[Este artículo está tomado del capítulo 19 de «La ética de la libertad». Escuchen este artículo en MP3, leído por Jeff Riggenbach. El libro entero está siendo preparado para su podcast y descarga].
El derecho de propiedad implica el derecho a realizar contratos sobre esa propiedad: a entregar o intercambiar títulos de propiedad a cambio de la propiedad de otra persona. Por desgracia, muchos libertarios, devotos del derecho a efectuar contratos, sostienen que el propio contrato ha de ser absoluto y por tanto mantienen que cualquier contrato voluntario debe ser legalmente aplicable en la sociedad libre.
Su error consiste en no darse cuenta de que el derecho a contratar deriva estrictamente del derecho a la propiedad privada y por tanto que los únicos contratos aplicables (es decir, respaldados por la sanción de la coacción legal) deberían ser aquellos cuyo incumplimiento por una parte implica el robo de propiedad por la otra parte.
En resumen, un contrato sólo sería aplicable cuando el incumplimiento sea un robo implícito de propiedad. Pero esto solo puede ser verdad si sostenemos que los contratos válidamente aplicables solo existen cuando el título de propiedad ya haya sido transferido y por tanto cuando el incumplimiento de contrato signifique que la propiedad de la otra parte quede retenida por la parte infractora, sin el consentimiento de la otra (robo implícito). Por tanto, esta teoría apropiadamente libertaria de los contratos aplicables se ha calificado como teoría de «transferencia de título» de los contratos.1
Vamos a ilustrar este punto. Supongamos que Smith y Jones firman un contrato, dando Smith 1.000 dólares a Jones en este momento a cambio de un pagaré de Jones, acordando pagar a Smith 1.100 dólares dentro de un año. Es un contrato de deuda típico. Lo que ha pasado es que Smith ha transferido su título de propiedad de 1.000 dólares actuales a cambio de que Jones acepte transferir a Smith el título de 1.100 dólares dentro de un año. Supongamos que, cuando llega la fecha de vencimiento, un año después, Jones rechaza pagar. ¿Por qué no debería este pago ser aplicable en el derecho libertario? El derecho existente (del que nos ocuparemos luego con gran detalle) responde generalmente que Jones debe pagar 1.100 dólares porque ha «prometido» pagarlos y que esta promesa estableció en la mente de Smith la «expectativa» de que recibiría el dinero.
Nuestra postura aquí es que las meras promesas no son una transferencia de un título de propiedad; que aunque lo moral pueda ser mantener las promesas, ese no es ni poder función del derecho (es decir, la violencia legal) en un sistema libertario aplicar moralidad (en este caso, mantener las promesas). Nuestra postura aquí es que Jones debe pagar a Smith 1.100 dólares porque ya ha acordado transferir el título y ese impago significa que Jones es un ladrón, que ha robado la propiedad de Smith. En resumen, la transferencia original de Smith de los 1.000 dólares no fue absoluta, sino condicional, condicionada al pago de Jones de los 1.100 dólares en un año y que, por tanto, el impago es un robo implícito de la propiedad de Smith.
Examinemos, por otro lado, las implicaciones de la actualmente prevalente teoría de la «promesa» o las «expectativas» de los contratos. Supongamos que A promete casarse con B; B procede a hacer planes de boda, incurriendo en costes para dicha vida. En el último momento, A cambia de idea, violando así el supuesto «contrato». ¿Cuál debería ser el papel de una agencia que aplique el derecho en la sociedad libertaria? Lógicamente, el creyente estricto en la teoría de «promesa» de los contratos tendría que razonar así: A prometió voluntariamente a B que se casaría con él o ella, esto creó la expectativa de matrimonio en la mente del otro u otra; por tanto este contrato debe aplicarse. A debe verse obligado a casarse con B.
Hasta donde sabemos, nadie ha llevado tan lejos la teoría de la promesa. El matrimonio obligatorio es una forma tan clara de esclavitud involuntaria que ningún teórico, ni mucho menos un libertario, ha llevado la lógica hasta este punto. Está claro que la libertad y la esclavitud obligatoria son totalmente incompatibles, de hecho se oponen diametralmente. ¿Pero por qué no, si todas las promesas deben ser contratos aplicables?
Sin embargo sí se ha aplicado, y por supuesto defendido, una forma más moderada de aplicar esas promesas de matrimonio en nuestro sistema legal. La antigua demanda de «quebrantamiento de promesa» obligada que quien incumplía su promesa a pagar daños a su prometido o prometida, a pagar los gastos realizados debido a las expectativas incurridas. Pero aunque esto no llega tan lejos como la esclavitud obligatoria, es igualmente inválido. Pues no puede haber propiedad en las promesas o expectativas de nadie: son solo estados mentales subjetivos, que no implican transferencias de título y por tanto no implican un robo implícito. Por tanto, no serían aplicables y, en años recientes, las demandas de «quebrantamiento de promesa», al menos han cesado de ratificarse en los tribunales. Lo importante es que mientras aunque la aplicación de daños no sea tan terrible para el libertario como la aplicación obligatoria del servicio prometido, deriva del mismo principio inválido.
Continuemos con nuestro argumento de que las meras promesas o expectativas no deberían ser aplicables. La razón básica es que la única transferencia válida de título de propiedad en la sociedad libre es el caso en el que la propiedad es, de hecho y por la naturaleza del hombre, enajenable por el hombre. Toda propiedad física de una persona es enajenable, es decir, naturalmente puede darse o transferirse a la propiedad y control de otro. Puedo dar o vender a otra persona mis zapatos, mi casa, mi coche, mi dinero, etc. Pero hay ciertas cosas vitales que, naturalmente y en la naturaleza del hombre, no son enajenables, es decir, no pueden en realidad enajenarse, ni siquiera voluntariamente.
En concreto, una persona no puede enajenar su voluntad, aún más concretamente su control sobre su mente y cuerpo. Cada hombre tiene control sobre su propia mente y cuerpo. Cada hombre tiene control sobre su voluntad y persona y está, si quieres, «atrapada» con esa propiedad inherente y no enajenable. Como su voluntad y control sobre su propia persona no son enajenables, tampoco los son sus derechos a controlar esa persona y voluntad. Esa es la base de la famosa postura de la Declaración de Independencia de que los derechos naturales del hombre son inalienables; es decir, que no pueden entregarse, ni siquiera si la persona desea hacerlo.
