[Este artículo fue publicado originalmente en el Libertarian Forum, vol. 10, número 7, julio de 1977].
Recientemente he estado cavilando acerca de cuáles son las cuestiones cruciales que dividen a los libertarios. Algunas de las que ha recibido un montón de atención en los últimos años son: anarcocapitalismo versus gobierno limitado, abolicionismo versus gradualismo, derechos naturales versus utilitarismo y guerra versus paz. Pero he concluido que por muy importantes que sean estas cuestiones, realmente no llegan al meollo del asunto, de la línea divisoria esencial entre nosotros.
Por ejemplo, tomemos dos de las principales obras anarcocapitalistas de los últimos años: mi propia Por una nueva libertad y Maquinaria de libertad, de David Friedman. Superficialmente, las diferencias principales entre ellas son mi propia defensa de los derechos naturales y de un código legal libertario racional, frente al utilitarismo amoral de Friedman y su llamada a la reciprocidad y compromisos entre agencias de policía privada no libertarias. Pero la diferencia en realidad es más profunda.
A lo largo de Por una nueva libertad (y también de la mayoría del resto de mi obra) hay un profundo y omnipresente odio al Estado y todas sus obras, basado en la convicción de que el Estado es el enemigo de la humanidad. Por el contrario, es evidente que David no odia en absoluto al Estado, que simplemente ha llegado a la convicción de que el anarquismo y las fuerzas policiales privadas en competencia son un sistema social y económico mejor que cualquier otra alternativa. O, más concretamente, que el anarquismo sería mejor que el laissez faire, que a su vez es mejor que el sistema actual. De entre todo el espectro de alternativas políticas, David Friedman ha decidido que el anarcocapitalismo es superior. Pero superior a una estructura política existente que también es bastante buena.
En suma, no hay ningún indicio de que David Friedman odie en ningún sentido el Estado americano existente o el Estado por sí mismo, lo odie profundamente en sus entrañas como una banda de depredadores ladrones, esclavizadores o asesinos. No, simplemente hay una fría convicción de que el anarquismo sería el mejor de todos los mundos posibles, pero nuestra situación actual está bastante alta en su deseabilidad. Pues no hay ninguna sensación en Friedman de que el Estado —cualquier Estado— sea una banda de criminales depredadores.
La misma impresión brilla en los escritos, por ejemplo, del filósofo político Eric Mack. Mack es un anarcocapitalista que cree en los derechos individuales, pero no hay ninguna sensación en sus escritos de odio apasionado al Estado o, a fortiori, ninguna sensación de que el Estado sea un enemigo ladrón y bestial.
Tal vez la palabra que mejor defina nuestra distinción es «radical». Radical en el sentido de estar en total y completa oposición al sistema político existente y al propio Estado. Radical en el sentido de haber integrado la oposición intelectual al Estado con un odio visceral a su sistema omnipresente y organizado de crimen e injusticia. Lo que divide hoy al movimiento, la verdadera división, no es anarquista vs. minarquista, sino radical vs. conservador. Señor, danos radicales, sean anarquistas o no.
Además, en contraste con lo que hoy parece cierto, no tienes que ser un anarquista para ser radical en nuestro sentido, igual que puedes ser un anarquista sin tener la chispa radical. Puedo pensar en apenas unos pocos gubernamentalistas limitados actuales que sean radicales, un fenómeno verdaderamente asombroso cuando pensamos en nuestros ancestros liberales clásicos que fueron genuinamente radicales, que odiaban el estatismo y los Estados de su tiempo con una pasión bellamente integrada: los niveladores, Patrick Henry, Tom Paine, Joseph Priestley, los jacksonianos, Richard Cobden y así sucesivamente, una verdadera lista de grandes del pasado. El odio radical al Estado y el estatismo de Tom Paine fue y es mucho más importante para la causa de la libertad que el hecho de que nunca cruzara el límite entre el laissez faire y el anarquismo.
