1. Ley natural y razón
Entre intelectuales que se consideran a sí mismos “científicos”, la expresión “la naturaleza del hombre” es apropiada para tener el efecto de una tela roja frente a un toro. “¡El hombre no tiene naturaleza!” es el grito moderno y es típico del sentimiento de los filósofos políticos de hoy. Es la afirmación de un distinguido teórico político hace unos años en una reunión de la American Political Science Association de que la “naturaleza del hombre” es un concepto puramente teórico que debe eliminarse de cualquier discusión científica.
En la controversia sobre la naturaleza del hombre y sobre el más amplio y controvertido concepto de la “ley natural”, ambos bandos han proclamado repetidamente que la ley natural y la teología están inextricablemente entremezcladas. En consecuencia, muchos defensores de la ley natural, en círculos científicos o filosóficos, han debilitado de forma grave su defensa al implicar que los métodos racionales y filosóficos, por sí solos no pueden establecer dicha ley: que es necesaria una fe teológica para mantener el concepto. Por otro lado, los oponentes a la ley natural han estado de acuerdo con regocijo: como la fe en lo sobrenatural se considera necesaria para creer en la ley natural, este último concepto debe eliminarse del discurso científico secular y ser atribuido al ámbito arcano de los estudios teológicos. Por consiguiente, la idea de una ley natural basada en la razón y la investigación racional se ha perdido en la práctica.
Por tanto, el creyente en una ley natural establecida racionalmente debe afrontar la hostilidad de ambos bandos: un grupo que siente en esta postura un antagonismo hacia la religión y el otro grupo que sospecha que Dios y el misticismo se cuelan por la puerta de atrás. Para el primer grupo, debe decirse que están reflejando una postura agustiniana extrema que sostiene que es la fe en lugar de la razón la única herramienta legítima para investigar la naturaleza y los fines apropiados del hombre. En resumen, en esta tradición fideista la teología ha desplazado completamente a la filosofía. La tradición tomista, por el contrario, era precisamente la opuesta: reivindicar la independencia de la filosofía de la teología al proclamar la capacidad de la razón humana de comprender y llegar a las leyes, físicas y éticas, del orden natural. Si la creencia en un orden sistemático de leyes naturales abiertas al descubrimiento por la razón humana es por sí mismos antirreligioso, entonces también fueron antirreligiosos Santo Tomás y los posteriores escolásticos, así como el devoto jurista protestante Hugo Grocio. La declaración de que hay un orden de ley natural, en resumen, deja abierto el problema de si Dios ha creado o no ese orden y la afirmación de la viabilidad de la razón humana para descubrir el orden natural deja abierta la cuestión de si esa razón fue dada o no al hombre por Dios. La afirmación de un orden de leyes naturales discernibles por la razón no es, en sí misma, ni pro ni anti-religiosa.
Como esta posición es sorprendente hoy para la mayoría de la gente, investiguemos esta postura tomista un poco más. La declaración de independencia absoluta de la ley natural de la cuestión de la existencia de Dios está implícita más que afirmada directamente en el propio Santo Tomás; pero como muchas implicaciones del tomismo, fue desarrollada por Suárez y otros brillantes escolásticos españoles de finales del siglo XVI. El jesuita Suárez apuntaba que muchos escolásticos habían adoptado la postura de que la ley natural de la ética, la ley de lo que es bueno o malo para el hombre, no dependen de la voluntad de Dios. De hecho, algunos escolásticos habían llegado a decir que:
Aunque Dios no existiera o no hiciera uso de Su razón o no juzgara rectamente las cosas, si existiera en el hombre tal dictado de la razón recta para guiarle, tendría que tener la misma naturaleza de derecho que tiene ahora.
O, como declara un moderno filósofo tomista:
Si la palabra “natural” significa algo, se refiere a la naturaleza del hombre y cuando se usa con “ley”, “natural” debe referirse a un ordenamiento que se manifiesta en las inclinaciones de una naturaleza del hombre y a nada más. Así que, en sí mismo, no hay nada religioso o teológico en la “Ley Natural” de Aquino.
El jurista protestante holandés Hugo Grocio declaraba en su De Iure Belli ac Pacis (1625):
Lo que hemos venido diciendo tendría un grado de validez incluso si debiésemos conceder lo que no puede concederse sin la más completa perversidad, que Dios no existe.
Y de nuevo:
Inconmensurable como es el poder de Dios, sin embargo puede decirse que hay ciertas cosas sobre las que no se extiende ese poder (…) Igual que Dios no puede hacer que dos veces dos no sean cuatro, Él no puede hacer que lo intrínsecamente malo no sea malo.
D’Entrèves concluye que:
La noción de la ley natural [de Grocio] no era nada revolucionaria. Cuando mantiene que la ley natural es ese cuerpo de reglas que el Hombre es capaz de descubrir por el uso de su razón, no hace sino restaurar la noción escolástica de una base racional de la ética. De hecho su objetivo es más bien restaurar la idea que se había visto sacudida por el agustinismo extremo de ciertas corrientes del pensamiento protestantes. Cuando declara que estas reglas son válidas en sí mismas, independientemente del hecho de que Dios las quiera, repite una afirmación que ya había sido realizada por algunos escolásticos.
