo sopesar el conflicto de intereses entre el dueño del aeropuerto y los hacendados cercanos, sino que debemos ir más lejos reconociendo las políticas públicas de la generación en la que vivimos. Debemos reconocer que el establecimiento de un aeropuerto… es de gran interés para el público, y si tal aeropuerto es disminuido, o su establecimiento impedido, las consecuencias serán no solo un serio daño para los dueños de las propiedades del puerto sino que puede ser una seria pérdida de un activo valioso para la comunidad entera.4
Como colofón de los crímenes de los jueces, órganos legislativos, federales y estaduales, se movilizaron para consolidar la agresión de la prohibición mediante la prohibición a las víctimas de la polución del aire de participar en una demanda de «acción de clase» en contra de los polucionadores. Obviamente, si una fábrica contamina la atmósfera de una ciudad donde hay decenas de miles de víctimas, es poco práctico para cada víctima demandar para cobrar sus indemnizaciones particulares de los polucionadores (aunque un mandamiento judicial podría ser usado eficazmente por una pequeña víctima). La ley común, sin embargo, reconoce la validez del pleito de la «acción de clase», en la que una o pocas víctimas pueden demandar al agresor no solo en su propio beneficio, sino en beneficio de la totalidad de la clase de víctimas similares. Pero los legisladores dejaron sistemáticamente fuera de la ley tales demandas colectivas en casos de polución. Por esta razón, una víctima puede tener éxito demandando individualmente a un polucionador que lo perjudica, en un «personalizado» fastidioso pleito privado. ¡Pero él está prohibido por la ley de acción contra los polucionadores de masas que están perjudicando a un gran número de personas en un área determinada! Como Frank Bubb escribe, «Es como si el gobierno estuviera diciéndote que te protegerá (lo intentará) de un ladrón que te roba solo a ti, pero no te protegerá si el ladrón también roba a todos los demás en el vecindario.»5
El ruido, también, es una forma de polución del aire. El ruido en la creación de ondas de sonido que atraviesan el aire y bombardean e invaden la propiedad y las personas de otros. Solo recientemente hay médicos empezando a investigar los efectos dañinos del ruido en la fisiología humana. Una vez más, un sistema legal libertario podría permitir exigir daños y perjuicios y demandas colectivas y mandamientos judiciales contra el ruido excesivo y perjudicial: en contra de la «polución acústica».
El remedio contra la polución del aire es por consiguiente claro, y no tiene nada que ver con los miles de millones de dólares de los programas paliativos del gobierno a expensas de los contribuyentes que ni siquiera conocen el verdadero problema. El remedio para los tribunales es simplemente retornar a su función de defensor de los derechos de las personas y propiedades en contra de la invasión, y por lo tanto para prohibir a cualquiera la inyección de polucionantes en el aire. ¿Pero qué hay de los pros polución defensores del progreso industrial? ¿Y qué de los mayores costes que habrían de ser soportados por los consumidores? ¿Y qué de nuestra actual tecnología polucionante?
El argumento de que tal prohibición por mandato judicial contra la polución se sumaría a los costes de la producción industrial es tan censurable como el argumento de la pre Guerra Civil por el cual la abolición de la esclavitud se sumaría a los costes del cultivo del algodón, y que por consiguiente la abolición, sin embargo correcta moralmente, era «impracticable». Esto significa que los polucionadores son capaces de imponer todos los altos costes de la polución sobre aquellos de quienes se ha permitido invadir con impunidad sus pulmones y derechos de propiedad.
Además, el argumento del coste y la tecnología pasa por alto el hecho vital de que si a la polución del aire se le permite avanzar con total impunidad, no hay incentivos económicos para desarrollar una tecnología que no contamine. Al contrario, el incentivo seguiría para reducir, como lo ha hecho durante un siglo, precisamente a la inversa. Supongamos, por ejemplo, que en los días en que los automóviles y camiones fueron usados por primera vez, los tribunales hubieran fallado como sigue:
Normalmente, seriamos contrarios a camiones invadiendo el césped de la gente como una invasión de la propiedad privada, e insistiríamos en que los camiones se limiten a las carreteras, independientemente de la congestión del tráfico. Pero los camiones son vitalmente importantes para el bienestar del público, y por lo tanto decretamos que los camiones deberían ser autorizados para atravesar algunos pastos si así lo desean siempre y cuando crean que esto aliviaría sus problemas de tráfico.
Si los tribunales hubieran fallado en este sentido, entonces ahora tendríamos un sistema de transporte en el cual los pastos serian sistemáticamente profanados por camiones. ¡Y algún intento para parar esto sería censurado en el nombre de las necesidades del transporte moderno! El punto es que éste es precisamente el camino en que los tribunales fallaron sobre la polución del aire —polución que es mucho más perjudicial para todos nosotros que pisotear el césped. En este sentido, el gobierno da la luz verde, desde el mismo comienzo, a una tecnología polucionante. No es maravilloso entonces que ésta sea precisamente la clase de tecnología que tenemos. El único remedio es forzar a los invasores polucionantes a parar su invasión, y de ese modo redirigir la tecnología hacia la no polución o incluso a los canales antipolución.
