En el periodo de auge que acabó en 1929, los sindicatos habían tenido éxito en casi todos los países en poner los niveles salariales por encima de los que el mercado habría determinado, si estuviera manipulado solo por las barreras migratorias. Estos niveles salariales ya produjeron en muchos países un desempleo institucional de un volumen considerable mientras la expansión del crédito seguía produciéndose a un ritmo acelerado.
Cuando llegó finalmente la inevitable depresión y los precios de los productos empezaron a caer, los sindicatos, firmemente apoyados por los gobiernos, incluso por los despreciados como antisindicales, mantuvieron tercamente sus políticas de altos salarios. O bien negaban de plano el permiso para cualquier recorte en los niveles salariales nominales o solo concedían recortes insuficientes. El resulta fue un tremendo aumento en el desempleo institucional. (Por otro lado, aquellos trabajadores que mantuvieron sus trabajos mejoraron su nivel de vida ya que aumentaron sus salarios reales por hora trabajada).
La carga de las prestaciones de desempleo se hizo insoportable. Los millones de desempleados eran una seria amenaza para la paz interior. Los países industriales se vieron perseguidos por el fantasma de la revolución. Pero los líderes sindicales eran intratables y ningún estadista tenía el valor para desafiarles abiertamente.
En esta situación los asustados gobernantes pensaron en un recurso recomendado desde hacía mucho por los doctrinarios inflacionistas. Como los sindicatos protestaban ante un ajuste de los salarios al estado de la relación monetaria y los precios de los productos, decidieron ajustar la relación monetaria y los precios de los productos a la altura de los niveles salariales. Tal y como los veían, no eran los niveles salariales los que estaban demasiado altos: su propia unidad monetaria nacional estaba sobrevalorada en términos de oro y cambio de moneda y tenía que reajustarse. La devaluación era la solución.
Los objetivos de la devaluación eran:
- Preservar el nivel de los salarios nominales o incluso crear las condiciones requeridas para su posterior aumento, mientras que los niveles salariales nominales deberían más bien hundirse.
- Hacer que los precios de los productos, especialmente los agrícolas y ganaderos, aumenten en términos de moneda nacional o, al menos, impedir que caigan más.
- Favorecer a los deudores a costa de los acreedores.
- Estimular las exportaciones y reducir las importaciones.
- Atraer a más turistas extranjeros y hacer más caro (en términos de moneda local) que los propios ciudadanos del país visiten el extranjero.
Sin embargo, ni los gobiernos ni los defensores literarios de su política eran lo suficientemente francos como para admitir abiertamente que uno de los principales propósitos de la devaluación era una reducción del nivel de los salarios reales. Preferían en su mayor parte describir el objetivo de la devaluación como la eliminación de un supuesto «desequilibrio fundamental» entre el «nivel» nacional e internacional de los precios. Hablaban de la necesidad de rebajar los costes internos de producción. Pero ansiaban no mencionar que uno de los dos costes que esperaban rebajar por la devaluación eran los salarios reales, sino el otro el interés estipulado en las deudas empresariales a largo plazo y el principal de dichas deudas.
Es imposible tomar en serio los argumentos aportados a favor de la devaluación. Eran completamente confusos y contradictorios. Pues la devaluación no era una evaluación fría de los pros y contras. Era una capitulación de los gobiernos ante los líderes sindicales que no querían perder la cara admitiendo que su política salarial había fracasado y había producido un desempleo institucional a una escala sin precedentes.
Fue una disposición desesperada de estadistas débiles e ineptos que estaba motivada por su voluntad de prolongar su permanencia en el cargo. Al justificar su política, estos demagogos no se preocupaban por las contradicciones. Prometían a las industrias transformadoras y los granjeros que la devaluación haría que aumentaran los precios. Pero al mismo tiempo prometían a los consumidores que los rígidos controles de precios impedirían cualquier aumento en el coste de la vida.
