Debería ser obvio para todo el mundo, salvo para el más devoto seguidor del keynesianismo, que el estímulo no logró su objetivo. La combinación del gasto descarado del Congreso, los planes desesperados para reflotar el mercado inmobiliario, el intento de transfundir dinero ajeno a empresas que se desangran y la creación de billones de dinero artificial no han hecho nada por levantar la economía de EEUU.
En realidad, ha ocurrido lo contrario. Todos estos esfuerzos han impedido el ajuste de las fuerzas económicas al mundo posterior al boom. Y todos los recursos que consumió el estímulo fueron extraídos del sector privado, pues debemos recordar siempre que el gobierno no tiene recursos propios. Todo lo que hace debe salir del pellejo de los productores privados y de la ciudadanía en general, en el futuro si no inmediatamente.
Es tedioso que hayamos tenido que aprender esta lección una vez más, ya que sólo hace 38 años experimentamos un nuevo colapso del paradigma keynesiano. El color de la teoría era un poco diferente en aquellos días. Se suponía que las operaciones de ajuste del gobierno funcionaban según un modelo fijo en el que había un equilibrio entre la inflación y el desempleo recesivo. Si el desempleo aumentaba demasiado debido a un crecimiento económico lento, se decía que su solución era sencilla: reflotar y hacer frente a los costes. Si el desempleo bajaba demasiado durante la recuperación, provocando un «recalentamiento», como se decía entonces, la respuesta era deflactar.
El objetivo de este sencillo intercambio era reducir las opacas nociones de Lord Keynes a su esencia de planificación central y evitar los interminables enredos legislativos que plagaron los años del New Deal. Los keynesianos habían afirmado que el experimento de política anticíclica de FDR no estaba bien planificado ni administrado científicamente, razón por la cual no salió como estaba previsto. Gracias a la claridad de posguerra del nuevo y sencillo modelo, los keynesianos acertarían esta vez.
Ciertamente se salieron con la suya en términos de política. En 1971, Richard Nixon abolió los últimos vestigios del patrón oro, desvinculando por fin el dólar de cualquier relación con el oro físico y dejándolo flotar como una cometa en una cuerda, o quizá sin cuerda. Se suponía que era el ideal keynesiano. No más grilletes. No más reliquias bárbaras. No más limitaciones a lo que los planificadores científicos del gobierno podían o no podían hacer. Ahora podían actuar para lograr la combinación socialmente óptima de inflación y desempleo. El nirvana.
Hay que tener en cuenta que se trataba de una proposición comprobable. Si hubiera una compensación que el gobierno pudiera gestionar, lo que no veríamos sería, por ejemplo, que el desempleo aumentara al mismo tiempo que la inflación. Es cierto que en el pasado no habíamos visto esto. Durante la Gran Depresión, los precios siguieron bajando (y menos mal, porque fue la única gracia salvadora de todo el periodo). Hubo un ligero repunte de la inflación a mediados de la década de 1950, pero no fue suficiente para hacer saltar las alarmas.
Entonces llegó 1973-1974. El desempleo era alto y subía del 4 al 6% desde los mínimos de la recesión —y, sí, eso se consideraba alto en aquella época—. Al mismo tiempo, la inflación se disparó hasta los dos dígitos. Así nació la recesión inflacionista. Se trataba de un animal que no se suponía que existiera, según el modelo tal como se entendía en aquella época.
En un ensayo que aparece ahora en su gigantesca colección Controversias económicas Murray Rothbard explicó,
Este curioso fenómeno de una inflación cacareada que se produce al mismo tiempo que una fuerte recesión simplemente no se suponía que ocurriera en la visión keynesiana del mundo. Los economistas siempre han sabido que o bien la economía está en un periodo de auge, en cuyo caso los precios suben, o bien la economía está en una recesión o depresión marcada por un elevado desempleo, en cuyo caso los precios bajan. En el auge, el gobierno keynesiano debía «absorber el exceso de poder adquisitivo» aumentando los impuestos, según la receta keynesiana, es decir, debía sacar gasto de la economía; en la recesión, por el contrario, el gobierno debía aumentar su gasto y su déficit para inyectar gasto en la economía. Pero si la economía se encontraba al mismo tiempo en una situación de inflación y recesión con un elevado desempleo, ¿qué se suponía que debía hacer el gobierno? ¿Cómo iba a pisar el acelerador y el freno al mismo tiempo?
