[Este artículo está extraído del capítulo 20 de La acción humana]
La creencia errónea de que la característica esencial del auge es el exceso de inversiones y no las malas inversiones se debe al hábito de juzgar las condiciones meramente de acuerdo con lo que es perceptible y tangible. El observador sólo advierte las malas inversiones que son visibles y no acierta a reconocer que determinados establecimientos son malas inversiones sólo porque no existen otras plantas (las requeridas para la producción de los factores complementarios de producción y de los bienes de consumo más urgentemente reclamados por el público).
Las condiciones tecnológicas hacen necesario empezar una expansión de la producción expandiendo primero el tamaño de las plantas que producen los bienes de esos órdenes que están más alejados de bienes de consumo terminados. Con el fin de aumentar la producción de calzado, ropa, automóviles, muebles y viviendas, debe empezarse por aumentar la producción de hierro, acero, cobre y otros bienes similares. (…)
Toda la clase empresarial se encuentra. Como si dijéramos, en la posición de un maestro constructor cuya tarea es erigir un edificio con un suministro limitado de materiales de construcción. Si este hombre sobreestima la cantidad del suministro disponible, diseña un plan para la ejecución para el que los medios a su disposición no son suficientes. Sobredimensiona el terreno de trabajo y los cimientos y sólo descubre más tarde al progresar la producción que le falta el material necesario para completar la estructura. Es evidente que el fallo de nuestro maestro de obras no era el exceso de inversión, sino un empleo inapropiado de los medios a su disposición.
No es menos erróneo creer que los acontecimientos que generaron la crisis se deben a una inoportuna conversión de capital “circulante” a capital “fijo”. El empresario individual, cuando enfrenta la estrechez crediticia de la crisis, tiene razón al lamentarse de que ha gastado demasiado para expandir su planta y para comprar material duradero: habría estado en una situación mejor si los fondos usados para estos fines siguieran a su disposición para el manejo actual del negocio.
Sin embargo, los materiales en bruto, las materias primas, las manufacturas a medio terminar y los productos alimenticios no faltan en el momento en que la curva ascendente se torna en depresión. Por el contrario, las crisis se caracterizan precisamente por el hecho de que esos bienes se ofrecen en tales cantidades como para hacer que sus precios caigan bruscamente.
Los párrafos anteriores explican por qué una expansión en las instalaciones de producción y la producción de las industrias pesadas, y en la producción de bienes duraderos de producción es la marca más evidente del auge. Los editores de las crónicas financieras y comerciales tenían razón cuando (durante más de cien años) estudiaban las cifras de producción de estas industrias, así como el comercio de la construcción como índice de fluctuaciones de negocio. Sólo se equivocaban al referirse a un supuesto exceso de inversiones.
Por supuesto, el auge afecta también a las industrias de bienes de consumo. También invierten más y expanden su capacidad de producción. Sin embargo, las nuevas plantas y los anejos añadidos a las plantas ya existentes no son siempre los de los productos de los cuales la demanda del público es más intensa. (…)
Un aumento brusco en los precios de los materiales no es siempre un fenómeno presente en el auge. El aumento de la cantidad de medios fiduciarios ciertamente siempre tiene el efecto potencial de hacer que suban los precios. Pero puede ocurrir que al mismo tiempo las fuerzas que operan en la dirección opuesta sean suficientemente fuertes como para mantener el aumento de los precios dentro de límites estrechos o incluso eliminarlo. El periodo histórico en que el suave operar de la economía de mercado se veía interrumpido una y otra vez por empresas expansionistas fue una época de continuo progreso económico.
El constante avance en la acumulación de nuevo capital hacía posible la mejora tecnológica. La producción por unidad de entrada aumentaba y las empresas llenaban los mercados con cantidades crecientes de productos baratos. Si el aumento sincronizado de la oferta de dinero (en sentido amplio) ha sido menos completo de lo que realmente era, habría tenido efecto una tendencia a la caída de precios en todos los productos.
Como acontecimiento histórico real, la expansión del crédito siempre se ha producido en un entorno en que factores poderosos están contrarrestando su tendencia al aumento de precios. Como norma, el resultado del choque de fuerzas opuestas era una preponderancia de los que producen un aumento de precios. Pero también hubo algunos casos excepcionales en que el movimiento al alza de los precios fue solamente ligero. El ejemplo más remarcable lo ofreció el auge estadounidense de 1926-29.
Las características esenciales de una expansión del crédito no están afectadas por una constelación particular de datos de mercado. Lo que induce a un empresario a realizar ciertos proyectos no son los precios altos o bajos como tales, sino una discrepancia entre los costes de producción, incluyendo el interés del capital requerido, y los precios previstos de los productos.