Ya, incluso en nuestra necesariamente primitiva etapa en tecnología antipolución, han sido desarrolladas técnicas para combatir la polución del aire y acústica. Los silenciadores pueden ser instalados en máquinas ruidosas que emiten ondas sonoras precisamente contra cíclicas a las ondas de las máquinas, y por lo tanto pueden anular estos sonidos convulsivos. Los residuos atmosféricos pueden incluso ser recuperados cuando salen de la chimenea para producir ácido sulfúrico económicamente valioso.6 El altamente polucionante motor de explosión tendrá que ser «curado» por nuevos dispositivos o reemplazados totalmente por motores no polucionantes tales como el diesel, turbinas de gas, o vapor, o por un coche eléctrico. Y, como libertario, el ingeniero de sistemas Robert Poole, Jr., señala, los costes de instalación de la tecnología antipolución de entonces «será en última instancia a cargo de los consumidores de productos de las empresas, es decir, por aquellos que escogen asociarse con la empresa, en lugar de ser transmitida a inocentes terceras partes en la forma de polución (o como impuestos).»7
Robert Poole define convincentemente la polución «como la transferencia de materia o energía nociva a la persona o propiedad de otro, sin el consentimiento del último.»8 La libertaria —y la única completa— solución al problema de la polución del aire es usar los tribunales y la estructura legal para combatir y prevenir tal invasión. Hay recientes signos de que el sistema legal está empezando a cambiar en esta dirección: nuevas decisiones judiciales y la derogación de la legislación que desautoriza las acciones colectivas. Pero éste es solo el comienzo.9
Entre los conservadores —en contraste a los libertarios— hay dos respuestas similares en última instancia para el problema de la polución. Una respuesta, de Ayn Rand y Robert Moses entre otros, es negar que el problema existe, y atribuir toda la agitación a los izquierdistas que quieren destruir el capitalismo y la tecnología en nombre de una forma tribal del socialismo. Mientras parte de esta acusación puede ser correcta, la negación de la existencia misma del problema es negar la propia ciencia y conseguir un rehén vital para la acusación de los izquierdistas que para los defensores del capitalismo «los derechos de propiedad por encima de los derechos humanos». Además, un defensor de la polución del aire ni siquiera defiende los derechos de propiedad, por el contrario, pone el sello de estos conservadores a la aprobación de esos industriales que están pisoteando los derechos de propiedad de la masa de ciudadanos.
Una segunda, y más sofisticada respuesta conservadora es para un economista de mercado libre como Milton Friedman. Los friedmanitas admiten la existencia de la polución del aire pero proponen conocerla, no para una defensa de los derechos de propiedad, sino más bien por un supuesto utilitarista «coste-beneficio» de cálculo por parte del gobierno, que entonces creará y hará respetar una «decisión social» sobre cuanta polución permitir. Esta decisión entonces haría cumplir por licencias una cantidad dada de polución (la concesión de «derechos de propiedad»), por una escala gradual de impuestos en su contra, o por los contribuyentes pagando empresas para no contaminar. No solo estas propuestas otorgarían una enorme cantidad de poder burocrático al gobierno en el nombre de salvaguardar el «mercado libre»; ellos continuarían anulando los derechos de propiedad en el nombre de una decisión colectiva respetada por el estado. Esto está lejos de algún genuino «mercado libre», y revela que, como en muchas otras áreas económicas, es imposible realmente defender la libertad y el mercado libre sin la insistencia en defender los derechos de propiedad privada. La máxima grotesca de Friedman que dice que los habitantes de las ciudades que no quieren contraer enfisema deben cambiarse de país es absolutamente una reminiscencia del famoso «Que coman pastel» de María Antonieta –y revela una falta de sensibilidad por los derechos humanos o de propiedad. La declaración de Friedman, de hecho, es de una sola pieza con el típicamente conservador «Si no te gusta como es aquí, márchate», una declaración que implica que el gobierno posee justamente la superficie terrestre entera de «aquí», y que cualquier persona que se opone a sus normas debe por consiguiente marcharse del área. La crítica libertaria de Robert Poole sobre las propuestas de Friedman ofrece un contraste refrescante:
Desafortunadamente, éste es un ejemplo del fallo más serio de los economistas conservadores: en ninguna parte de la propuesta se hace mención alguna de los derechos. Éste es el mismo defecto que ha socavado a los defensores del capitalismo por 200 años. Incluso hoy, el término «laissez-faire» es apropiado para tener presente imágenes de fábricas de ciudades inglesas del siglo XVIII envueltas en humo y sucias de hollín. Los primeros capitalistas acordaron con los tribunales que el humo y el hollín eran el «precio» que debía ser pagado por el beneficio de la industria…Pero laissez-faire sin derechos es una contradicción en términos; la posición laissez-faire se basa y deriva de los derechos del hombre, y puede perdurar solo cuando los derechos son inviolables. Ahora, en una era de creciente conciencia del medio ambiente, esta vieja contradicción está volviendo para perseguir al capitalismo.
