Nota del editor: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue aprobado por el Congreso hace 20 años este mes. El ensayo de Rothbard sobre el TLCAN, reproducido a continuación, está disponible en la colección Making Economic Sense.
Parece que, para algunos, todo lo que hay que hacer para convencerles de la naturaleza de la libre empresa de algo es calificarlo como “de mercado” y así tenemos la aparición de criaturas grotescas como “socialistas de mercado” o “liberales de mercado”. La palabra “libertad”, por supuesto, también capta la atención y así otra forma de ganar adeptos en una época que exalta la retórica por encima de la sustancia es simplemente llamarte a ti o a tu propuesta “de libre mercado” o de “libre comercio”. Las etiquetas a menudo bastan para atrapar a incautos.
Y así, entre los defensores del libre comercio, la etiqueta “Tratado de Libre Comercio de América del Norte” (TLCAN) se supone que reclama un consentimiento incuestionable. “¿Pero cómo puedes estar en contra del libre comercio?” Es muy fácil. La gente que nos ha traído el TLCAN y tratan de calificarlo como “libre comercio” son la misma gente que llama “inversión” al gasto público, “contribuciones” a los impuestos y “reducción del déficit” a aumentar los impuestos. No olvidemos que los comunistas también solían llamar “libertad” a su sistema.
En primer lugar, el verdadero libre comercio no requiere un tratado (o su primo deforme un “acuerdo comercial”; al TLCAN se le llama acuerdo comercial, así que puede evitar el requisito constitucional de aprobación por dos tercios del Senado). Si los dirigentes quisieran realmente libre comercio, todo lo que tienen que hacer es abolir nuestros numerosos aranceles, cuotas de importación, leyes anti-“dumping” y otras restricciones al comercio impuestas por América. No hace falta ninguna política exterior ni maniobras en el exterior.
Si alguna vez apareciera en el horizonte el auténtico libre comercio, habría una forma segura de saberlo. Gobierno/medios de comunicación/grandes empresas se opondrían a este con uñas y dientes. Veríamos una serie de editoriales “advirtiendo” acerca del inminente retorno al siglo XIX. Los expertos de los medios y académicos plantearían todos los viejos bulos contra el libre mercado, que es explotador y anárquico sin la “coordinación” del gobierno. El establishment reaccionaría a la institución de un verdadero libre comercio con tanto entusiasmo como lo haría para abolir el impuesto de la renta.
En realidad, el bramido del establishment bipartidista del “libre comercio” desde la Segunda Guerra Mundial alimenta lo contrario a una verdadera libertad de intercambio. Los objetivos y tácticas del establishment han sido constantemente las del tradicional enemigo del libre comercio, el “mercantilismo”: el sistema impuesto por los estados-nación de Europa en los siglos XVI a XVIII. El tristemente célebre viaje del presidente Bush a Japón fue solo un ejemplo: la política comercial como un sistema continuo de maniobras para tratar de obligar a otro país a comprar más exportaciones americanas.
Mientras que los genuinos librecambistas miran a los mercados y comercio libres, nacionales o internacionales, desde el punto de vista del consumidor (es decir, de todos nosotros), el mercantilista, desde el siglo XVI hasta hoy, mira al comercio desde el punto de vista de la élite en el poder, las grandes empresas coaligadas con el gobierno. Los genuinos librecambistas consideran a las exportaciones un medio para pagar las importaciones, de la misma forma que los bienes en general se producen para venderlos a los consumidores. Pero los mercantilistas quieren privilegiar a la élite del gobierno/los negocios a costa de todos los consumidores, ya sean nacionales o extranjeros.
Por ejemplo, en las negociaciones con Japón, ya sean realizadas por Reagan o Bush o Clinton, se trataba de obligar a Japón a comprar más productos americanos, para lo que el gobierno de EEUU, graciosa pero reticentemente, permitirán a los japoneses vender sus productos a los consumidores americanos. Las importaciones son el precio que paga el gobierno para hacer que otras naciones acepten nuestras exportaciones.
Otra característica crucial de la política comercial del establishment posterior a la Segunda Guerra Mundial en nombre del “libre comercio” es dar grandes subvenciones a las exportaciones- Un método favorito de subvención ha sido el muy querido sistema de ayuda externa, que, so capa de “reconstruir Europa”, “detener al comunismo” o “extender la democracia” es una estratagema por la que los contribuyentes americanos se ven obligados a subvencionar a las empresas y sectores exportadores de su país, así como a gobiernos extranjeros que sigan este sistema. TLCAN representa una continuación de este sistema al alistar a esta causa al gobierno de EEUU y los contribuyentes americanos.
Pero el TLCAN es más que solo un acuerdo comercial para grandes empresas. Es parte de una muy larga campaña para integrar y cartelizar el gobierno con el fin de reforzar la economía mixta intervencionista. En Europa, la campaña culminó con el tratado de Maastricht, el intento de imponer una sola divisa y un banco central en Europa y obligar a sus economías relativamente libres a eternizar sus estados regulatorios y de bienestar.