O, como apunta Williamson Evers, las defensas filosóficas de los derechos humanos
se basan en el hecho natural de que cada humano es el propietario de su propia voluntad. Es filosóficamente inválido tomar derechos como los de propiedad y libertad contractual que se basan en la autopropiedad absoluta de la voluntad y luego usarlos para deducir derechos a destruir su propio fundamento.2
De ahí la inaplicabilidad, en teoría libertaria, de los contratos de esclavitud voluntaria. Supongamos que Smith llega al siguiente acuerdo con la Jones Corporation: Smith, durante el resto de su vida, obedecerá todas las órdenes, sean cuales sean las condiciones, que la Jones Corporation desee darle. Ahora, en teoría libertaria, no hay nada que impida a Smith llegar a este acuerdo y sirva a la Jones Corporation y obedezca sus órdenes indefinidamente. El problema se produce cuando, en una fecha posterior, Smith cambia de idea y decide irse. ¿Debería mantener su anterior promesa?
Nuestra postura (que afortunadamente sostiene el derecho actual) es que la promesa de Smith no fue un contrato válido (es decir, no es aplicable). No hay transferencia de título en el acuerdo de Smith, porque el control de Smith sobre su propio cuerpo y voluntad son inalienables. Como ese control no puede ser enajenable, el acuerdo no fue un contrato válido y por tanto no debería ser aplicable. El acuerdo de Smith era una mera promesa, que podría sostenerse que está moralmente obligado a mantener, pero que no debería ser legalmente obligatorio.
De hecho, hacer cumplir la promesa sería tan esclavitud obligatoria como el matrimonio obligatorio considerado anteriormente. ¿Pero debería a Smith al menos obligársele a pagar los daños a la Jones Corporation, medidos por las expectativas de su servicio durante toda la vida que había adquirido la Jones Corporation? De nuevo la respuesta debe ser que no. Smith no es un ladrón implícito: no ha retenido justa propiedad de la Jones Corporation, pues siempre retuvo el título sobre su propio cuerpo y persona.
¿Qué pasa con las desvanecidas expectativas de la Jones Corporation? La respuesta debe ser la misma que en el caso del novio decepcionado. La vida es siempre incierta, siempre arriesgada. Alguna gente son mejores y otros peores «emprendedores», es decir, previsores de la acción humana futura y de los acontecimientos del mundo. El novio relegado, o la Jones Corporation, son los sitos adecuados del riesgo en este asunto: si sus expectativas se ven decepcionadas, entonces es que fueron malos previsores en este caso y recordarán la experiencia en el futuro cuando traten con Smith o el quebrantador de la promesa de matrimonio.
Si las meras promesas o expectativas no pueden ser aplicables, sino sólo los contratos que transfieran títulos de propiedad, podemos ver ahora la aplicación de las teorías contractuales en contraste a un caso importante en la vida real: ¿los reclutas desertores del ejército, así como los del servicio militar merecen una amnistía total por sus acciones? Lo libertarios, opuestos al servicio militar por ser esclavitud obligatoria, no tienen ninguna dificultad en pedir la exoneración total de los reclutas desertores. ¿Pero qué pasa con los que se alistaron en el ejército voluntariamente (y dejamos aparte el caso de que pueda haberse alistado solo alternativa al servicio militar obligatorio)? La teoría de la «promesa» debe, estrictamente, defender tanto el castigo de los desertores como su vuelta obligatoria a las fuerzas armadas. El teórico de la transferencia de títulos, por el contrario, sostiene que todo hombre tiene el derecho inalienable a controlar su propio cuerpo y voluntad, ya que ese control inalienable es un hecho natural. Y por tanto, que el alistamiento fue a una mera promesa, que no puede aplicarse, ya que todo hombre tiene derecho a cambiar de idea en cualquier momento sobre la disposición de su cuerpo y voluntad. Así que las aparentemente menores y abstrusas diferencias sobre la teoría de los contratos pueden implicar e implican diferencias esenciales sobre políticas públicas.
En los Estados Unidos contemporáneos, fuera de la llamativa excepción de las fuerzas armadas, todos tienen el derecho a abandonar su trabajo independientemente de cualquier promesa o «contrato» que haya firmado previamente.3 Sin embargo, por desgracia, los tribunales, aunque rechazan obligar a determinados trabajos personales en un acuerdo de empleo (en resumen, rechazando esclavizar al trabajador) sí prohíben al trabajador realizar una tarea similar para otro empresario durante el acuerdo. Si alguien a firmado un contrato para trabajar como ingeniero para ARAMCO durante cinco años y luego abandona el trabajo, los tribunales le prohíben trabajar para un empresario similar durante el resto de los cinco años. Ahora debería quedar claro que este empleo prohibido es solo un paso eliminado respecto de la esclavitud obligatoria directa y no debería ser en absoluto permisible en una sociedad libertaria.
¿No tienen entonces los empresarios ningún recurso contra el cambio de idea? Por supuesto que sí. Pueden, si quieren, acordar voluntariamente poner en la lista negra al trabajador errante y rechazar emplearlo. Eso está perfectamente dentro de sus derechos en una sociedad libre; lo que no está dentro de sus derechos es el uso de la violencia para impedirles trabajar voluntariamente para algún otro.
Sería permisible un recurso más. Supongamos que Smith, cuando firma su acuerdo de obediencia voluntaria para toda la vida con la Jones Corporation, recibe a cambio 1.000.000 de dólares en pago por estos servicios futuros esperados. Está claro entonces que la Jones Corporation había transferido el título de los 1.000.000 de dólares no absolutamente, sino condicionadamente a este trabajo de servicio para toda la vida. Smith tiene todo el derecho a cambiar de opinión, pero ya no tiene el derecho a quedarse los 1.000.000 de dólares. Si lo hace, es un ladrón de la propiedad de la Jones Corporation; debe, por tanto, verse obligado a devolver los 1.000.000 de dólares más el interés. Pues, por supuesto, el título por el dinero era y sigue siendo inalienable.