Una rebaja en el tipo de interés bruto del mercado producida por expansión del crédito siempre tiene el efecto de hacer que algunos proyectos parezcan rentables, cuando antes no lo parecían. (…) Esto necesariamente genera una estructura de actividades de inversión y producción que no concuerda con la oferta real de bienes de capital y debe colapsar finalmente. El que a veces los cambios de precios se realicen contra un trasfondo de una tendencia general hacia un aumento en el poder adquisitivo y no conviertan esta tendencia en su completo opuesto sino sólo en algo que puede en general llamarse una estabilidad de precios, modifica simplemente algunos aspectos accesorios del proceso.
Sean las que sean las condiciones, es seguro que ninguna manipulación de los bancos puede ofrecer bienes de capital al sistema económico. Lo que se necesita para una expansión sólida de la producción son bienes de capital adicionales, no dinero ni medios fiduciarios. El auge se crea en las arenas de los billetes y depósitos. Debe desplomarse.
La ruptura aparece tan pronto como los bancos se asustan por el ritmo acelerado del auge y empiezan a abstenerse de mayores expansiones del crédito. El auge sólo podría continuar siempre que los bancos estuvieran dispuestos a otorgar libremente todos esos créditos que los negocios necesitan para la ejecución de sus excesivos proyectos, completamente en desacuerdo con el estado real de la oferta de factores de producción y las valoraciones de los consumidores.
Estos planes ilusorios, sugeridos por la falsificación del cálculo de negocio producido por la política de dinero barato, pueden llevarse adelante sólo si pueden obtenerse nuevos créditos a tipos brutos de mercado artificialmente rebajados por debajo del nivel que alcanzarían en un mercado del préstamo sin trabas. Es este margen el que les da la engañosa apariencia de rentabilidad. El cambio en la conducta de los bancos no crea la crisis. Simplemente hace visible el caos generado por los errores que los negocios han cometido en el periodo de auge.
Tampoco el auge puede durar indefinidamente si los bancos se aferran pertinazmente a sus políticas expansionistas. Cualquier intento de sustituir bienes de capital inexistentes por medios fiduciarios adicionales está condenado al fracaso. Si la expansión del crédito no se detiene a tiempo, el auge se convierte en la quiebra del auge; empieza la huida hacia valores reales y se hunde todo el sistema financiero. Sin embargo, por lo general, los bancos en el pasado no han llevado las cosas al extremo. Se han alarmado en un momento en que la catástrofe final estaba aún muy lejos.1
Tan pronto como llega al fin el flujo de medios fiduciarios, el castillo en el aire se derrumba. Los empresarios deben restringir sus actividades por falta de fondos para su continuación en esa escala exagerada. Los precios caen repentinamente porque estas empresas angustiadas tratan de obtener efectivo poniendo sus inventarios en el mercado por el suelo. Se cierran fábricas, se detiene la continuación de proyectos de construcción, los trabajadores son despedidos. Mientras que por un lado muchas firmas necesitan dinero para evitar la quiebra, por el otro ninguna firma ya inspira confianza, el componente empresarial del tipo de interés bruto del mercado salta a una altura excesiva.
Las circunstancias institucionales y psicológicas accidentales generalmente convierten el inicio de la crisis en un pánico. La descripción de estos terribles acontecimientos puede dejarse a los historiadores. No es labor de la teoría cataláctica describir en detalle las calamidades de los días y semanas de pánico y darle vueltas sus aspectos a veces grotescos.
A la economía no le interesa qué es accidental y condicionado por las circunstancias históricas individuales de cada caso. Su objetivo es, por el contrario, distinguir lo que es esencial y apodícticamente necesario de lo que es meramente adventicio. No le interesan los aspectos psicológicos del pánico, sino sólo el hecho de que un auge por una expansión del crédito debe inevitablemente llevar a un proceso que en lenguaje vulgar se llama depresión. Debe advertirse que la depresión es en realidad el proceso de reajuste, de poner de nuevo las actividades de producción de acuerdo con los datos de mercado concretos: la oferta disponible de factores de producción, las valoraciones de los consumidores y también particularmente el estado del interés original manifestado en las valoraciones públicas.
Sin embargo, estos datos ya no son idénticos a los que prevalecieron en vísperas del proceso expansionista. Han cambiado una buena cantidad de cosas. El ahorro forzoso y, en un grado aún mayor, el ahorro voluntario normal han provisto nuevos bienes de capital que no se han despilfarrado mediante malas inversiones o consumo excesivo inducidos por el auge. Los cambios en riqueza e ingresos de los distintos individuos y grupos se han producido por los desequilibrios inherentes a todo movimiento inflacionista.
Aparte de cualquier relación causal con la expansión del crédito, la población puede haber cambiado en relación con sus cifras y las características de los individuos que la componen; el conocimiento tecnológico puede haber avanzado, la demanda de ciertos bienes puede haberse alterado. El estado final del sistema hacia el que tiende el mercado ya no es el mismo hacia el que tendía antes de las perturbaciones creadas por la expansión del crédito.