El objetivo de Grocio, añade d’Entrèves, “era construir un sistema de leyes que pudiera llevar un poder de convicción en una época en la que la controversia teológica estaba perdiendo gradualmente el poder de hacerlo”. Grocio y sus sucesores juristas (Pufendorf, Burlamaqui y Vattel) procedieron a elaborar este cuerpo independiente de leyes naturales en un contexto puramente secular, de acuerdo con sus propios intereses particulares, que no eran, al contrario que lo escolásticos, principalmente teológicos. De hecho, incluso los racionalistas del siglo XVIII, enemigos declarados de los escolásticos en muchos aspectos, se vieron profundamente influidos en su mismo racionalismo por la tradición escolástica.
Así que, que no haya equívocos: en la tradición tomista, la ley natural es una ley tan ética como física y el instrumento con el que el hombre aprende dicha ley es su razón: no la fe, ni la intuición, ni la gracia, la revelación o cualquier otra cosa. En la atmósfera contemporánea de aguda dicotomía entre ley natural y razón (y especialmente entre los sentimientos irracionalistas del pensamiento “conservador”), esto no puede subrayarse demasiado a menudo. Por tanto, Santo Tomás de Aquino, en palabras del eminente historiador de la filosofía Padre Copleston, “destacaba el lugar y función de la razón en la conducta moral, [Aquino] compartía con Aristóteles la opinión de que es la posesión de razón lo que distingue al hombre de los animales” y que “le permite actuar deliberadamente a la vista de entender conscientemente el fin y le pone por encima del nivel del comportamiento puramente instintivo”.
Por tanto, Aquino pensaba que los hombres actúan siempre con un propósito, pero también va más allá argumentando que los fines también pueden ser comprendidos por la razón como objetivamente buenos o malos para el hombre. Así que para Aquino, en palabra de Copleston, “hay por tanto espacio para el concepto de la ‘razón recta’, la razón que dirige los actos del hombre para alcanzar el bien objetivo para el hombre”. La conducta moral es por tanto una conducta de acuerdo con la recta razón: “Si se dice que la conducta moral en la conducta racional lo que se quiere decir es una conducta de acuerdo con la recta razón, la razón que comprende el bien objetivo para el hombre y dicta los medios para alcanzarlo”.
Por tanto, en la filosofía de la ley natural, la razón no está condenada, como en la moderna filosofía posterior a Hume, a ser una mera esclava de las pasiones, confinada a producir el descubrimiento de medios para fines elegidos arbitrariamente. Pues los propios fines son seleccionados por el uso de la razón y la “recta razón” dicta al hombre sus fines apropiados así como los medios para alcanzarlos. Para los tomistas o teóricos de la ley natural, la ley general de la moralidad del hombre es un caso especial del sistema de ley natural que gobierna a todos los entes del mundo, cada uno con su propia naturaleza y sus propios fines. “Para él la ley moral (…) es un caso especial de los principios generales de que todas las cosas finitas se mueven hacia sus fines mediante el desarrollo de sus potencialidades”. Y aquí aparece un diferencia vital entre las criaturas inanimadas o incluso vivas no humanas y el propio hombre, pues las primeras están obligadas a proceder de acurdo con los fines dictados por sus naturalezas, mientras que el hombre, “el animal racional”, posee razón para descubrir dichos fines y libre voluntad para elegir.
El qué doctrina, la ley natural o la de sus críticos, ha de considerarse verdaderamente racional fue respondido incisivamente por el último Leo Strauss, en el curso de una aguda crítica del relativismo moral en la teoría política del Profesor Arnold Brecht. Pues, en contraste con la ley natural,
la ciencia social positivista (…) se caracteriza por el abandono o la huida de la razón (…).
De acuerdo con la interpretación positivista del relativismo que prevalece en la ciencia social de hoy en día (…) la razón puede decirnos qué medios son conductivos a qué fines, no puede decirnos qué fines alcanzables han de preferirse a otros fines alcanzables. La razón no puede decirnos qué tendríamos que elegir como fines alcanzables; si alguien ama a quien desee lo imposible, la razón puede decirle que actúa irracionalmente, pero no puede decirle que tendría que actuar racionalmente o que actuar irracionalmente es actuar mal o despreciablemente. Si la conducta racional consiste en elegir los medios correctos para el fin correcto, el relativismo nos enseña en la práctica que la conducta racional es imposible.
Finalmente, el puesto único de la razón en la filosofía de la ley natural ha sido afirmado por el filósofo tomista moderno, el veterano Padre John Toohey. Toohey define a una filosofía sólida como sigue: “Filosofía, en el sentido en que se usa la palabra cuando el escolasticismo se contrasta con otras filosofías, es un intento por parte de la razón no auxiliada del hombre para dar una explicación fundamental de la naturaleza de las cosas”.