Tomemos un caso aparentemente más difícil. Supongamos que un famoso actor de cine acuerda personarse en cierto cine en cierta fecha. Por cualquier razón, no aparece. ¿Debería verse obligado a aparecer en esa fecha o en alguna fecha futura? Indudablemente no, pues eso sería esclavitud obligatoria. ¿Al menos no debería verse obligado a recompensar a los propietarios del cine por la publicidad y otros gastos incurridos por estos antes de su aparición? De nuevo, no, pues su acuerdo fue una promesa respecto de su voluntad inalienable, que tiene derecho a cambiar en cualquier momento. Dicho de otra manera, como el actor de cine no ha recibido aún nada de la propiedad de los dueños del cine, no ha cometido ningún robo contra ellos (ni contra nadie más) y por tanto no se le puede obligar a pagar daños. El hecho de que los dueños del cine puedan haber hecho planes e inversiones importantes con la expectativa de que el actor mantendría el acuerdo puede ser una desgracia para los dueños, pero es su riesgo apropiado. Los dueños del cine no deberían esperar que se obligue al actor a pagar su falta de previsión y mal emprendimiento. Los dueños pagan la sanción por poner demasiada confianza en el actor. Puede que se considere más moral mantener las promesas que romperlas, pero cualquier aplicación coactiva de un código moral como ese, al ir más allá de la prohibición del robo o el ataque, es en sí misma una invasión de los derechos de propiedad del actor de cine y por tanto intolerable en la sociedad libertaria.
Por supuesto, también si el actor recibió un pago adelantado de los dueños del cine, entonces quedarse con el dinero sin cumplir con su parte del contrato sería un robo implícito contra los dueños y por tanto el actor debe verse obligado a devolver el dinero.
Para utilitaristas sorprendidos por las consecuencias de esta doctrina, debería apuntarse que muchos, si no todos, los problemas podrían evitarse fácilmente en la sociedad libertaria solicitando al que promete un bono de trabajo del promisor en el acuerdo original. En resumen, si los dueños del cine quisieran evitar el riesgo de que no se personara, podrían rechazar firmar el acuerdo salvo que el actor acordara un bono de trabajo en caso de no aparecer. En ese caso, el actor, en la negociación para su futura aparición, acuerda también transferir cierta cantidad de dinero a los dueños del cine en el caso de que no aparezca.
Como el dinero, por supuesto, es enajenable y como un contrato así cumpliría nuestro criterio de transferencia de título, sería un contrato perfectamente válido y aplicable. Pues lo que el actor estaría diciendo es: «Si no me persono en el Cine X en tal fecha, transfiero por la presente en esa fecha la siguiente suma _______, a los dueños del teatro». Así que incumplir el bono de trabajo sería un robo implícito de la propiedad de los dueños. Así que si los dueños del cine no requieren un bono de trabajo como parte del acuerdo, deben sufrir las consecuencias.
De hecho, en un importante artículo, A.W.B. Simpson ha apuntado que los bonos de trabajo fueron la norma durante la Edad Media y el periodo moderno temprano, no solo para servicios personales sino para todos los contratos, incluyendo ventas de tierras y deudas en dinero.4 Estos bonos de trabajo evolucionaron en el mercado como multas voluntarias o bonos penales, en los que el contratante se obligaba a pagar lo que era normalmente el doble de la suma que obtenía en caso de no pagar la deuda o cumplir su contrato en la fecha prevista. La multa contratada voluntariamente servía como incentivo para que cumpliera su contrato. Así, si A acordó vender una parcela de tierra a cambio de un pago en dinero acordado con B, cada uno se obligaría a pagar cierta suma, normalmente el valor de su obligación contractual, en caso de impago. En el caso de una deuda en dinero, llamada «bono de dinero común», quien debiera 1.000 dólares acordaría pagar 2.000 dólares al acreedor si no pagaba 1.000 dólares en una fecha concreta. (o, más estrictamente, la obligación de pagar 2.000 dólares estaba condicionada al pago del deudor de 1.000 dólares en cierta fecha. De ahí la expresión «bono penal condicional»).
En el ejemplo anterior de un contrato para llevar a cabo un servicio personal, supongamos que el que no aparezca el actor cueste al dueño del cine 10.000 dólares en daños; en ese caso, el actor firmaría o «ejecutaría» un bono penal de trabajo, acordando pagar 20.000 dólares al dueño del teatro si no aparece. En este tipo de contrato, el dueño del teatro está protegido y no hay aplicación impropia de una mera promesa. (Por supuesto, la multa acordada no tiene que ser del doble del valor estimado: puede ser cualquier cantidad fijada por las partes contratantes. La cantidad doble se convirtió en costumbre en la Europa medieval y moderna temprana).
A lo largo de su artículo, Simpson revisa la explicación histórica ortodoxa del desarrollo del derecho contractual moderno: la opinión de que la teoría del assumpsit (de basar la aplicación de un contrato en la mera promesa, aunque con consideraciones) era necesaria para proporcionar un sistema operativo de aplicación de contratos que complementara los crudos conceptos del derecho de propiedad del derecho común. Pero Simpson demuestra que la aparición del assumpsit en los siglos XVI y XVII en Inglaterra no fue el resultado de una novedosa atención al mundo de los contratos empresariales sino más bien un reemplazo de la rápida decadencia del bono penal de trabajo, que había servido a las necesidades comerciales suficientemente bien durante siglos.
