[Extraído de The Foundations of Morality de Henry Hazlitt]
1. La contribución de Hume
David Hume, probablemente el mayor filósofo británico, hizo tres contribuciones importantes a la ética. La primera fue la denominación y aplicación coherente del «principio de utilidad».1 La segunda fue su explicación de la simpatía. La tercera, no menos importante que las demás, fue apuntar no solo que debemos seguir inflexiblemente reglas generales de acción, sino por qué es esencial garantizar los intereses y la felicidad del individuo y la humanidad.
Sin embargo es una sorprendente evolución del pensamiento ético que esta tercera contribución haya sido tan a menudo omitida no solo por posteriores escritores de la Escuela Utilitarista, incluyendo a Bentham, sino incluso por historiadores de la ética cuando explican al propio Hume.2 Quizá una razón para esto es que Hume, al explicar la moral en su Tratado de la naturaleza humana (1740) dedica comparativamente solo unos pocos párrafos al tema. Y su Investigación sobre los principios de la moral, publicada doce años después (en 1752), que en su autobiografía describía como “incomparablemente el mejor” de todos sus escritos históricos, filosóficos o literarios, daba todavía menos espacio a la misma. Aun así, es tan importante y tan esencial que difícilmente puede recibir demasiada importancia y desarrollo.
Empecemos por la propia exposición del principio por Hume y las razones para él en el Tratado:
Un solo acto de justicia es frecuentemente contrario al interés público y si queda aislado, sin que lo sigan otros actos, puede, en sí mismo, ser muy perjudicial para la sociedad. Cuando un hombre de mérito, de disposición caritativa, entrega una gran fortuna a un miserable o a un sedicioso fanático, ha actuado justa y laudablemente, pero el público es el sufridor real. Tampoco todo acto individual de justicia, considerado independientemente es más propicio al interés privado que al público y es fácil concebir cómo un hombre puede empobrecerse con un solo ejemplo de integridad y tener razones para desear que, en relación con ese acto único, las leyes de la justicia se suspendieran por un momento en el universo. Pero aunque actos singulares de justicia puedan ser contrarios al interés público o privado, es seguro que todo el plan o esquema es muy propicio, o incluso un requisito absoluto, tanto para el apoyo de la sociedad como el bienestar de todo individuo. Es imposible separar lo bueno de lo malo. La propiedad debe ser estable y debe fijarse por reglas generales. Aunque en algún caso el público pueda sufrir, este mal momentáneo se compensa ampliamente por el constante seguimiento de la regla y por la paz y orden que establece en la sociedad. E incluso cada persona individual debe verse a sí misma como ganadora al echar cuentas; así, sin justicia, la sociedad debe disolverse inmediatamente y todos deben caer en esa condición salvaje y solitaria que es infinitamente peor que la peor situación que pueda suponerse en sociedad. Por tanto, cuando los hombres han tenido experiencia suficiente para observar que sean cuales sean las consecuencias de cualquier acto singular de justicia, llevado a cabo por una sola persona, todo el sistema de acciones coincidente en toda la sociedad es infinitamente ventajoso para la totalidad y para cada parte, no tardarán mucho en implantarse justicia y propiedad. Todo miembro de la sociedad es sensible a este interés: cada uno expresa este sentimiento a sus iguales, junto con la resolución que ha tomado de ajustar sus acciones a él, bajo la condición de que los demás harán lo mismo. No hace falta más que inducir a todos los demás a realizar un acto de justicia cuando tengan la primera oportunidad. Esto se convierte en un ejemplo para otros y así la justicia se establece por una forma de convención o acuerdo, es decir, por una sensación de interés, supuestamente común a todos y ene l que cada acto se realiza con la expectativa de que otros van a actuar igual. Sin esa convención, nadie habría soñado nunca que existiera una virtud como la justicia o se haya visto inducido a ajustar a ella sus acciones. Tomando un solo acto de justicia, mi justicia puede ser perniciosa en todos los aspectos y solo bajo la suposición de que otros imitarán mi ejemplo me veré inducido a adoptar esa virtud, como nada salvo esta combinación puede producir ventajas de justicia o darme motivos para ajustarme a sus reglas.3