Después de todo, los gobiernos aún podían excusar su conducta refiriéndose al hecho de que, bajo un estado concreto de opinión pública, completamente bajo el influjo de las mentiras doctrinales del sindicalismo, no podía recurrirse a ninguna otra política. Esa excusa no podían exponerla aquellos autores que alababan la flexibilidad de los tipos de cambio de moneda como el sistema monetario perfecto y más deseable. Mientras que los gobiernos seguían ansiando destacar que la devaluación era una medida de emergencia que no se iba a repetir, estos autores proclamaban que el patrón flexible era el sistema monetario más apropiado y estaban deseosos de demostrar los supuestos males propios de la estabilidad en los tipos de cambio de moneda.
En su ciego celo por agradar a los gobiernos y los poderosos grupos de presión de los trabajadores sindicalizados y los granjeros, sobreestimaron tremendamente el caso de las paridades flexibles. Pero los inconvenientes de la flexibilidad en los patrones se manifestaron muy pronto. El entusiasmo por la devaluación de desvaneció rápidamente.
En los años de la Segunda Guerra Mundial, poco más de una década después del día en que Gran Bretaña establecía el patrón flexible, incluso Lord Keynes y sus seguidores descubrieron que la estabilidad de los tipos de cambio de moneda tenía sus ventajas. Uno de los supuestos objetivos del Fondo Monetario Internacional es estabilizar los tipos de cambio.
Si uno mira la devaluación, no con los ojos de un apologista de las políticas del gobierno y el sindicato, sino con los de un economista, uno debe ante todo destacar que todas sus supuestas ventajas son solo temporales. Además, dependen de la condición de que solo un país devalúe mientras los demás se abstienen de hacerlo con sus respectivas divisas. Si los otros países devalúan en la misma proporción, no aparecen cambios en el comercio exterior. Si devalúan en una mayor medida, todas estas ventajas transitorias, sean cuales sean, les favorecen exclusivamente a ellos.
Por tanto, una aceptación generalizada de los principios del patrón flexible debe producir una sobrepuja entre naciones. Al final de esta carrera se encuentra la completa destrucción de todos los sistemas monetarios nacionales.
Las muy comentadas ventajas que otorga la devaluación en el comercio exterior y el turismo que se deben enteramente al hecho del ajuste de los precios y salarios internos al estado de cosas creado por la devaluación requieren cierto tiempo. Mientras este proceso de ajuste no se hay completado aún, se estimula la exportación y se desanima la importación. Sin embargo, esto significa únicamente que en este intervalo los ciudadanos del país devaluador están obteniendo menos por lo que están vendiendo en el exterior y pagando más por lo que están comprando en el exterior; por tanto, deben restringir su consumo.
Este efecto puede parecer bueno en opinión de quienes la balanza comercial es la vara de medir el bienestar de una nación. El lenguaje llano, ha de describirse así: el ciudadano británico debe exportar más bienes británicos para comprar la cantidad de té que recibía antes de la devaluación por una cantidad menor de bienes británicos exportados.
La devaluación, dicen sus defensores, reduce la carga de las deudas. Es verdad. Favorece a los deudores a costa de los acreedores. A los ojos de quienes aún no han aprendido que bajo las condiciones modernas los acreedores no deben identificarse con los ricos ni los deudores con los pobres, esto es algo beneficioso.
El efecto real es que los propietarios endeudados de inmuebles y terrenos rurales y los accionistas de empresas endeudadas se ven ayudados en perjuicio de la inmensa mayoría cuyos ahorros están invertidos en bonos, obligaciones, cuentas de ahorro y pólizas de seguros.
También hay que tener en cuenta los préstamos exteriores. Cuando Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, Suiza y otros países europeos acreedores devaluaran sus divisas, estarían haciendo un regalo a sus deudores externos.
Uno de los principales argumentos aportados a favor de un patrón flexible es que rebaja el tipo de interés en el mercado monetario doméstico. Bajo el patrón oro clásico y el rígido patrón cambio oro, se dice, un país debe ajustar el tipo nacional de interés a las condiciones en el mercado monetario internacional. Bajo el patrón flexible, es libre de seguir en la determinación de los tipos de interés una política guiada exclusivamente por consideraciones de su propio bienestar interno.