De hecho, Simpson apunta que el bono de trabajo resultaba ser un instrumento notablemente flexible para el manejo de contratos y acuerdos tanto complejos como sencillos. Y el bono de trabajo era suficientemente formal como para prevenir el fraude, aunque suficientemente sencillo de ejecutar para la comodidad de las transacciones comerciales. Además, en sus siglos de uso, casi ningún acreedor se preocupaba por demandar a los tribunales por «daños» (en un «mandato de indemnización»), ya que los «daños» se habían fijado por adelantado en el propio contrato. Como escribe Simpson:
Hay evidentes atractivos desde el punto de vista de un acreedor en contratos que fijan una sanción por adelantado, especialmente cuando la alternativa es una evaluación de daños por parte de jurados.5
¿Pero por qué la decadencia del bono de trabajo? Porque los tribunales empezaron a rechazar aplicar estas obligaciones. Fuera cual fuera la razón, ya fuera por un «humanitarismo» mal entendido o por razones más siniestras de privilegios especiales, los tribunales empezaron a oponerse a la dureza de la ley, ante el hecho de que habían estado aplicando contratos con todo su rigor. Pues el bono significaba que «por cualquier fallo en el trabajo, se aplicaba toda la sanción».6
Al principio, durante la época isabelina, los Tribunales de la Cancillería empezaron a intervenir para liberar al deudor (el obligado) en casos de «dureza extrema». Al principio del siglo XVII, esta liberación se amplió a todos los casos en que la desgracia recayera sobre el obligado y en que pagaba la cantidad contratada un poco después: en esos casos, solo tenía que pagar el principal (cantidad contratada) más lo que los tribunales decidían que eran «indemnizaciones razonables», eliminando así el requisito de pagar la sanción acordada.
La intervención se expandió más en años posteriores hasta que, finalmente, en las décadas de 1660 y principios de 1670, los Tribunales de la Cancillería simplemente prohibieron totalmente los pagos de sanciones, fuera cual fuera el contrato y solo obligaban al obligado o deudor que no pagaba a abonar el principal más costes de intereses, así como «indemnizaciones razonables» evaluadas por el propio tribunal, normalmente por un jurado. Esta norma fue adoptada a su vez por los tribunales de derecho común en la década de 1670 y luego se formalizó y regularizó en decretos al inicio del siglo XVIII. Naturalmente, como las sanciones de los bonos ya no se aplicaban en los tribunales, la institución del bono penal de trabajo acabó desapareciendo.
La desafortunada supresión del bono de trabajo fue el resultado de una teoría equivocada de la aplicación de los contratos que los tribunales habían adoptado en primer lugar: el que el propósito de la aplicación era indemnizar al acreedor u obligacionista por el impago del deudor, es decir, hacer que estuviera en mejor posición de la que habría tenido sin llevar a cabo el contrato.7
En siglos anteriores, los tribunales había entendido que la «indemnización» consistía en aplicar el bono de trabajo; luego se hizo bastante sencillo cambiar de idea y decidir que los «daños» evaluados por el tribunal eran indemnización bastante, eliminando la «dureza» de la sanción estimada voluntariamente. La teoría de la aplicación del contrato no debería tener nada que ver con la «indemnización»: su propósito debería ser siempre aplicar derechos de propiedad y proteger contra el robo implícito de la ruptura de contratos que transfiera títulos de propiedad inalienables. La defensa de los títulos de propiedad (y solo esa defensa) es asunto de las agencias de aplicación.
Simpson escribe perspicazmente sobre la
tensión entre dos ideas. Por un lado tenemos la idea de que la función real de las instituciones contractuales es asegurar, en la medida de lo posible, que los acuerdos se llevan a cabo [por ejemplo, la aplicación del bono de trabajo]. Por otro, tenemos la idea de que basta con que el derecho proporcione indemnización por pérdidas sufridas por el incumplimiento de los acuerdos.
Esta última opinión pone severos límites al entusiasmo con el que se requiere que se haga el trabajo; además, en contratos por servicios personales (como el ejemplo anterior del actor), «se añade un valor positivo al derecho de romper el contrato siempre que a la parte incumplidora se le haga pagar indemnización».8
¿Qué pasa con los contratos de donación? De nuevo la respuesta depende de si se ha hecho una mera promesa o si ha tenido lugar una verdadera transferencia de título en el acuerdo. Evidentemente, si A dice a B: «Te doy 10.000 dólares» entonces se ha transferido el título del dinero y la donación es aplicable; además A no puede demandar luego que le devuelvan el dinero por derecho. Por otro lado, si A dice: «Te prometo darte 10.000 dólares en un año», entonces es una mera promesa, lo que solía llamarse un nudum pactum en derecho romano y por tanto no es aplicable propiamente.9 El receptor debe correr el riesgo de que el donante mantenga su promesa. Pero si, por el contrario, A dice a B: «Acuerdo transferirte 10.000 dólares dentro de un año», esto es una transferencia declarada de título en una fecha futura y debería ser aplicable.
Debería destacarse que esto no es un mero juego de palabras, aunque pudiera parecerlo en casos concretos. Pues la cuestión importante siempre está presente: ¿se ha transferido un título de propiedad enajenable o se ha realizado una mera promesa? En el primer caso, el acuerdo es aplicable porque un incumplimiento en la entrega de la propiedad transferida es un robo; en el segundo caso, es una mera promesa que no ha transferido un título de propiedad, una promesa que puede ser vinculante moralmente, pero no puede obligar legalmente al que prometió. Hobbes no se estaba dedicando a simples juegos de palabras cuando escribía correctamente:
Las palabras solas, si son del porvenir y contienen un simple promesa [nudum pactum], son una señal insuficiente de una donación y por tanto no son obligatorias. Pues si son del porvenir, como mañana te daré, son una señal de que aún no se ha dado y por consiguiente que mi derecho no se ha transferido, sino que persiste hasta que lo transfiera por algún otro acto. Pero si las palabras son del presente o pasado, como he dado o doy lo que mandaré mañana, entonces se entrega hoy mi derecho de mañana (…) Hay una gran diferencia en el significado de las palabras (…) entre quiero que esto sea tuyo mañana y te lo daré mañana, pues la primera forma futura de hablar significa una promesa de un acto de voluntad actual; pero en la segunda significa un promesa de un acto de voluntad por venir y por tanto las primeras palabras, siendo del presente, transfieren un derecho futuro y las segundas, que están ene l futuro, no transfieren nada.10
Apliquemos ahora las teorías opuestas a una donación pura, en lugar de a un intercambio. Un abuelo promete a su nieto pagarle la universidad; después de un año o dos en la universidad, el abuelo, por sufrir problemas en los negocios o por cualquier otra razón, decide revocar su promesa. Basándose en la promesa, el nieto ha incurrido en diversos gastos al disponer su carrera universitaria y renunciar a otro empleo. ¿Debería el nieto ser capaz de aplicar la promesa del abuelo mediante acción legal?