Y unas treinta páginas después, Hume observa: «La avidez y parcialidad de los hombres traería rápidamente desorden al mundo, si no se restringe con algunos principios generales e inflexibles. Fue por tanto con esta visión de su inconveniencia como los hombres han establecido esos principios y han acordado limitarse a las reglas generales, que son inamovibles por el rencor y el favor y por visiones particulares del interés privado y público».4
En su Investigación sobre los principios de la moral, doce años después. Hume vuelve al tema, aunque desgraciadamente se lo hace menos esencial para su argumentación que en la obra anterior. En el texto de la Investigación solo encontramos una o dos referencias breves, en una sola frase, a «la necesidad de reglas siempre que los hombres tengan cualquier interrelación entre ellos».5 Hasta la conclusión no llegamos a una segunda breve referencia a la necesidad de «rendir homenaje a las reglas generales».6 Y no es hasta que llegamos a los apéndices que encontramos alguna explicación extensa e incluso esta se limita a dos o tres páginas:
El beneficio resultante de [las virtudes sociales de la justicia y la fidelidad] no es la consecuencia de todo acto individual, sino que deriva del esquema o sistema en su conjunto en el que coincide toda o gran parte de la sociedad. La paz y orden generales son los acompañantes de la justicia o una abstención general de las posesiones de otros; pero un aspecto particular del derecho particular de un ciudadano individual puede frecuentemente, considerado en sí mismo, producir consecuencias perniciosas. El resultado de los actos individuales es aquí, en muchos casos, directamente opuesto a todo el sistema de acciones y el primero puede ser extremadamente dañino, mientras que el segundo es ventajoso en grado sumo. Las riquezas heredadas de un padre son en manos de un hombre malo un instrumento de maldad. La ley de sucesión puede, en algún caso, ser dañina. Su beneficio deriva solo de la observación de la regla general y basta si la compensación se produce por tanto pro todos los males en inconvenientes que derivan de personajes y situaciones concretas.7
Luego Hume habla de «la reglas generales e inflexibles necesarias para apoyar la paz y el orden generales en la sociedad» y continúa:
Todas las leyes de la naturaleza que regulan la propiedad, así como todas las leyes civiles, son generales y consideran solo algunas circunstancias esenciales del caso, sin tener en consideración los caracteres, situaciones y conexiones de la persona afectada o cualquier consecuencia concreta que pueda resultar de la determinación de estas leyes en cualquier caso concreto que ofrezca. Privan sin escrúpulos a un hombre caritativo de todas sus posesiones si las adquirió por error, sin justo título, para entregarlas a un miserable egoísta que ya ha acumulado enormes riquezas superfluas. La utilidad pública requiere que la propiedad deba regularse mediante reglas generales inflexibles y como dichas reglas se adoptan para servir mejor el mismo fin de la utilidad pública, es imposible que eviten todas las dificultades concretas o tengan consecuencias beneficiosas en todos los casos individuales. Basta con que todo el plan o esquema sea necesario para el apoyo de la sociedad civil y si el balance de lo bueno, en total, lo hace, prevalecerá muy por encima de lo malo.8
2. El principio en Adam Smith
Sería imposible exagerar la importancia de este principio tanto en la ley como en la ética. Descubriremos luego que, entre otras cosas, por sí solo puede reconciliar lo que es verdad en algunas de las polémicas tradicionales de la ética —por ejemplo, en la larga disputa entre el utilitarismo benthamita y el formalismo kantiano, entre el relativismo y el absolutismo e incluso entre la ética «empírica» y la «intuitiva».
La mayoría de los comentaristas de Hume lo ignoran completamente. Incluso Bentham, que no solo tomo el principio de utilidad de Hume, sino que lo bautizó con el incómodo nombre de utilitarismo, que se impuso,9 olvidó, a todos los efectos prácticos, esta cualificación esencial.