2. La ley natural como “ciencia”
Es realmente desconcertante que tantos filósofos modernos desdeñen el mismo término “naturaleza” como una inyección de misticismo y de lo sobrenatural. Una manzana a la que se deje caer, caerá al suelo; eso lo vemos todos y reconocemos que está en la naturaleza de la manzana (así como del mundo en general). Dos átomos de hidrógeno combinados con uno de oxígeno generarán una molécula de agua, un comportamiento que está únicamente en la naturaleza del hidrógeno, el oxígeno y el agua. No hay nada arcano o místico acerca de dichas observaciones. ¿Por qué poner reparos entonces al concepto de “naturaleza”? El mundo, en realidad, consiste en una multitud de cosas o entidades observables. Es sin duda un hecho observable. Como el mundo no consiste en una cosa o entidad homogénea sola, se deduce que cada una de estas cosas distintas posee atributos diferentes, ya que de otra forma todo sería la misma cosa. Pero si A, B, C, etc. tienen distintos atributos, se deduce inmediatamente que tienen distintas naturalezas. También se deduce que cuando estas distintas cosas se encuentran e interactúan, se producirá un resultado delimitable y definible. En resumen, las causas concretas y delimitables tendrán efectos concretos y delimitables.
El comportamiento observable de cada una de estas entidades es la ley de sus naturalezas y esta ley incluye lo que ocurre como resultado de interacciones. El complejo que podemos construir a partir de estas leyes puede calificarse como la estructura de la ley natural, ¿Qué tiene esto de “místico”?
En el campo de las leyes puramente físicas, este concepto normalmente diferirá de la moderna terminología positivista sólo en los altos niveles filosóficos; sin embargo, aplicada al hombre, el concepto es mucho más polémico. Y aún así, si manzanas y piedras y rosas, cada una tiene su naturaleza específica ¿es el hombre la única entidad, el único ser que no puede tener ninguna? Y si el hombre sí tiene una naturaleza, ¿por qué no puede también estar abierta a la observación y reflexión intelectual? Si todas las cosas tienen naturalezas, entonces indudablemente la naturaleza del hombre está abierta a la inspección; el actual rechazo brusco del concepto de naturaleza del hombre es por tanto arbitrario y a priori.
Una crítica común y burlona por parte de los oponentes a la ley natural es: ¿quién va a establecer las supuestas verdades acerca del hombre? La respuesta no es quién sino qué: la razón humana. La razón humana es objetiva, es decir, pueden emplearla todos los hombres para descubrir verdades acerca del mundo. Preguntar qué es la naturaleza humana es invitar a la respuesta. ¡Ve y estudia y descúbrelo! Es como si hombre fuera a afirmar que la naturaleza del cobre estuviera abierta a la investigación racional y un crítico le retara a “probar” esto inmediatamente aportando en ese momento todas las leyes que se hayan descubierto respecto del cobre.
Otra acusación común es que los teóricos de la ley natural difieren entre sí y que por tanto deben descartarse todas las teorías del derecho natural. Esta acusación tiene su aquél, al provenir habitualmente de economistas utilitarios. Pues la economía ha sido una ciencia notoriamente polémica y aún así poca gente defiende echar toda la economía en el descarte. Además, las diferencias de opinión no son una excusa para descartar a todos los bandos en una disputa; la persona responsable es la que utiliza su razón para examinar las distintas posiciones y adoptar su propia postura. No dice simplemente a priori “¡Malditas vuestras familias!” El hecho de la razón humana no significa que el error sea imposible. Incluso ciencias “puras” como la física y la química han tenido sus errores y sus fervientes disputas. Ningún hombre es omnisciente o infalible (por cierto, una ley de la naturaleza humana).
La ética de la ley natural decreta que para todas las cosas vivientes, “el bien” es el cumplimiento de todo lo que es mejor para ese tipo de criatura; por tanto “el bien” es relativo a la naturaleza de la criatura implicada. Así, el Profesor Cropsey escribe:
La doctrina clásica [de la ley natural] es que cada cosa es excelente en el grado en que puede hacer cosas para las que su especie está dotada naturalmente (…) ¿Por qué es bueno lo natural? (…) [Porque] no hay forma ni razón que impida que distingamos entre bestias inútiles y útiles, por ejemplo y (…) lo más empírico y (…) racional que sea el patrón de utilidad o el límite de la actividad de las cosas lo establece su naturaleza. No juzgamos que los elefantes sean buenos porque sean naturales o porque la naturaleza sea buena, signifique esto lo que signifique. Juzgamos si es bueno un elefante en particular a la luz de lo que la naturaleza del elefante hace posible que hagan y sean los elefantes.
En el caso del hombre, la ética de la ley natural establece que lo bueno o malo puede determinarse por lo que cumple o frustra lo que es mejor para la naturaleza del hombre.