En nuestra teoría de la transferencia de título, el nieto no tiene ningún derecho a la propiedad del abuelo, ya que este retuvo siempre el título sobre su dinero. Una mera promesa desnuda no confiere ningún título ni tampoco ninguna expectativa subjetiva del prometido. Los costos en los que incurrió el nieto son en realidad su propio riesgo empresarial. Por otro lado, por supuesto, si el abuelo transfiriera el título, sería propiedad del nieto y debería poder reclamar su propiedad. Esa transferencia se habría producido si el abuelo hubiera escrito: «Por la presente, te transfiero 8.000 dólares (al nieto)» o hubiera escrito: «Por la presente, te transfiero 2.000 dólares en cada una de las siguientes fechas: 1 de septiembre de 1975, 1 de septiembre de 1976, etc.»
Por otro lado, sobre el modelo de expectativas de contratos hay dos variantes posibles: o el nieto tendría un derecho legal vinculante sobre el abuelo debido a la mera promesa o el nieto tendría un derecho sobre los gastos en que hubiera incurrido por la expectativa de que la promesa se cumpliría.11
Supongamos, sin embargo, que la declaración original del abuelo no fuera una simple promesa, sino un intercambio condicional: por ejemplo, que el abuelo acordara pagar toda la matrícula universitaria del nieto, siempre que el nieto hiciera informes semanales de progreso al abuelo. En ese caso, según la teorías de la transferencia de título, el abuelo ha hecho una transferencia condicional de título: acordó transferir título en el futuro siempre que el nieto prestara ciertos servicios. Si el nieto en realidad llevó a cabo esos servicios y continúa llevándolos a cabo, entonces el pago de la educación es su propiedad y debería tener derecho legal a recibirlo del abuelo.12
Bajo nuestra teoría propuesta, ¿sería el fraude demandable ante la ley? Sí, porque el fraude es no cumplir un acuerdo voluntario de transferencia de propiedad y por tanto es un robo implícito. Si, por ejemplo, A vende a B un paquete que A dice que contiene una radio y contiene solo un montón de piezas de metal, entonces A ha tomado el dinero de B y no ha cumplido lo acordado respecto de las condiciones de tal transferencia, la entrega de la radio. Por tanto A ha robado la propiedad de B. Lo mismo se aplica al no atender cualquier garantía de producto. Si, por ejemplo, el vendedor dice que los contenidos de cierto paquete incluyen 5 onzas del producto X y no es así, entonces el vendedor ha tomado dinero sin cumplir los términos del contrato: en la práctica ha robado el dinero del comprador. Repito que las garantías de los productos serían aplicables legalmente, no porque sean «promesas», sino porque describen una de las entidades del contrato acordado. Si la entidad no es como la describe el vendedor, entonces ha habido fraude y por tanto robo implícito.13
¿Serían permisibles las leyes de quiebra en un sistema legal libertario? Está claro que no, pues las leyes de quiebra obligan a librar a un deudor de deudas voluntariamente contraídas y por tanto a invadir los derechos de propiedad de los acreedores. El deudor que rechace pagar su deuda ha robado la propiedad del acreedor. Si el deudor puede pagar pero esconde sus activos, este claro acto de robo se mezcla con el fraude. Pero incluso si el deudor que impaga no es capaz de pagar, sigue habiendo robado la propiedad del acreedor al no entregar la propiedad del acreedor como estaba acordado.
Así que la función del sistema legal debería ser obligar al pago por el deudor, por ejemplo, mediante la asociación forzosa de la renta futura del deudor a la deuda más los daños e intereses por la deuda que perviva. Las leyes de quiebra, con la liberación de la deuda desafiando los derechos de propiedad del acreedor, virtualmente confieren una licencia para robar para el deudor. En la era pre-moderna, al deudor que impagaba se le trataba por lo general como un ladrón y se le obligaba a pagar cuando adquiría renta. Indudablemente la pena de prisión iba mucho más allá del castigo proporcional y por tanto era excesiva, pero al menos las antiguas vías legales ponían la responsabilidad donde tenía que estar: en el deudor para cumplir sus obligaciones contractuales y hacer la transferencia de propiedad debida al acreedor-propietario. Un historiador de la ley estadounidense de quiebras, aunque defensor de estas leyes, ha reconocido que pisotean los derechos de propiedad de los acreedores:
Si la leyes de quiebra se basaran en los derechos legales de los individuos, no habría ninguna justificación para liberar a los deudores del pago de su deudas mientras vivieran o sus propiedades continuaran existiendo (…) El acreedor tiene derechos que no deben violarse ni siquiera si la adversidad fuera la causa de la condición de quebrado. Sus derechos son parte de su propiedad.14
En defensa de las leyes de quiebra, el economista utilitarista podría contestar que, una vez que estas leyes están en los códigos, el acreedor sabe qué puede pasarle, que compensa ese riesgo añadido con un tipo de interés más alto y que por tanto bajo la ley de quiebra no debería considerarse como una expropiación de la propiedad del acreedor. Es verdad que el acreedor conoce las leyes por adelantado y que cobrará un tipo de interés más alto para compensar el riesgo resultante. Sin embargo, no se sigue en absoluto el «por tanto». Independientemente de su conocimiento o advertencia anticipados, las leyes de quiebra siguen siendo violaciones y por tanto expropiaciones de los derechos de propiedad de los acreedores. Hay todo tipo de situaciones en el mercado en las que las posibles víctimas pueden ser capaces de maniobrar para minimizar el daño por el robo institucionalizado. El robo no es más moral o legítimo por esa encomiable maniobra.
Además, el mismo argumento utilitarista podría usarse para delitos como atraco o asalto. En lugar de deplorar el delito contra los comerciantes en ciertos sectores de la ciudad, podríamos así argumentar (como economistas utilitaristas) como sigue: después de todo, los comerciantes sabían lo que estaban haciendo por anticipado. Antes de abrir la tienda, conocían la mayor tasa de delitos en ese lugar y por tanto fueron capaces de ajustar su seguro y sus prácticas comerciales. ¿Deberíamos decir, por tanto, que los robos en tiendas no han de deplorarse o incluso prohibirse?15
En resumen, un delito es un delito y las invasiones de propiedad son invasiones de propiedad. ¿Por qué deberían esos agudos propietarios que tomaron algunas medidas por adelantado para aliviar los efectos de un posible delito verse penalizados por verse privados de un defensa legal de su justa propiedad? ¿Por qué debería la ley penalizar la virtud de la previsión?