Es natural que debamos buscar algún rastro de la influencia del Principio de Reglas Generales de Hume en Adam Smith, su admirador y joven amigo (durante doce años) y su discípulo, al menos en algunas doctrinas. (Muchas de las opiniones en La riqueza de las naciones sobre comercio, dinero, interés, balanzas y libertad de comercio, impuestos y crédito público, se anticipan en los Ensayos morales, políticos y literarios de Hume, publicados unos treinta años antes). Y de hecho vemos que Adam Smith incorporó su Principio de Reglas Generales en su Teoría de los sentimientos morales (1759), particularmente en la Parte III, Capítulos IV y V. Dice elocuentemente:
Nuestras observaciones continuas de la conducta de otros nos llevan imperceptiblemente a formarnos ciertas reglas generales de lo que es apropiado a hacer o evitar.10 (…) la consideración de esas reglas generales de conducta es lo que se llama apropiadamente el sentido del deber, un principio de las máximas consecuencias en la vida humana y el único principio por el que la mayoría de la humanidad es capaz de dirigir sus acciones.11 (…) Sin esta sagrada consideración a las reglas generales, no hay hombre en cuya conducta se pueda confiar mucho. Es lo que constituye l diferencia más esencial entre un hombre de principios y honor y un tipo indigno. Uno sigue en todas las ocasiones directa y decididamente sus máximas y conserva a lo largo de toda su vida un modo igual de comportarse. El otro actúa variada y accidentalmente, según cómo sea su humor, inclinación o interés.12 (…) De la observancia tolerable de estos deberes [justicia, verdad, castidad, fidelidad] depende la misma existencia de la sociedad humana, que podría caer en la nada si la humanidad no siguiera con veneración estas importantes reglas de conducta.1
Pero a pesar de esta enfática declaración del principio, Adam Smith hace una cualificación dudosa que, de hecho es incoherente con ella. Nos dice, aparentemente en contradicción con Hume, que: «No aprobamos o condenamos originalmente acciones concretas porque, al examinarlas, parezcan estar de acuerdo o no con cierta regla general. Por el contrario, la regla general se forma al descubrir por la experiencia que todas las acciones de cierto tipo o circunstancias de cierta manera, son aprobadas o desaprobadas».14 Continúa declarando que «el hombre que vio por primera vez cometerse un asesinato humano» no tendría que reflexionar «para concebir lo horrible que fue esa acción» que se había violado «una de las reglas de conducta más sagradas».15 Y se vuelve irónico a costa de «varios autores muy eminentes» (¿Hume?) que «crean sus sistemas como si hubieran supuesto que los juicios originales de la humanidad con respecto a los correcto e incorrecto se formaran como las sentencias de un tribunal judicial: considerando primero la regla general y después si la acción concreta bajo consideración cae adecuadamente dentro de su ámbito».16
Smith simplifica en exceso el problema y no ve su propia incoherencia. Si siempre, desde el principio de los tiempos, se reconociera instantáneamente, solo por verlas, escucharlas o hacerlas, qué acciones eran correctas y cuáles eran incorrectas, no necesitaríamos crear reglas generales y decidir actuar según reglas generales, salvo que fuera la regla general: Haz siempre lo correcto y nunca lo incorrecto. Ni siquiera necesitaríamos estudiar o discutir ética. Podríamos olvidar todos los tratados de ética e incluso cualquier discusión de problemas éticos concretos. Toda la ética podría resumirse en la regla anterior de ocho palabras. Incluso a los Diez Mandamientos les sobrarían nueve.