En Estados Unidos, esto ha tomado la forma de transferir la autoridad legislativa y judicial de los estados y localidades al poder ejecutivo del gobierno federal. Las negociaciones del TLCAN han llegado al límite centralizando el poder gubernamental en todo el continente, disminuyendo así la capacidad de los contribuyentes de entorpecer las acciones de sus gobernantes.
Así que los cantos de sirena del TLCAN son la misma melodía seductora con la que los eurócratas socialistas han tratado de hacer que los europeos se rindan al super-estatismo de la Comunidad Europea: ¿no sería maravilloso que Norteamérica fuera una enorme y poderosa “unidad de libre comercio” como Europa? La realidad es muy diferente: la intervención y planificación socialistas por parte de una Comisión TLCAN o burócratas de Bruselas irresponsable ante nadie.
E igual que Bruselas ha forzado a los países europeos con bajos impuestos a aumentarlos hasta la media europea o a expandir su estado social en nombre de la “justicia”, un “campo de juego nivelado” y una “armonización al alza”, también a las comisiones del TLCAN se les permitiría “armonizar hacia arriba”, tratando a patadas las leyes laborales y de otro tipo de los gobiernos estatales americanos.
El representante comercial del presidente Clinton, Mickey Kantor, ha cacareado que, bajo el TLCAN “ningún país en el acuerdo puede rebajar nunca sus estándares medioambientales”. Bajo el TLCAN, no podremos abolir o derogar las provisiones medioambientales y laborales del estado social porque el tratado nos habrá bloqueado… eternamente.
Por norma, en el mundo actual es mejor oponerse a todos los tratados, a falta de la gran Enmienda Bricker a la Constitución, que podía haberse aprobado en el Congreso en la década de 1950 pero fue abatida por la administración Eisenhower. Por desgracia, según la Constitución, todo tratado se considera “la ley suprema del territorio” y la Enmienda Bricker habría impedido que ningún tratado eliminara ningún derecho constitucional preexistente. Pero si debemos temer cualquier tratado, debemos ser particularmente hostiles a un tratado que crea estructuras supranacionales, como hace el TLCAN.
Los peores aspectos del TLCAN son los acuerdos complementarios de Clinton, que han convertido un desafortunado tratado de Bush en un horror de estatismo internacional. Tenemos que agradecer a los acuerdos complementarios las comisiones supranacionales y su inminente “armonización al alza”. Los acuerdos complementarios también impulsan el aspecto asistencial de la mentira del “libre comercio” del establishment. Prevén que EEUU entre en torno de 20.000 millones de dólares a México para una “limpieza medioambiental” a lo largo de la frontera entre EEUU y México. Además, Estados Unidos ha aceptado formalmente entregar miles de millones a las arcas públicas mexicanas a través del Banco Mundial cuando se firme el TLCAN.
Como pasa con cualquier política que beneficie al gobierno y sus intereses relacionados, el establishment ha hecho todo lo posible en sus esfuerzos de propaganda a favor del TLCAN. Sus aliados intelectuales incluso han formado redes para defender la causa de la centralización del gobierno. Incluso si el tratado TLCAN valiera la pena, este flujo de esfuerzos del gobierno y sus amigos plantearía sospechas.
La gente sospecha correctamente que este esfuerzo está relacionado con la enorme cantidad de dinero que el gobierno mexicano y sus intereses especiales aliados están gastando en cabildear a favor del TLCAN. Ese dinero es, por decirlo así, el anticipo de los 20.000 millones de dólares que los mexicanos esperan estafar a los contribuyentes americanos una vez se apruebe el TLCAN.
Los defensores del TLCAN dicen que debemos sacrificarnos para “salvar” al presidente mexicano, Carlos Salinas, y sus supuestamente maravillosas políticas de “libre mercado”. Pero sin duda los americanos están justificadamente cansados de hacer eternos “sacrificios” o cortarse sus propias gargantas a favor de oscuros objetivos extranjeros que nunca parecen beneficiarles. Si muere el TLCAN, Salinas y su partido pueden caer. Pero lo que eso significa es que el vil gobierno de partido único del PRI (Partido Revolucionario Institucional) en México puede al menos acabarse después de muchas décadas de corrupción. ¿Qué tiene eso de malo? ¿Por qué debería ese destino hacer que tiemblen nuestros defensores de la “democracia global”?
Deberíamos mirar la supuesta nobleza de Carlos Salinas de la misma forma que miramos a los demás sucedáneos de héroes que nos sirve el establishment. ¿Cuántos americanos saben, por ejemplo, que bajo el Anexo 602.3 del tratado TLCAN, el gobierno de “libre mercado” de Salinas “se reserva” toda exploración y uso, toda inversión y provisión, todo refinado y procesamiento, todo comercio, transporte y distribución de petróleo y gas natural? Se prohíbe, en otras palabras, toda inversión privas y operación de petróleo y gas en México. ¿Este es el gobierno que los americanos deben sacrificarse para mantener?
La mayoría de los conservadores ingleses y alemanes son muy conscientes de los peligros de la eurocracia de Bruselas-Maastricht. Entienden que cuando la gente y las instituciones cuya existencia se dedica a promover el estatismo reclaman repentinamente libertad, se están perdiendo algo. Los conservadores y libremercadistas americanos deberían asimismo ser conscientes de los peligros equivalentes del TLCAN.