El problema de los deudores que impagan puede verse de otra manera: al acreedor, teniendo en cuenta los intentos sinceros de pagar del deudor, puede decidir voluntariamente renunciar a todo o parte de la deuda. Aquí es importante destacar que en un sistema libertario que defienda los derechos de propiedad, cada creedor puede perdonar solo su propia deuda, entregar solo sus propios derechos de propiedad al deudor. Así que puede no haber ninguna situación legal en la que una mayoría de acreedores obligue a una minoría a que «perdone» sus propios derechos.
El perdón voluntario de una deuda puede producirse después del hecho del impago o puede incorporarse en el contrato orginal de deuda. En ese caso, A podría prestar ahora 1000 dólares a B a cambio de 1000 dólares dentro de un año, siempre que, dadas ciertas condiciones de insolvencia inevitables, A perdonaría a B parte o toda esa deuda. Supuestamente, A cobraría un tipo de interés más alto para compensar el riesgo adicional de fracaso. Pero lo importante es que en estas situaciones legítimas de perdón, la liberación de la deuda se ha acordado voluntariamente, ya sea en el acuerdo original o después del impago, por el acreedor individual.
El perdón voluntario adopta el estatus legal-filosófico de una donación del acreedor al deudor. Resulta extraño que mientras los teóricos de la transferencia de título ven dicha donación como un acuerdo perfectamente legítimo y válido para transferir un título de un acreedor a un deudor, la doctrina legal actual ha cuestionado la validez de dicho acuerdo de perdón como un contrato vinculante. Pues, en la teoría actual, un contrato vinculante debe ser una promesa intercambiada por una «consideración» y en el caso del perdón, el acreedor no recibe ninguna consideración a cambio. Pero el principio de transferencia de título no ve problemas en el perdón: «El acto del acreedor de renunciar a un derecho es del mismo tipo que un acto ordinario de transferencia. En ambos casos, el acto es simplemente el consentimiento manifiesto del propietario del derecho».16
Otra cosa importante: en nuestro modelo de transferencia de título, una persona debería poder vender no solo el título completo de propiedad sino asimismo parte de esa propiedad, reteniendo el resto para sí o para otros a los que conceda o venda esa parte del título. Así, como hemos visto antes, el derecho de autor del derecho común se justifica como el autor o editor vendiendo todos los derechos de propiedad, excepto el derecho a revenderlo. Igualmente válidas y aplicables serían las cláusulas restrictivas de propiedad en las que, por ejemplo, un promotor venda todos los derechos de una casa y terreno a un comprador, excepto el derecho de construir una casa por encima de una altura concreta o con un diseño diferente.
La única condición es que debe haber, en todo momento, algún propietario o propietarios existentes de todos los derechos a cualquier propiedad. En el caso de una cláusula restrictiva, por ejemplo, debe haber algún propietario del derecho reservado a construir un edificio alto; si no es el propio promotor, alguno que haya comprado o recibido esta derecho. Si el derecho reservado se ha abandonado y no hay persona existente que lo posea, entonces puede considerarse que el propietario de la casa ha «ocupado» este derecho y puede construir el edificio alto. Cláusulas y otras restricciones, en resumen, no pueden simplemente «ir con la propiedad» eternamente, imponiéndose así a los deseos de todos los propietarios vivos.
Esta condición impide el fideicomiso como un derecho aplicable. Bajo el fideicomiso, un propietario podría legar su terreno a sus hijos y nietos, con la condición de que ningún propietario futuro pueda venderlo fuera de la familia (algo típico del feudalismo). Pero esto significaría que los propietarios vivos no podrían vender la propiedad: estarían gobernados por la mano muerta del pasado. Pero todos los derechos a cualquier propiedad deben estar en manos de vivos, de personas existentes. Podría considerarse un requisito moral para los descendientes mantener la tierra en la familia, pero no puede considerarse propiamente como una obligación legal. Los derechos de propiedad deben solo acordarse y solo pueden disfrutarse por los vivos.
Hay al menos un caso en el que el modelo de las «expectativas prometidas» tiene una grave contradicción interna, dependiendo de si uno destaca parte de la «promesa» o de las «expectativas» de la teoría. Es el problema legal de si «la compra rompe el alquiler». Así, supongamos que Smith posee un terreno y se lo alquila por cinco años a Jones. Sin embargo Smith vende ahora el terreno a Robinson. ¿Está Robinson obligado a respetar los términos del alquiler o puede echar inmediatamente a Jones? Con la teoría de la promesa, solo Smith realizó la promesa de alquilar el terreno; Robinson no lo prometió y por tanto no está obligado a respetar el alquiler. Con la teoría de las expectativas, el acuerdo de alquiler generó expectativas en Jones de que el terreno sería suyo durante cinco años. Por tanto, sobre las bases anteriores, la compra rompe al alquiler, mientras que no puede hacerlo en el modelo de las expectativas. Sin embargo, la teoría de la transferencia de título evita este problema.
En nuestro modelo, Jones, el arrendatario, posee el uso de la propiedad por el periodo contractual del alquiler: se ha transferido el uso de cinco años de propiedad a Jones. Por tanto Robinson no puede romper el alquiler (salvo, por supuesto, que la ruptura del alquiler bajo esas condiciones estuviera expresamente incluida como una cláusula en el arrendamiento).
Hay una implicación política muy importante de nuestra teoría de la transferencia de título frente a la teoría de la promesa de contratos válidos y aplicables. Debería quedar claro que la teoría de la transferencia de título rechaza inmediatamente en tribunales cualquier variante de la teoría del «contrato social» como justificación para el Estado.