Luego la ley natural dilucida lo que es mejor para el hombre: qué fines debería perseguir el hombre que sean más armoniosos y tiendan más a cumplir con su naturaleza. Por tanto, en un sentido importante, la ley natural ofrece al hombre una “ciencia de la felicidad”, con los caminos que le llevarán a esta felicidad real. Por el contrario, la praxeología o la economía, así como la filosofía utilitaria, con las que esta ciencia ha estado íntimamente relacionada, tratan a la “felicidad” en el sentido puramente formal como el cumplimiento de aquellos fines que la gente suele (por cualquier razón) poner más alto en su escala de valores. La satisfacción de esos fines da al hombre su “utilidad” o “satisfacción” o “felicidad”. El valor, en el sentido de valoración o utilidad, es puramente subjetivo y decidido por cada individuo. Este procedimiento es perfectamente apropiado para la ciencia formal de la praxeología, o teoría económica, pero no necesariamente en todas partes. Pues en una ética de la ley natural, los fines demuestran ser buenos o malos para el hombre en distintos grados; el valor es aquí objetivo, determinado por la ley natural del ser humano, y aquí la “felicidad” del hombre se considera en sentido de contento de sentido común. Como dijo el Padre Kenealy:
Esta filosofía mantiene que hay de hecho un orden moral objetivo dentro del ámbito de la inteligencia humana, al que están condenadas las sociedades humanas conscientemente a seguir y del cual dependen la paz y la felicidad de la vida personal, nacional e internacional.
Y el eminente jurista inglés, Sir William Blackstone, resumía la ley natural y su relación con la felicidad humana como sigue:
Ésta es la base de lo que llamamos ética, o ley natural (…) demostrando que esta o aquella acción tiende a la felicidad real del hombre y por tanto concluyendo con justicia que su realización es una parte de la ley de la naturaleza; o, por el contrario, que esta o aquella acción supone la destrucción de felicidad real de hombre, y que por tanto la prohíbe la ley de la naturaleza.
Sin utilizar la terminología de la ley natural, el psicólogo Leonard Carmichael ha indicado cómo puede establecerse una ética objetiva y absoluta para el hombre sobre métodos científicos, basada en la investigación biológica y psíquica:
Como el hombre tiene una configuración inalterable y añeja, anatómica, psicológica y fisiológicamente determinada genéticamente hay razones para creer que al menos algunos de los “valores” que reconoce como buenos o malos se hayan descubierto o hayan aparecido al haber vivido juntos los seres humanos durante miles de años en muchas sociedades. ¿Hay alguna razón para sugerir que estos valores, una vez, identificados y comprobados, no puedan enseñarse como esencialmente fijos e inalterables? Por ejemplo, el asesinato caprichoso de un adulto por parte de otro por mera diversión personal del que comete el asesinato, una vez reconocido como un mal general, probablemente se reconozca así siempre. Ese asesinato tiene efectos individuales y sociales desventajosos. O por tomar un ejemplo más suave de la estética, probablemente el hombre siempre reconozca de cierta manera el equilibrio de dos colores complementarios por haber nacido con ojos humanos especialmente constituidos.
Una objeción filosófica común a la ética de la ley natural es que confunde, o identifica, el realismo del hecho y el valor. Para nuestra breve explicación bastará la réplica de John Wild:
Al responder podemos apuntar que su visión [de la ley natural] identifica el valor no con la existencia sino más bien con el cumplimiento de tendencias determinadas por la estructura de la entidad existente. Además, identifica lo malo, no con la inexistencia, sino más bien con un modo de existencia en que las tendencias naturales se ver frustradas y privadas de realización (…). La planta joven cuyas hojas se están secando por falta de luz no es inexistente. Existe, pero en un modo insano o privativo. El hombre cojo no es inexistente. Existe pero con un poder natural parcialmente no realizado. (…) Esta objeción metafísica se basa en la suposición común de que la existencia está totalmente acabada o completa. (…) [Pero] lo que es el bien es el cumplimiento del ser.
Tras establecer que la ética, para el hombre igual que para cualquier otra entidad, se determina investigando tendencias existentes de esa entidad, Wild se hace una pregunta crucial para toda ética no teológica: “¿por qué siento que esos principios me obligan?” ¿Cómo se incorporan esas tendencias universales de la naturaleza humana a una escala de valor subjetiva de una persona? Porque
las necesidades factuales que subyacen a todo el procedimiento son comunes a los hombres. Los valores basados en ellas son universales. Por tanto, si no cometo ningún error en mi análisis tendencial de la naturaleza humana y si me entiendo a mí mismo, debo ser ejemplo de la tendencia y debo sentirla subjetivamente como una llamada imperativa a la acción.
David Hume es el filósofo que suponen los filósofos modernos que demolió efectivamente la teoría de la ley natural. La “demolición” de Hume tenía dos flancos: la exposición de la supuesta dicotomía “hecho-valor”, eliminando así la inferencia del valor a partir del hecho, y su opinión de que la razón es y sólo puede ser esclava de las pasiones.
En resumen, frente a la visión de la ley natural de que la razón humana puede descubrir los fines apropiados a perseguir por el hombre, Hume sostenía que sólo las emociones pueden en definitiva establecer los fines del hombre y que el lugar de la razón es el de ser un técnico y criado para sus emociones. (Aquí a Hume le siguen los científicos sociales modernos desde Max Weber). De acuerdo con esta visión, las emociones de la gente se suponen hechos dados primariamente y no analizables.