Es verdad que el aire es un recurso escaso (como los friedmanitas dicen), pero uno debería entonces preguntar por qué es escaso. Si es escaso a causa de un sistema de violación de derechos, entonces la solución no es aumentar el precio del status quo, así sancionando las violaciones de derechos, sino para reafirmar los derechos y exigir que sean protegidos…Cuando una fábrica libera una gran cantidad de moléculas de dióxido de sulfuro que entran en los pulmones de alguien y causa edema pulmonar, los dueños de la fábrica le han agredido tanto como si le hubieran roto la pierna. El punto debe ser subrayado porque es vital para la posición libertaria laissez-faire. Un polucionador laissez-faire es una contradicción en términos y debería ser identificada como tal. Una sociedad libertaria debería ser una sociedad llena de responsabilidad, cuando todo el mundo es responsable por sus acciones y algunas consecuencias perjudiciales que podrían causar.10
Además de traicionar su presunta función de defensor de la propiedad privada, el gobierno ha contribuido a la polución del aire en un sentido más positivo. No fue hace tanto tiempo que el Departamento de Agricultura condujo a la fumigación en masa de DDT por helicóptero sobre amplias áreas, anulando los deseos de las objeciones individuales de los agricultores. Todavía sigue vertiendo toneladas de insecticidas venenosos y cancerígenos sobre todo el Sur en un intento caro y vano para erradicar la hormiga de fuego.11 Y la Comisión de la Energía Atómica ha vertido basura radioactiva en el aire y en el terreno por medio de plantas de energía nuclear, y por las pruebas nucleares. El poder municipal y las plantas de agua, y las plantas de las empresas de servicios con licencia de monopolio contaminan la atmósfera con fuerza. Una de las mayores tareas de los estados en esta área es por lo tanto parar su propio envenenamiento de la atmósfera.
Así, cuando nosotros separamos las confusiones y la filosofía irracional de los ecologistas modernos, encontramos una importante base contra el sistema existente; pero el caso resulta no ser contra el capitalismo, la propiedad privada, el crecimiento o la tecnología per se. Se trata de un caso en contra de la incapacidad del gobierno para permitir y defender los derechos de la propiedad privada contra la invasión. Si los derechos de propiedad fuesen defendidos completamente, contra la invasión privada y gubernamental por igual, encontraríamos aquí, como en otras áreas de nuestra economía y sociedad, que la empresa privada y la tecnología moderna vendrían a la humanidad no como una maldición, sino como una salvación.
- 1Existiendo «apropiación» la ley en los estados del Oeste ya proporciona la base para el pleno “patrimonio” de los derechos de propiedad privada en los ríos. Para una completa discusión, ver Jack Hirshleifer, James C. DeHaven, y Jerome W. Milliman, Water Supply-, Economics, Technology, and Policy (Chicago: University of Chicago Press, 1960), capitulo IX.
- 2Edwin G. Dolan, “Capitalism and Amendment,” Individualist (March 1971): 3.
- 3Ver E.F. Roberts, “Plead the Ninth Amendment!” Natural History (agosto-septiembre 1970): 18ff. Para una definitiva historia y análisis del cambio en el sistema legal hacia el crecimiento y los derechos de propiedad en la primera mitad del siglo XIX, ver Morton J. Horwitz, The Transformation of America Law, 1780-1860 (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1977).
- 4Citado en Milton Katz, The Function of Tort Liability in Technology Assessment (Cambridge, Mass.: Harvard University Program on Technology and Society, 1969), p. 610.
- 5Frank Bubb, “The Cure for Air Pollution,” The Libertarian Forum (April 15, 1970): 1. También mirar Dolan, TANSTAAFL, pp.37-39.
- 6Mirar Jane Jacobs, The Economy of Cities (New York: Random House, 1969), pp. 109f.
- 7Poole, “Reason and Ecology,” pp.251-52.
- 8Ibid., p.245.
- 9Así, ver Dolan, TANSTAAFL, p. 39 y Katz, The Function of Tort Liability in Technology Assessment, passim.
- 10Poole, “Reason and Ecology,” pp. 252-53. La máxima de Friedman puede ser encontrada en Peter Maiken, “Hysteric Won’t Clean Up Pollution,” Human Events (April 25, 1970): 13, 21-23. Una completa presentacion de la posicion friedmanita puede ser encontrada en Thomas D. Crocker y A.J. Rogers III, Environmental Economics (Hinsdale, III.: Dryden Press, 1971); y puntos de vista similares pueden ser encontrados en J.H. Dales, Pollution, Property, and Prices (Toronto: University of Toronto Press, 1968), y Larry E. Ruff, “The Economics Common Sense of Pollution, “Public Interest (Spring, 1970): 69-85.
- 11Glenn Garvin, “Killing Fire Ants With Carcinogens,” Inquiry (February 6, 1978): 7-8.