Dejando aparte el problema histórico de si tuvo lugar alguna vez un contrato social como tal, debería ser evidente que este, ya sea la entrega hobbesiana de todos los derechos o la entrega lockeana del derecho de autodefensa o cualquier otro fue una mera promesa de comportamiento futuro (voluntad futura) y en modo alguno entrega el derecho a una propiedad inalienable. Indudablemente ninguna promesa pasada puede obligar a generaciones futuras, ni siquiera al que realizó realmente la promesa.17
El actual derecho contractual es una mezcla incompleta de las posturas de transferencia de título y expectativas de promesa, con el modelo de las expectativas predominando bajo la influencia del positivismo y pragmatismo jurídicos de los siglos XIX y XX. Por tanto una teoría libertaria de los derechos naturales y de propiedad debe reconstruir el derecho contractual sobre la base apropiada de la transferencia de título.18
- 1En Williamson M. Evers, «Toward A Reformulation of the Law of Contract», Journal of Libertarian Studies 1 (Invierno 1977): 3-13. Esta sección del libro está en deuda con este excelente trabajo, particularmente por su crítica de las leyes actuales y pasadas y las teorías de los contratos aplicables.
- 2Evers, «Law of Contracts», p. 7. Rousseau argumentaba agudamente contra la validez de un contrato de esclavitud:
Cuando un hombre renuncia a su libertad, renuncia a su humanidad esencial, sus derechos e incluso su tarea como ser humano. No hay indemnización posible a esa completa renuncia. Es incompatible con la naturaleza del hombre y privarle de su libre albedrío es privar a todas sus acciones de cualquier sanción moral. En resumen, la convención que establece por un lado una autoridad absoluta y por el otro una obligación de obedecer sin preguntar, es vana y sin sentido. ¿No es evidente que donde podemos demandar todo, no debemos nada? Donde no hay obligación mutua, ni intercambio de tareas, debe, sin duda, quedar claro que las acciones de ordenado dejan de tener cualquier valor moral. ¿Pues cómo puede mantenerse que mi esclavo tenga ningún «derecho» contra mí cuando todo lo que tiene es de mi propiedad? Siendo su derecho mi derecho, es absurdo hablar de que pueda alguna vez operar en mi perjuicio.
O, en resumen, si un hombre se vende a sí mismo como esclavo, entonces el amo, siendo un amo absoluto, tendría entonces el derecho a disponer de los fondos con los que ha «comprado» al esclavo. Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, bloque 1, capítulo 4, en E. Barker, ed., Social Contract (Nueva York: Oxford University Press, 1948), p. 175. - 3Sobre la importancia de la autopropiedad y el libre albedrío formando la base de la actual doctrina judicial que prohíbe la obligación de trabajos concretos para cumplir con contratos de servicios personales, ver John Norton Pomeroy, Jr. y John C. Mann, A Treatise on the Specific Performances of Contracts, 3ª ed. (Albany, N.Y.: Banks, 1926), sec. 310, p. 683.
- 4A.W.B. Simpson, «The Penal Bond With Conditional Defeasance», Law Quarterly Review (Julio de 1966): 392-422.
- 5Ibíd., p. 415.
- 6Ibíd., p. 411.
- 7Para una crítica más extensa del concepto de indemnización, ver pp. 203-206, 238-251 de este mismo libro, especialmente la crítica de Anarquía, estado y utopía de Robert Nozick.
- 8Simpson continúa apuntando que aunque la aplicación de sanciones privadas, acordadas voluntariamente «in terrorem de la parte que ha de trabajar» ha desaparecido hoy, Estado y tribunales usan esta técnica y por tanto se han arrogado un monopolio de dichos métodos, por ejemplo, obligando a rescates, concediendo libertad bajo palabra o sancionando a alguien por desacato al tribunal. Simpson, «Penal Bond», p. 420. Por supuesto, la diferencia es que estas sanciones del estado son unilaterales y obligatorias en lugar de acordadas voluntariamente por adelantado por el obligado. Pero esto no implica que los tribunales medievales fueran perfectos: para empezar, rechazaban aplicar ningún contrato de préstamo de dinero cobrando interés por cometer el «pecado de la usura».
- 9El principio legal romano era que una «promesa desnuda» (nudum pactum) no podía estar sujeta a acción legal: Ex nudo pacto non oritur actio. Sobre el nudum pactum, ver John W. Salmond, Jurisprudence, 2ª ed. (Londres: Stevens and Haynes, 1907), p. 318; Pherozeshah N. Daruvala, The Doctrine of Consideration (Calcuta: Butterworth, 1914), p. 98 y Frederick Pollock, Principles of Contract, 12ª ed., P. Winfield, ed. (Londres: Stevens and Sons, 1946), pp. 119-120.
- 10Thomas Hobbes, Leviatán, parte 1, capítulo 14 [cursivas de Hobbes].
- 11El estado actual del derecho contractual es difuso en este tipo de caso. Aunque hasta recientemente una promesa de pago de educación no era demandable, ahora es posible que ese reembolso frente al abuelo se aplicara por costes incurridos bajo la expectativa de que se cumpliría la promesa. Ver Merton Ferson, The Rational Basis of Contracts (Brooklyn: Foundation Press, 1949), pp. 26-27 y Grant Gilmore, The Death of Contract (Columbus: Ohio State University Press, 1974), pp. 59f y ss.
- 12Ver Evers, «Law of Contracts», pp. 5-6. Por otro lado, como se ha indicado antes, no podría requerirse al nieto que realizara el servicio si cambiara de opinión, pues sería esclavitud obligatoria. Sin embargo, se le obligaría a reembolsar al abuelo.
- 13En el derecho antiguo, la acción de estafa contra el vendedor de un bien con falsas garantías era, en realidad una pura acción de daños (robo en nuestro sentido). James Barr Ames, «The History of Assumpsit», Harvard Law Review 2, nº 1 (15 de abril de 1888): 8. Para una opinion opuesta sobre la promesa, ver Roscoe Pound, Jurisprudence (St. Paul, Minn.: West, 1959), pp. 111,200 y Oliver Wendell Holmes, Jr., The Common Law, Howe ed., (Cambridge, Mass.: Belknap Press of Harvard University Press, 1963), p. 216.
- 14F. Regis Noel, «A History of the Bankruptcy Clause of the Constitution of the United States of America» (Washington: tesis doctoral, Catholic University of America, 1920), pp. 187,191. Noel continúa, afirmando que los derechos del acreedor deben verse relegados por la política pública», el «bien común» y los «derechos prioritarios de la comunidad», sean lo que sean. Citado por Lawrence H. White, «Bankruptcy and Risk» (no publicado), p. 13.