El Profesor Hesselberg ha demostrado, sin embargo, que Hume, en el curso de sus propias explicaciones se vio obligado a reintroducir un concepto de ley natural dentro de su filosofía social y particularmente en su teoría de la justicia, ilustrando la burla de Etienne Gilson: “La ley natural siempre entierra a sus enterradores”. Pues Hume, en palabras de Hesselberg, “reconocía y aceptaba que el (…) orden social es un requisito indispensable para el bienestar y la felicidad del hombre: y que esto es la constatación de un hecho”. Por tanto el orden social debe mantenerse por parte del hombre. Continúa Hesselberg:
Pero no es posible un orden social salvo que el hombre sea capaz de concebir lo que es y cuáles son su ventajas y asimismo concebir aquellas normas de conducta que son necesarias para su establecimiento y preservación, a saber, respeto por la persona de otro y sus posesiones legítimas, que son lo esencial de la justicia (…) Pero la justicia es producto de la razón, no de las pasiones. Y la justicia es el apoyo necesario del orden social y el orden social es necesario para el bienestar y la felicidad del hombre. Si es así, las normas de la justicia deben controlar y regular las pasiones y no al contrario.
Hesselberg concluye que “así que la ‘primacía de las pasiones’ original de Hume resulta ser completamente insostenible por su teoría social y política y (…) se ve obligado a reintroducir la razón como un factor cognitivo-normativo en las relaciones sociales humanas”.
En realidad, al explicar la justicia y la importancia de los derechos de propiedad privada, Hume se vio obligado a escribir que la razón puede establecer dicha ética social: “la naturaleza ofrece un remedio en el juicio y comprensión de lo que es irregular y estrecho en los afectos”: en resumen, la razón puede ser superior a las pasiones.
Hemos visto en nuestra explicación que la doctrina de la ley natural (la opinión de que puede establecerse una ética objetiva a través de la razón) ha tenido que afrontar dos poderosos grupos de enemigos en el mundo moderno: ambos ansiosos por denigrar el poder de la razón humana para decidir sobre su destino. Están los fideistas que creen que la ética sólo puede ofrecerse al hombre por revelación sobrenatural y los escépticos que creen que el hombre debe tomar su ética de los caprichos o emociones arbitrarios. Podemos resumirlo en la dura pero penetrante opinión del Profesor Grant de que
la extraña alianza contemporánea entre aquéllos que dudan de la capacidad de la razón humana en nombre del escepticismo (probablemente científico en origen) y quienes denigran su capacidad en nombre de la religión revelada. Sólo hace falta estudiar el pensamiento de Ockham para ver lo antigua que es esta extraña alianza. Pues en Ockham puede verse cómo el nominalismo filosófico, incapaz de afrontar la cuestión de la certidumbre práctica, la resuelve mediante la hipótesis arbitraria de la revelación. La voluntad separad del intelecto (como debe ser en el nominalismo) puede buscar la certidumbre sólo a través de esas hipótesis arbitrarias.
El hecho históricamente interesante es que estas dos tradiciones anti-racionalistas (la del liberal escéptica y el revelacionista protestante) deberían haber venido originalmente de dos (…) visiones opuestas del hombre. La dependencia protestante de la revelación deriva de un gran pesimismo acerca de la naturaleza humana (…) Los valores inmediatamente aprehendidos del liberal se originan por un gran optimismo. Aún así (…) después de todo ¿no es la tradición dominante en Norteamérica un protestantismo que se ha transformado por la tecnología pragmática y las aspiraciones liberales?
3. Ley natural frente a ley positiva
Luego si la ley natural se descubre por la razón a partir de “las inclinaciones básicas de la naturaleza humana (…) absoluta, inmutable y de validez universal para todo tiempo y lugar”, se deduce que la ley natural ofrece un grupo objetivo de normas éticas mediante el cual evaluar las acciones humanas en cualquier tiempo y lugar. La ley natural es, en esencia, una ética profundamente “radical”, pues somete al status quo existente, que podría violar groseramente la ley natural, a la implacable y rígida luz de la razón. En el ámbito de la política o la acción del Estado, la ley natural presenta al hombre con una serie de normas que bien pueden ser radicalmente críticas de la ley positiva existente impuesta por el Estado. En este momento, sólo tenemos que destacar que la misma existencia de la ley natural descubrible por la razón es una amenaza potencialmente poderosa al status quo y un reproche constante al reinado de la costumbre ciegamente tradicional o la voluntad arbitraria del aparato del Estado.
De hecho los principios legales de cualquier sociedad pueden establecerse de tres formas alternativas: (a) siguiendo la costumbre tradicional de la tribu o la comunidad; (b) obedeciendo a la voluntad arbitraria y ad hoc de quienes gobiernan el aparto del Estado o (c) por el uso de la razón del hombre al descubrir la ley natural; en resumen por la servil conformidad a la costumbre, por el capricho voluntario o por el uso de la razón humana. Estás son esencialmente las únicas formas posibles de establecer una ley positiva. Aquí simplemente afirmaremos que el último método es a la vez el más apropiado para el hombre en su humanidad más noble y completa, y potencialmente el más “revolucionario” frente a cualquier status quo existente.