Algunas de las inversiones hechas en el periodo de auge parecen, cuando se valoran con el juicio sobrio del periodo de reajuste, ya no atenuado por las ilusiones del alza, como fracasos absolutamente sin esperanza. Deben simplemente abandonarse porque los medios actuales necesarios para su posterior explotación no pueden recuperarse vendiendo sus productos: este capital “circulante” se necesita más urgentemente en otras ramas de la satisfacción de deseos; la prueba es que puede emplearse en una forma más rentable en otros campos.
Otras malas inversiones ofrecen unas posibilidades algo más favorables. Por supuesto, es cierto que se habrían empleado bienes de capital si se hubiera calculado correctamente. Las inversiones inconvertibles así realizadas sin duda se desperdiciaron. Pero como son inconvertibles, un fait accompli, presentan una nueva acción con un nuevo problema. Si los resultados que prometen la venta de sus productos se espera que excedan los costes actuales de operación, es rentable continuar. Aunque los precios que el público comprador está dispuesto a aceptar para sus productos no son suficientemente altos como para hacer rentable toda la inversión inconvertible, son suficientes para hacer rentable una fracción, aunque sea muy pequeña, de la inversión. El resto de la inversión debe considerarse como pérdida sin paliativos, capital desperdiciado y perdido.
Si vemos este resultado desde el punto de vista de los consumidores, el resultado es, por supuesto, el mismo. Los consumidores estarían mejor si las ilusiones creadas por la política de dinero fácil no hubieran convencido a los empresarios de desperdiciar bienes de capital escasos, invirtiéndolos para la satisfacción de necesidades menos urgentes y retirándolos de líneas de producción en las que habrían satisfecho necesidades más urgentes. Pero tal y como están las cosas, no pueden sino soportar lo que es irrevocable. Deben aceptar por un tiempo renunciar a ciertos placeres de los que podían haber disfrutado si el auge no hubiera engendrado malas inversiones.
Pero, por otro lado, pueden encontrar una satisfacción parcial en el hecho de que ahora existen algunos placeres que no hubieran estado a su alcance si el curso normal de las actividades económicas no se hubiera visto perturbado por las orgías del auge. Es sólo una mínima compensación, pues su demanda de esas otras cosas que no obtienen a causa del mal empleo de bienes de capital es más intensa que su demanda de estos “sustitutivos”, si es que lo son. Pero es la única alternativa que les queda tal como son ahora las condiciones y los datos.
El resultado final de la expansión del crédito es el empobrecimiento general. Alguna gente puede haber aumentado su riqueza: no dejaron que su razonamiento se viera ofuscado por la histeria masiva y aprovecharon en su momento las ventajas de las oportunidades ofrecidas por la movilidad de inversor individual. Otros individuos y grupos de individuos pueden haberse visto favorecidos sin ninguna iniciativa pro su parte, por la mera diferencia temporal entre el aumento de los precios de los bienes que venden y los que compran. Pero la inmensa mayoría debe firmar la factura por las malas inversiones y el excesivo consumo del episodio del auge.
Debemos guardarnos contra una interpretación errónea de este término, “empobrecimiento”. No significa empobrecimiento en comparación con las condiciones que prevalecían antes de la expansión del crédito. El que se produzca o no un empobrecimiento en este sentido depende de los datos particulares de cada caso: no puede ser predicado apodícticamente por la cataláctica. Lo que la cataláctica tiene en mente cuando afirma que el empobrecimiento es una consecuencia inevitable de la expansión del crédito es un empobrecimiento en comparación con el estado de cosas que se habría producido en ausencia de la expansión del crédito y el auge.
La marca característica de la historia económica bajo el capitalismo es un incesante progreso económico, un aumento constante en la cantidad de bienes de capital disponibles y una continua tendencia hacia el mejoramiento del nivel general de vida. El ritmo de este progreso es tan rápido que, en el curso de un periodo de auge, bien puede sobrepasar las pérdidas simultáneas causadas por las malas inversiones y el consumo excesivo. Luego el sistema económico en conjunto es más próspero al final del auge de lo que fue en su mismo principio; sólo de ve empobrecimiento cuando se compara con las potencialidades que existían para un estado de satisfacción aún mejor.
- 1No deberíamos caer presas de la ilusión de que estos cambios en las políticas de crédito de los bancos fueron causados por la idea de banqueros y autoridades monetarias sobre las inevitables consecuencias de una continua expansión del crédito. Lo que indujo a los bancos a cambiar de conducta fueron ciertas condiciones institucionales a abordar más adelante, en las pp. 790-791. Entre los defensores de la economía eran prominentes algunos banqueros privados; en particular, en la elaboración de la primera forma de la teoría de las fluctuaciones de negocio, la Teoría de la Divisa, fue en su mayor parte un logro de los banqueros británicos. Pero la dirección de los bancos centrales y la conducción de las distintas políticas monetarias públicas eran como una norma confiada a hombres que no encontraban ningún problema a la expansión ilimitada del crédito y se ofendían ante toda crítica de sus aventuras expansionistas.