La respuesta, por supuesto, fue que el gobierno y sus responsables políticos no podían hacer tal cosa. Fue entonces cuando cundió el pánico y se recurrió a todas las teorías descabelladas conocidas para reducir de una vez el desempleo y la inflación. Pero había un problema. Los responsables políticos son siempre y en todas partes reacios a admitir la culpa de cualquier cosa. Seguramente no es la política monetaria la culpable, decían. La culpa era de la avaricia de los empresarios, de la voracidad de la clase consumidora, del pánico de la población en general... de todo menos del propio gobierno.
Así pues, mientras que el paradigma keynesiano había fracasado obviamente, ¿quién en el gobierno estaba dispuesto a asumir la responsabilidad de este fracaso? Nadie. Por lo tanto, las cosas no hicieron más que empeorar, y la recesión inflacionista se convirtió en una forma de vida para los americanos, hasta llegar a los desmanes de finales de la década de 1970 que finalmente llevaron a Ronald Reagan a la presidencia.
Reagan hizo campaña con una plataforma antikeynesiana. Incluso habló de reinstaurar un patrón-oro. Dijo que reduciría los impuestos y dejaría que la economía funcionara. Esas promesas no llegaron a nada, pero en aquel momento parecía haber cierta conciencia de que el gobierno no era capaz de apoyarse para siempre contra los vientos del mercado. El verdadero mérito, por supuesto, es de Paul Volcker, nombrado por Carter. Como jefe de la Fed, diseñó una reducción real de la oferta monetaria y rompió el espinazo de la crisis. Piense en él como el anti-Greenspan o el anti-Bernanke.
El Greenspanismo-Bernankeismo reina hoy en día, y esa es la verdadera tragedia de nuestros tiempos. La Fed, el Tesoro, el presidente, los reguladores y el Congreso han hecho todo lo posible por reflotar, estimular, estabilizar y contrarrestar las fuerzas del mercado. Como era de esperar, han perdido la batalla. El desempleo sigue siendo escandalosamente alto y la inflación vuelve a subir. Pero hay un problema aún más grave. Al estimular la economía, la Fed ha creado cantidades increíbles de dinero falso que ha metido en las cajas fuertes de sus mejores amigos del sector bancario. Y parece que ahora esas reservas falsas se están filtrando para provocar horribles oleadas de inflación de precios.
Los que culpan a Obama de esto podrían plantearse si cualquier republicano, salvo Ron Paul, no habría hecho exactamente lo mismo. La receta de Obama para la recuperación económica se inició en realidad con George Bush, exactamente del mismo modo que Hoover fue el primer New Dealer. El problema es el hombre en la Casa Blanca, sin duda, pero no es el único problema. La cuestión central es que (1) tenemos un sistema monetario y bancario que es socialista y, por tanto, utilizado por la élite del poder para enriquecerse a nuestra costa, y (2) la élite política se aferra a la pretensión keynesiana de que el gobierno es capaz de librar una guerra contra las fuerzas del mercado. Por eso, y por el hecho de que el keynesianismo da poder a la élite, es por lo que esta patética y peligrosa historia sigue repitiéndose.
En la economía de mercado, existe una tendencia a largo plazo a corregir los errores y sustituirlos por prácticas diferentes que mejoren la situación de la población. En el gobierno, existe una tendencia a largo plazo a seguir intentando lo mismo una y otra vez, sin importar la frecuencia o la gravedad del fracaso. El keynesianismo es, después de todo, como señala Joseph Salerno, la «economía del poder estatal». Y eso nos conduce al problema fundacional: la entidad monopolística que gobierna y devasta la sociedad en su propio beneficio.