En nuestro siglo, la extendida ignorancia y el desdén por la misma existencia de la ley natural han limitado el apoyo de las estructuras legales a (a) o (b) o alguna mezcla de ambas. Esto vale incluso para quienes tratan de crear una política de libertad individual. Así, están aquellos liberales que simple y acríticamente adoptarían la ley común, a pesar de sus muchos defectos anti-libertarios. Otros, como Henry Hazlitt, eliminarían todas las limitaciones constitucionales al gobierno para confiar solamente en la voluntad mayoritaria expresada por el parlamento. Ningún grupo parece entender el concepto de estructura de ley natural racional a usar como guía para dar forma una y otra vez a cualquier ley positiva que pueda haber en existencia.
Aunque la teoría de la ley natural ha sido usada erróneamente en defensa del status quo político, sus implicaciones radicales y “revolucionarias” fueron brillantemente comprendidas por el gran historiador católico liberal Lord Acton. Actón veía claramente que el profundo fallo en la concepción de la filosofía política de la ley natural de los antiguos griegos (y sus posteriores seguidores) fue identificar política y moral y luego poner el supremo agente moral social en el Estado. De Platón a Aristóteles, la proclamada supremacía del estado se basaba en su opinión de que “la moralidad era indistinguible de la religión y la política de la moral; y en religión, moralidad y política sólo había un legislador y una autoridad”.
Acton añadía que los estoicos desarrollaron los principios correctos (sin estado) de la filosofía política de la ley natural, que luego fueron revividos en el periodo moderno por Grocio y sus seguidores. “Desde entonces se hizo posible hacer de la política un asunto de principios y de conciencia”. La reacción del estado a este desarrollo teórico fue de terror:
Cuando Cumberland y Pufendorf desentrañaron el verdadero significado de la doctrina [de Grocio], toda autoridad establecida, todo interés triunfante retrocedió aterrorizado (…) Quedaba de manifiesto que todas las personas que habían aprendido que la ciencia política es un asunto de conciencia más que de poder y eficacia, debían considerar a sus adversarios como hombres sin principios.
Acton veía claramente que cualquier serie de principios morales basados en la naturaleza del hombre deben inevitablemente entrar en conflicto con la costumbre y la ley positiva. Para Acton, un conflicto tan irrefrenable era un atributo esencial del liberalismo clásico: “El liberalismo desea lo que tendría que ser, independientemente de lo que sea”. Como escribe Himmelfarb de la filosofía de Acton:
no se daba al pasado ninguna autoridad excepto si ocurría conforme a la moralidad. Tomar en serio esta teoría liberal de la historia, dar preferencia a “lo que tendría que ser” sobre “lo que es” era, reconocía, instaurar virtualmente una “revolución permanente”.
Y así, para Acton, el individuo, armado con los principios morales de la ley natural, está entonces en una posición firme desde la que criticar los regímenes e instituciones existentes, sometiéndolos a la fuerte y dura luz de la razón. Incluso el mucho menos orientado políticamente John Wild ha descrito mordazmente la naturaleza inherentemente radical de la teoría de la ley natural:
La filosofía de la ley natural defiende la dignidad racional del individuo humano y su derecho y deber de criticar de palabra y obra cualquier institución o estructura social existente en términos de esos principios morales universales que puedan comprenderse con sólo el intelecto del individuo.
Si la misma idea de la ley natural es esencialmente “radical” y profundamente crítica con las instituciones políticas existentes, entonces ¿cómo se ha hecho común el clasificar a la ley natural como “conservadora”? El Profesor Parthemos considera que la ley natural es “conservadora” porque sus principios son universales, fijos e inmutables y por tanto son principios “absolutos” de justicia. Muy cierto, pero ¿por qué la fijeza de un principio implica “conservadurismo”? Por el contrario, el hecho de que los teóricos de la ley natural deduzcan de la misma naturaleza del hombre una estructura fija del derecho independiente del tiempo y el lugar o del hábito, la autoridad o las normas de grupo hace de ese derecho una fuerza poderosa para un cambio radical. La única excepción sería el indudablemente raro caso en que la ley positiva resulte coincidir en todos los aspectos con la ley natural discernida por la razón humana.
4. Ley natural y derechos naturales
Como hemos indicado, el gran fallo de la teoría de la ley natural (de Platón y Aristóteles a los tomistas y hasta Leo Strauss y sus seguidores actualmente) es haber sido profundamente estatista en lugar de individualista. Esta teoría “clásica” de la ley natural pone el lugar de lo bueno y la acción virtuosa en el Estado, con individuos estrictamente subordinados a la acción del Estado. Así, a partir del dicho correcto de Aristóteles de que el hombre es un “animal social”, de que su naturaleza es más apropiada para lo cooperación social, los clásicos saltaron ilegítimamente a una identificación virtual de la “sociedad” con el “Estado” y por tanto al Estado como el principal punto de acción virtuosa. Por el contrario, fueron los niveladores, y particularmente John Locke, en la Inglaterra de siglo XVII quienes transformaron la ley natural clásica en una teoría basada en el individualismo metodológico y por tanto político. A partir del énfasis de Locke sobre el individuo como unidad de acción, como la entidad que piensa, siente, elige y actúa, deriva su concepción de la ley natural en política que establece los derechos naturales de cada individuo. Fue la tradición individualista de Locke que influyó profundamente a los posteriores revolucionarios americanos y la tradición dominante de pensamiento libertario en la nueva nación revolucionaria. Es sobre esta tradición del libertarismo de los derechos naturales sobre la que trata de construirse este libro.