3. Redescubrimiento en el siglo XX
El problema, por desgracia, es más complicado. Es verdad que nuestros actuales juicios éticos de algunas acciones son instantáneos: parecen basarse en el aborrecimiento del propio acto y no en ninguna consideración de sus consecuencias (aparte de las que parecen propias del acto, como el sufrimiento de una persona que esté siendo torturada o la muerte de una persona asesinada) ni en ningún juicio que implique la violación de una regla general abstracta. Sin embargo, la mayoría de estos juicios instantáneos puede en realidad basarse parcial o principalmente en el hecho de que se esté violando una regla general. Podemos ver con horror a otro coche que se dirija directamente hacia nosotros en su lado izquierdo de la calzada, aunque no hay nada propiamente incorrecto en circular por el lado izquierdo de la calzada y todo el peligro proviene de la violación de una regla general. Y en nuestros juicios morales privados, no menos que en la ley, tratamos de hecho de decidir siguiendo bajo qué regla general deberíamos actuar o bajo qué regla general debería clasificarse un acto concreto. Los tribunales deben decidir si un acto concreto es un asesinato en primer grado u homicidio o defensa propia. Si la enfermedad de un paciente es incurable, un doctor al que se pida un segundo diagnóstico debe decidir si cuenta una mentira o produce un sufrimiento innecesario. Cuando decidimos (si lo hacemos conscientemente) si decimos o no a nuestro anfitrión que no podemos recordar cuándo fue esa tarde maravillosa, debemos decidir si sería perjurio, hipocresía u obligación de cortesía.
El problema de decidir bajo qué regla debería clasificarse un acto puede a veces presentar dificultades. F.H. Bradley estaba tan afectado por estas que incluso lamentaba cualquier esfuerzo por resolver el problema «por una reflexión deductiva» e insistía en debe hacerse solo «por una sumisión intuitiva, que uno no sabe que es una sumisión». «Ningún acto en el mundo», argumentaba, «deja de tener algún aspecto capaz de ser sometido a una regla general; por ejemplo, el robo es economía, cuidado de las relaciones propias, protesta contra malas instituciones, no hacer realmente más que justicia, etc.» y razonar sobre el tema lleva directamente a la inmoralidad (Ethical Studies, pp. 196-197). No creo que tengamos que tomar muy en serio este argumento oscurantista. Seguido hasta sus últimas consecuencias, condenaría todo razonamiento acerca de la ética, incluyendo el de Bradley. El problema de decidir bajo qué regla de la ley debe clasificarse un acto deben resolverlo tribunales y jueces mil veces al día y no por «sumisión intuitiva» sino razonando qué se mantendrá en la apelación. En la ética puede que el problema no se presente a menudo —pero cuando lo hace es precisamente porque entran en conflicto nuestras «sumisiones intuitivas».
La necesidad de atribuir inflexibilidad a las reglas generales es evidente. Incluso la cualificación a las reglas debe realizarse de acuerdo con reglas generales. Una «excepción» a una regla no debe ser caprichosa, sino capaz de mantenerse por sí misma como una regla, capaz de formar parte de una regla, de ser encarnada en una regla. En resumen, incluso aquí debemos guiarnos por la generalidad, la predictibilidad, la certidumbre y la no decepción de expectativas razonables.
El gran principio que descubrió y expuso Hume fue que, mientras que la conducta debería juzgarse por su «utilidad», es decir, por sus consecuencias, por su tendencia a proporcionar felicidad y bienestar, los actos concretos no deberían juzgarse así, sino las reglas generales de acción. Son solo las probables consecuencias a largo plazo de estas, y no los actos concretos, las que pueden preverse razonablemente. Como ha dicho F.A. Hayek:
Es bastante cierto que la justificación de cualquier regla de la ley debe ser su utilidad. (…) Pero, hablando en general, solo la regla en su conjunto debe justificarse así, no todas sus aplicaciones. La idea de que cada conflicto, en ley o en moral, debería resolverse como fuera más oportuna para alguien que pueda comprender todas las consecuencias de esa decisión implica la negación de la necesidad de reglas. “Solo una sociedad de individuos omniscientes podría dar a cada persona completa libertad de sopesar cada acción concreta sobre bases utilitarias generales”. Ese utilitarismo “extremo” lleva al absurdo y por tanto solo lo que se ha llamado utilitarismo “restringido” tiene relevancia para nuestro problema. Pero pocas creencias han sido más destructivas del respeto a las reglas de la ley y la moral que la idea de que dicha regla te obliga solo si se puede reconocer en el caso concreto el efecto beneficioso de observarla.17