El argumento es evidentemente insostenible respecto de esos países en los que la cantidad total de deuda a países extranjeros excede la cantidad total de préstamos otorgados a países extranjeros. Cuando en el curso del siglo XIX, algunas de estas naciones deudoras adoptaron una política de dinero fuerte, sus empresas y ciudadanos podían contraer deudas en el extranjero en términos de su divisa nacional.
Esta posibilidad desapareció completamente con el cambio en las políticas monetarias de estos países. Ningún banquero estadounidense contrataría un préstamo en liras italianas o trataría de emitir bonos en liras. Respecto de los créditos en el extranjero, no puede importar ningún cambio en la moneda local del país del deudor. Respecto de los créditos en el interior, la devaluación afecta solo a las deudas previamente contraídas. Aumenta el tipo de interés bruto del mercado de las nuevas deudas al hacer aparecer una prima positiva en el precio.
Esto se aplica también en relación con las condiciones de los tipos de interés en las naciones acreedoras. No hay necesidad de añadir nada a la explicación de que el interés no es un fenómeno monetario y no puede verse afectado a largo plazo por medidas monetarias.
Es verdad que las devaluaciones a las que recurrieron diversos gobiernos entre 1931 y 1938 hicieron que los salarios reales cayeran en algunos países y así se redujo la cantidad de desempleo institucional. El historiador, al ocuparse de estas devaluaciones, puede por tanto decir que fueron un éxito ya que impidieron un levantamiento revolucionario de las masas desempleadas que crecían cada día y, bajo las condiciones ideológicas prevalentes, no podía haberse recurrido a ningún otro medio en esta situación crítica.
Pero el historiador también tendría que añadir que el remedio no afectó a las causas últimas del desempleo institucional, las defectuosas ideas del sindicalismo laboral. La devaluación era un dispositivo ingenioso para eludir la influencia de la doctrina sindical. Funcionó porque no obstaculizaba el prestigio del sindicalismo. Pero precisamente porque dejaba incólume la popularidad del sindicalismo, solo podía funcionar a corto plazo.
Los líderes sindicales aprendieron a distinguir entre niveles salariales nominales y reales. Hoy sus políticas se dirigen a aumentar los niveles salariales reales. Ya no pueden ser engañados por una caída en el poder adquisitivo de la unidad monetaria. La devaluación a perdido su utilidad como dispositivo para reducir el desempleo institucional.
El conocimiento de estos factores ofrece una clave para una valoración correcta del papel que desempeñaron las doctrinas de Lord Keynes en los años entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Keynes no añadió ninguna nueva idea al cuerpo de las mentiras inflacionistas, refutadas mil veces por los economistas. Sus enseñanzas fueron incluso más contradictorias e inconsistentes que las de sus predecesores quienes, como Silvio Gesell, fueron rechazados como excéntricos monetarios. Simplemente supo cómo vestir la demanda de inflación y la expansión del crédito con la sofisticada terminología de la economía matemática.
Los autores intervencionistas no supieron aportar argumentos razonables a favor de la política de gasto desmedido: sencillamente no pudieron encontrar un argumento contra el teorema económico respecto del desempleo institucional. En esta encrucijada, agradecieron la «revolución keynesiana» con los versos de Wordsworth: «Había dicha en estar vivo en ese amanecer, pero ser joven era el mismo cielo».
Sin embargo, era solo un cielo de corta duración. Podemos admitir que a los gobiernos británico y estadounidense en la década de los treinta no les quedaba otro camino que la devaluación de la divisa, la inflación y la expansión del crédito, los presupuestos desequilibrados y el gasto en déficit. Los gobiernos no podían librarse de la presión de la opinión pública. No podían rebelarse contra la preponderancia de las ideologías generalmente aceptadas, por muy falsas que fueran.
Pero esto no excusa a los cargos que pudieron renunciar en lugar de aplicar políticas desastrosas para el país. Menos aún excusa a los autores que trataron de proporcionar una justificación supuestamente científica para la peor de todas las falacias populares—el inflacionismo.