El elogiado “Segundo tratado sobre el gobierno civil” fue ciertamente una de las primeras elaboraciones sistemáticas de la teoría libertaria e individualista de los derechos naturales. De hecho, la similitud entre la opinión de Locke y la teoría establecida a continuación resultará evidente en el siguiente pasaje:
[C]ada hombre, empero, tiene una propiedad en su misma persona. A ella nadie tiene derecho alguno, salvo él mismo. El trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos podemos decir que son propiamente suyos. Cualquier cosa, pues, que él remueva del estado en que la naturaleza le pusiera y dejara, con su trabajo se combina y, por tanto, queda unida a algo que de él es, y así se constituye en su propiedad. Aquélla, apartada del estado común en que se hallaba por naturaleza, obtiene por dicho trabajo algo anejo que excluye el derecho común de los demás hombres. Porque siendo el referido trabajo propiedad indiscutible de tal trabajador, no hay más hombre que él con derecho a lo ya incorporado, al menos donde hubiere de ello abundamiento, y común suficiencia para los demás. (…)
El que se alimenta de bellotas que bajo una encina recogiera, o manzanas acopiadas de los árboles del bosque, ciertamente se las apropió. Nadie puede negar que el alimento sea suyo. Pregunto, pues, ¿cuándo empezó a ser suyo? Mas es cosa llana que si la recolección primera no lo convirtió en suyo, ningún otro lance lo alcanzara. Aquel trabajo pone una demarcación entre esos frutos y las cosas comunes. Él les añade algo, sobre lo que obrara la naturaleza, madre común de todos; y así se convierten en derecho particular del recolector. ¿Y dirá alguno que no tenía éste derecho a que tales bellotas o manzanas fuesen así apropiadas, por faltar el asentimiento de toda la humanidad a su dominio? (…) Si tal consentimiento fuese necesario ya habría perecido el hombre de inanición, a pesar de la abundancia que Dios le diera. Vemos en los comunes, que siguen por convenio en tal estado, que es tomando una parte cualquiera de lo común y removiéndolo del estado en que lo dejara la naturaleza cómo empieza la propiedad, sin la cual lo común no fuera utilizable.
No debería sorprender que la teoría de los derechos naturales de Locke, como han demostrado los historiadores del pensamiento político, esté llena de contradicciones e inconsistencias. Después de todo, los pioneros de cualquier disciplina, de cualquier ciencia, están condenados a sufrir inconsistencias y lagunas que corregirán los que les sigan. Las divergencias con Locke en la presente obra sólo sorprenderán a los que crean en la desgraciada moda moderna que prácticamente ha abolido la filosofía política constructiva en favor de un mero interés de anticuario por los textos más antiguos. De hecho, la teoría libertaria de los derechos naturales continuó expandiéndose y purificándose tras Locke, llegando a su culminación en las obra del siglo XIX de Herbert Spencer y Lysander Spooner.
La multitud de teóricos de los derechos naturales tras Locke y los niveladores, dejaba clara su opinión de que estos derechos derivan de la naturaleza del hombre y del mundo que lo rodea. Algunos ejemplos notablemente nombrados: el teórico germano-estadounidense del siglo XIX, Francis Lieber en su tratado temprano y más libertario escribía: “La ley de la naturaleza o ley natural (…) es la ley, el cuerpo de derechos, que deducimos de la naturaleza esencial del hombre”. Y el eminente ministro unitario estadounidense del siglo XIX William Ellery Channing: “Todos los hombres tienen la misma naturaleza racional y el mismo poder de conciencia y todos están igualmente hechos para su mejora indefinida de estas facultades divinas y para la felicidad que se encuentra en su uso virtuoso”. Y Theodore Woolsey, uno de los últimos teóricos sistemáticos de los derechos naturales en los Estados Unidos del siglo XIX: los derechos naturales son aquéllos “en los que debe invertirse, por justa deducción de las características presentes físicas, morales, sociales y religiosas del hombre (…) para cumplir con los fines a los que le llama la naturaleza”.
Si, como hemos visto, la ley natural es esencialmente una teoría revolucionaria, entonces con mayor razón lo es su rama individualista de los derechos naturales. Como dijo la teórica estadounidense de los derechos naturales del siglo XIX Elisha P. Hurlbut:
Las leyes deben ser meramente declaratorias de derechos y prohibiciones naturales y (…) lo que sea indiferente para las leyes de la naturaleza debe quedar inadvertido para la legislación humana (…) y la tiranía legal aparece siempre que nos alejamos de este sencillo principio.
Un ejemplo notable del uso revolucionario de los derechos naturales es, por supuesto, la Revolución Americana, que se basaba en un desarrollo radicalmente revolucionario de la teoría de Locke durante el siglo XVIII. Las famosas palabras de la Declaración de Independencia, como dejaba claro el propio Jefferson, no enunciaban nada nuevo, sino que eran simplemente un brillante destilado de las opiniones que sostenían los americanos de aquel entonces:
Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad [la expresión más común de la triada era “Vida, libertad y propiedad”]. Que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados. Que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla.