El principio de actuar de acuerdo con reglas generales ha tenido una historia muy curiosa en la ética. Está implícito en la ética religiosa (los Diez Mandamientos); está implícito en la ética «intuitiva» y en la ética del «sentido común», en el concepto de «hombre de principios» y de «hombre de honor»; está declarado explícitamente por el primer utilista, Hume; luego fue casi completamente olvidado por el utilitarista clásico, Bentham y solo muy mal vislumbrado por Mill y ahora, prácticamente dentro de la última década, se ha redescubierto por un grupo de escritores.18 Le han dado el nombre de utilitarismo de regla frente al antiguo utilitarismo de acto de Bentham y Mill. La primera denominación es excelente (aunque preferiría utilitismo de regla como un poco menos pretencioso), pero lo apropiado de la última es más cuestionable. En ambos casos son las consecuencias probables de un acto las que se están juzgando, pero en el primero son las consecuencias probables del acto como un caso de seguir una regla y en el segundo son las consecuencias probables de un acto considerado aisladamente y aparte de cualquier regla general. Tal vez un nombre mejor para este sería utilitismo ad hoc.
En todo caso, habrá a menudo una diferencia profunda en nuestro juicio moral, de acuerdo con qué patrón apliquemos. Los patrones del utilitismo directo o ad hoc no serán en todos los casos menos exigentes que los del utilitismo de regla. De hecho, pedir a un hombre en todos sus actos hacer lo que «contribuya más que cualquier otra cosa a la felicidad humana» (como dijeron algunos de los utilitaristas más antiguos) es imponerle una decisión opresiva al tiempo que imposible. Pues es imposible para cualquier hombre conocer cuáles serán todas las consecuencias de un acto concreto cuando se considera aisladamente. Sin embargo no le es imposible conocer cuáles serían las consecuencias de seguir una regla generalmente aceptada. Pues estas consecuencias probables se conocen como resultado de toda la experiencia humana. Son el resultado de experiencias humanas previas que han creado nuestras reglas morales tradicionales. Cuando al individuo se le pide sencillamente que siga alguna regla aceptada, la carga moral que se le impone no es imposible. Los remordimientos que puede generarle que su acción no resulte tener las consecuencias más beneficiosas no son insoportables. Pues no es la menor de nuestras ventajas de que actuemos de acuerdo con reglas morales comúnmente aceptada el que nuestras acciones sean predecibles por otros y las acciones de otros sean predecibles por nosotros, con la consecuencia de que todos seremos más capaces de cooperar entre nos en ayudar a cada uno a perseguir nuestros fines individuales.
Cuando juzgamos un acto con un simple utilitismo ad hoc, es como si preguntáramos: ¿Cuáles serían las consecuencias de este acto si pudiera considerarse como un acto aislado, como un acto solo esta vez, sin consecuencias como precedente o como ejemplo para otros? Pero esto significa que estamos desdeñando deliberadamente las que pueden ser sus consecuencias más importantes.
Al investigar las implicaciones ulteriores del principio de actuar de acuerdo con reglas generales, debemos considerar toda la relación entre ética y ley.
- 1Algunas de las doctrinas de Hume fueron anticipadas por Shaftesbury (1671-1713) y aún más claramente por Hutcheson (1694-1747), el autor real de la frase atribuida a Bentham de que «la mejor acción en la que produce mayor felicidad al mayor número de personas». Pero Hume fue el primero en dar nombre al principio de «utilidad» y hacer de él la base de su sistema. Aunque, al contrario que Bentham, raras veces dio una implicación explícitamente hedonista a la «utilidad», escribió un párrafo que empezaba: «La fuente principal o principio de actuación de la mente humana es el placer o el dolor» (Tratado de la naturaleza humana, Libro III, Parte III, sec. 1), que puede haber sido la inspiración de famoso párrafo de inicio de Moral y legislación, de Bentham.
- 1Ibíd., p. 191.