- 15Debo este ejemplo al Dr. Walter Block.
- 16Ferson, The Rational Basis of Contracts, p. 159. Sobre las consecuencias absurdas de la teoría contractual actual al cuestionar la validez del perdón voluntario, ver Gilmore, The Death of Contract, p. 33.
- 17Como dice Rousseau: «incluso un hombre pudiera enajenarse, no puede enajenar a sus hijos. Nacieron libres, su libertad les pertenece y nadie más que ellos tienen derecho a disponer de ella (…) pues enajenar la libertad de otro es contrario al orden natural y es un abuso de los derechos del padre». Rousseau en Barker, ed., Social Contract, pp. 174-175. Y cuatro décadas antes que Rousseau, a principios de la década de 1720, los escritores libertarios ingleses, John Trenchard y Thomas Gordon e sus Cartas de Catón (muy influyentes en la formación de las actitudes de las colonias americanas) escribían lo siguiente:
Todos los hombres nacen libres; la libertad es un don que reciben del propio Dios; tampoco pueden enajenarlo por consentimiento, aunque puedan verse privados de ella por delitos. Ningún hombre (…) puede (…) entregar las vidas y libertades, religión o propiedad adquirida de sus sucesores, que nacerán tan libres como nació él mismo y nunca pueden verse obligados por este negocio malvado y ridículo. (Cato’s Letters, nº 59, en D. L. Jacobson, ed., The English Libertarian Heritage (Indianapolis, Ind.: Bobbs-Merrill, 1965), p. 108) - 18El requisito actual de que debe haber «consideración» para que una promesa sea aplicable es una introducción filosóficamente confundida de los principios de la transferencia de título en el derecho de los contratos. Ver Edward Jenks, The History of the Doctrine of Consideration in English Law (Londres: C.J. Clay and Sons, 1892), cap. 3. Los contratos como promesas aplicables entraron en el derecho ingles por medio del derecho canónico y el derecho mercantil consuetudinario, así como por la doctrina del assumpsit tras la conquista normanda. El assumpsit aplicaba esas «promesas» supuestamente implícitas igual que los posaderos o transportistas ordinarios aceptaban clientes. Sobre el assumpsit, ver Jenks, History of Doctrine of Consideration, pp. 124-125 y James Barr Ames, «History of Assumpsit», en Selected Readings on the Law of Contracts (Nueva York: Macmillan, 1931) pp. 37-40.
El derecho de Inglaterra antes de la conquista normanda se basaba en los derechos de propiedad y la transferencia de títulos. Esencialmente, toda deuda se consideraba un depósito para una serie concreta de bienes. Un problema de esta variante es que la gente no es capaz de acordar ahora derecho a bienes en una fecha futura; como consecuencia, los acreedores no tenían derecho a retener los activos futuros de los deudores si estos no tenían dinero para pagar en el momento de la liquidación. Además, el centrarse solo en la posesión física de la propiedad significaba que la idea inglesa de «título» de propiedad antes de la conquista era muy defectuosa. Así, después de cerrarse un contrato de compraventa, el vendedor, bajo esa idea, no tenía derecho a demandar por el precio en dinero (ya que no había habido una posesión física previa del vendedor y por tanto no podía constituirse como un depósito, aunque el comprador podía demandar por el envío de los bienes). Fue en parte por esos defectos primitivos en la teoría contractual previa a la conquista por lo que el modelo de la promesa fue capaz de imponerse. Aunque se vea también el declive del bono penal, ver texto. Ver Robert L. Henry, Contracts in the Local Courts of Medieval England (Londres: Longmans, Green, 1926), pp. 238-241, 245. Ver también Jenks, History of the Doctrine of Consideration, pp. 115-118; Frederick Pollock, «Contracts», Encyclopedia Britannica, 14ª ed. (1929), vol. 6, pp. 339-340; Ames, «The History of Assumpsit», pp. 55-57; Ferson, The Rational Basis of Contracts, p. 121 y especialmente Evers, «Law of Contracts», pp. 1-2.
Sobre visiones de la deuda en otras culturas similares a Inglaterra antes de la conquista, ver Max Gluckman, The Ideas in Barotse Jurisprudence (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1965), pp. 177, 182–83, 198; John D. Mayne, Treatise on Hindu Law and Usage, 11ª ed., N.C. Aiyar, ed. (Madras: Higginbothams, 1953), pp. 395-447; Daruvala, The Doctrine of Consideration, p. 270 y E. Allan Farnsworth, «The Past of Promise: An Historical Introduction to Contract», Columbia Law Review 69, nº 4 (Abril de 1969): 587.
Immanuel Kant, frente a numerosos filósofos utilitaristas y pragmáticos, intentó deducir una teoría del contrato a partir de una transferencia en lugar de una promesa. Immanuel Kant, The Philosophy of Law: An Exposition of The Fundamental Principles of Jurisprudence as the Science of Right (Edimburgo: T. and T. Clark, 1887), p. 101. [La filosofía del derecho] Sin embargo, por desgracia, la postura de Kant tenía dos defectos graves. Primero, suponía que las transferencias voluntarias de propiedad deben tener lugar dentro de un marco de obediencia a una voluntad general impuesta de la sociedad civil. Pero el libre albedrío y esa obediencia civil son contradictorios. Y segundo, Kant destacaba que los contratos son voluntarios cuando los estados mentales subjetivos de las partes contratantes están de acuerdo. ¿Pero cómo pueden los tribunales determinar los estados mentales subjetivos de las partes de un acuerdo? Mucho mejor para la teoría contractual libertaria es sostener que cuando dos partes actúan para transferir títulos y ninguna está bajo amenaza de violencia física, entonces el contrato se considera como voluntario, consensuado y válido. En resumen, el consentimiento por ambas partes se determina observando acciones bajo condiciones no coactivas. Ver Hallock v. Commercial Insurance Co., 26 N.J.L. 268 (1857); William Anson, Principles of the English Law of Contract, 2ª ed. (1882), p. 13 y Samuel Williston, «Mutual Assent in the Formation of Contracts», Selected Readings on the Law of Contracts (Nueva York: Macmillan, 1931), pp. 119-127.