Particularmente sorprendente es la ardiente prosa del gran abolicionista William Lloyd Garrison, aplicando la teoría de los derechos naturales de una forma revolucionaria para cuestionar la esclavitud:
El derecho a disfrutar de la libertad es inalienable. (…) Todo hombre tiene derecho a su propio cuerpo, al producto de su trabajo, a la protección de la ley. (…) Que todas estas leyes que ahora se aplican admitiendo el derecho a la esclavitud son, por tanto, ante Dios, completamente nulas e inválidas (…) y por tanto tendrían que abolirse instantáneamente.
Hablaremos de “derechos” a lo largo de toda esta obra, en particular los derechos de los individuos a la propiedad en sus personas y en objetos materiales. ¿Pero cómo definimos los “derechos”? El “derecho” ha sido definido convincente y agudamente por el Profesor Sadowsky:
Cuando decimos que alguien tiene el derecho a hacer ciertas cosas queremos decir esto y sólo esto: que sería inmoral que otro, sólo o en combinación con otros, le impidiera hacerlo mediante el uso de fuerza física o su amenaza. No queremos decir que cualquier uso que haga un hombre de su propiedad dentro de los límites fijados sea necesariamente un uso moral.
La definición de Sadowsky destaca la distinción crucial que haremos a lo largo de este libro entre el derecho de un hombre y la moralidad o inmoralidad de su ejercicio de ese derecho. Argumentaremos que es un derecho de un hombre hacer lo que quiera con su persona, que es su derecho no ser molestado o interferido con violencia en el ejercicio de ese derecho. Pero lo que pueden ser formas morales o inmorales de ejercitar dicho derecho es una cuestión de ética personal en lugar de filosofía política, qué afecta solamente a asuntos del derecho, y del ejercicio apropiado o inapropiado de la violencia física en la relaciones humanas. La importancia de esta distinción crucial no puede exagerarse. O como decía concisamente Elisha Hurlbut: “El ejercicio de una facultad [por un individuo] es su sólo uso. La forma de su ejercicio es una cosa: eso implica una cuestión moral. El derecho a su ejercicio es otra cosa”.
5. La tarea de la filosofía política
No es intención de este libro exponer o defender con detalle la filosofía de la ley natural o desarrollar una ética de la ley natural para la moralidad personal del hombre. La intención es establecer una ética social de libertad, es decir, desarrollar ese subgrupo de la ley natural que desarrolla el concepto de derechos naturales y que se ocupa del ámbito adecuado de la “política”, es decir, de la violencia y la no violencia como modos de relación interpersonal. En resumen, establecer una filosofía política de la libertad.
En nuestra opinión, la principal tarea de la “ciencia política”, o mejor de la “filosofía política” es construir el edificio del derecho natural pertinente para la escena política. El que esta tarea haya sido completamente olvidada en este siglo por parte de los científicos políticos está muy claro. La ciencia política o ha buscado una “construcción de un modelo” positivista y científico, o se ha dedicado a una acumulación de datos puramente empírica. El científico político contemporáneo cree que puede evitar la necesidad de juicios morales y que puede contribuir a crear un marco de políticas públicas sin comprometerse con ninguna posición ética. Y aún así, tan pronto como alguien hace cualquier sugerencia política, por muy estrecha o limitada que sea, ha realizado, lo quiera o no, un juicio ético (sensato o insensato).
La diferencia entre el científico político y el filósofo político es que los juicios morales del “científico” están ocultos e implícitos y por tanto no sujetos a un escrutinio detallado y por tanto es más probable que sean insensatos. Además, evitar los juicios éticos explícitos lleva a los científicos políticos a un primordial juicio de valor implícito: en favor del status quo político que suele prevalecer en cualquier sociedad concreta. Como mínimo, su falta de una ética política sistemática impide que el científico político trate de convencer a nadie del valor de cualquier cambio en el status quo.
Entretanto, además, los filósofos políticos de hoy en día generalmente se limitan, también de una forma neutral, a descripciones de anticuario y exégesis de las opiniones de otros filósofos políticos desaparecidos hace tiempo. Al hacerlo así, eluden la principal tarea de la filosofía política, en palabras de Thomas Thorson, “la justificación filosófica de las posiciones de valor relevante para la política”.
Por tanto, para defender la política pública, debe construirse un sistema de ética social o política. En siglos pasados ésta era la tarea esencial de la filosofía política. Pero en el mundo contemporáneo, la teoría política, en nombre de una “ciencia” espuria, ha eliminado la filosofía ética y se ha descartado a sí misma como guía para el ciudadano curioso. Se ha seguido el mismo camino en cada una de las disciplinas de las ciencias sociales y de la filosofía al abandonar los procedimientos de la ley natural. Eliminemos por tanto los duendes del Wertfreiheit, del positivismo, del cientifismo. Ignorando las imperiosas demandas de un status quo arbitrario, construyamos (por muy manido que pueda ser este cliché) un patrón de ley y derechos naturales en el que puedan reparar los sabios y honrados. En concreto, busquemos establecer la filosofía política de la libertad y del ámbito adecuado de la ley, los derechos de propiedad y el Estado.
Este artículo está extraído de los 5 primeros capítulos de The Ethics of Liberty.