- 2Es incluso más paradójico que filósofos contemporáneos que han redescubierto o adoptado el principio, bajo el nombre de utilitarismo normativo, parecen ignorar la declaración explícita del mismo por Hume. Así, John Hospers escribe (en Human Conduct [La conducta humana, 1961], p. 318): «El utilitarismo normativo es una enmienda propia del siglo XX del utilitarismo de Bentham y Mill». Y Richard B. Brandt (en Ethical Theory [Teoría ética, 1959], p. 396) escribe «Esta teoría, un producto de la última década, no es una novedad. Encontramos declaraciones de ella en J. S. Mill y John Austin en el siglo XIX y de hecho encontramos al menos trazas en explicaciones mucho más tempranas de la naturaleza y función de la ley en los primeros griegos». Pero no menciona a Hume.
- 3David Hume, Tratado de la naturaleza humana (1740), Libro III, Parte II, sec. 2.
- 4Ibíd., Libro III, Parte II, sec. 6.
- 5David Hume, “De la sociedad política”, Investigación sobre los principios de la moral, Sec. IV, p. 40.
- 6Ibíd., p. 95n.
- 7Ibíd., “Algunas consideraciones adicionales con respecto a la justicia”, Apéndice III, p. 121.
- 8Ibíd., p. 122.
- 9Bentham desempeña un papel inmenso en la historia de las ideas desde el siglo XVIII y sus numerosas acuñaciones verbales fueron adiciones permanentes al idioma sin las cuales las discusión moderna difícilmente podría ir adelante. Su acuñación más famosa fue internacional. Pero también nos dio codificación, maximizar y minimizar y muchas palabras de utilidad más limitada, como cognoscible y cognoscibilidad. Pero prestó un mal servicio a la humanidad cuando inventó utilitarista y utilitarismo, que simplemente acumulan sílabas innecesarias e inexcusables. Todo empezó muy sigilosamente con Hume, con el adjetivo útil y el sustantivo abstracto utilidad, derivados respectivamente de las palabras latinas utilis y utilitas a través del francés utilité. ¿Por qué no usar entonces simplemente utilista como adjetivo para la doctrina y nombre para el escritor que defiende la doctrina y simplemente utilismo, o como mucho utilitismo como nombre de la doctrina? Pero no. En lugar de empezar por el adjetivo, Bentham empezó el nombre latino abstracto más largo creado por el adjetivo. Luego añadió dos sílabas —ario— al nombre para convertirlo en un adjetivo. Luego añadió otra sílaba —ismo— para convertir el hinchado adjetivo creado de un sustantivo abstracto en otro sustantivo abstracto. Mirad ahora la monstruosidad sesquipedal de seis sílabas, utilitarismo. Luego vino John Stuart Mill y remachó la cosa al dar ese nombre a su famoso ensayo. Así que el nombre de la doctrina como ha existido históricamente está ligado a la palabra. Pero quizá a partir de ahora, cuando describamos doctrinas que no sean idénticas al utilitarismo histórico tal y como desarrollaron Bentham y Mill, pero que implique la doctrina de que obligación y virtud son medios para un fin suficiente podemos usar la palabra teleología o teleologismo o las palabras más sencillas utílico, utilista y utilitismo. Así ahorramos unas sílabas y evitamos algunas asociaciones confusas y obsoletas.
- 10Adam Smith’s Moral and Political Philosophy, ed. Herbert W. Schneider (Nueva York: Hafner Publishing Co., 1948), p. 185.
- 11Ibíd., p. 189.
- 12Ibíd., p. 190.
- 14Ibíd., p. 186.
- 15Loc. cit.
- 16Ibíd., p. 187.
- 17The Constitution of Liberty (University of Chicago Press, 1960), p. 159.
- 18Por ejemplo, Richard Brandt, Ethical Theory (Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall, 1959) y John Hospers, Human Conduct (Nueva York: Harcourt, Brace & World, 1961). Ver las referencias bibliográficas posteriores (pp. 342-343) para otros.