Y más cercanos a nuestros días, influencia tempranas para mí, como Albert Jay Nock, H. L. Mencken y Frank Chodorov fueron magnífica y soberbiamente radicales. El odio a nuestro enemigo, el Estado y todas sus obras brillan a lo largo de todos sus escritos como una estrella que nos guía. ¿Qué importa que nunca llegaran del todo al anarquismo explícito? Mucho mejor un solo Albert Nock que cien anarcocapitalistas que se encuentren demasiado cómodos con el statu quo existente.
¿Dónde están los Paine y Cobden y Nock de hoy? ¿Por qué casi todos nuestros gubernamentalistas limitados de laissez faire son bastos conservadores y patriotas? Si lo opuesto a «radical» es «conservador», ¿dónde están nuestros radicales del laissez faire? Si nuestros estatistas limitados fueran verdaderamente radicales, no habría prácticamente divisiones entre nosotros. Lo que divide hoy al movimiento, la verdadera división, no es el anarquista frente al minarquista, sino el radical versus el conservador. Dios, danos radicales, sean anarquistas o no.
Continuando con nuestro análisis, los antiestatistas radicales son extremadamente valiosos incluso si difícilmente pueden considerárseles libertarios en ningún sentido coherente. Así, mucha gente admira el trabajo de columnistas como Mike Royko y Nick von Hoffman, porque les consideran simpatizantes y compañeros de viaje de los libertarios. Lo son, pero eso no explica su verdadera importancia. Es que en los escritos de Royko y von Hoffman, por muy incoherentes que sin duda sean, aparece un odio omnipresente contra el Estado, contra todos los políticos, burócratas y sus clientelas que, en su genuino radicalismo, es mucho más verdadero para el espíritu subyacente de la libertad que en alguien que continúe fríamente con el desarrollo de todo silogismo y lema bajo el «modelo» de los tribunales en competencia.
Tomando el concepto de radical frente a conservador en nuestro nuevo sentido, analicemos el ahora famoso debate de «abolicionismo» versus «gradualismo». El último golpe viene en el número de agosto de Reason (una revista en la que todas sus fibras exudan «conservadurismo»), en el que el editor Bob Poole pregunta a Milton Friedman cuál es su postura en este debate. Friedman aprovecha la oportunidad para denunciar la «cobardía intelectual» de no establecer métodos «viables» para ir «de aquí a allí».
Poole y Friedman se las han arreglado entre ambos para ocultar los temas reales. No hay un solo abolicionista que no aceptara un método viable o una ganancia gradual si se produce.
La diferencia es que el abolicionista siempre mantiene en alto la bandera de su objetivo final, nunca esconde sus principios básicos y desea llegar a su objetivo tan rápido como sea humanamente posible. Por tanto, mientras que el abolicionista aceptará un paso gradual en la dirección correcta si es todo lo que puede lograr, siempre lo aceptará a regañadientes, simplemente como un primer paso hacia un objetivo que siempre deja meridianamente claro. El abolicionista es un «pulsador del botón» que se haría ampollas en su pulgar pulsando un botón que aboliera el Estado inmediatamente, si existiera dicho botón. Pero el abolicionista sabe que de todas formas no existe un botón así y que se conformará con migajas si es necesario, aunque siempre prefiriendo toda la hogaza si puede lograrla.
Debería advertirse aquí que muchos de los más famosos programas «graduales» de Milton como el plan de vales, el impuesto negativo sobre la renta, la retención fiscal, el papel moneda fiduciario, son pasos graduales (o incluso no tan graduales) en la dirección errónea, alejándose de la libertad y de ahí la militancia de mucha de la oposición libertaria a estos planes.
La postura de pulsar el botón de los abolicionistas deriva de su profundo y pertinaz odio al Estado y su enorme maquinaria de crimen y opresión. Con una visión integrada del mundo como esta, el libertario radical nunca podría soñar encontrarse con un botón mágico o cualquier problema de la vida real con algún árido cálculo de costo-beneficio. Sabe que el Estado debe disminuirse tan pronto y completamente como sea posible. Punto.
Y por eso el libertario radical no es solo un abolicionista, sino que asimismo rechaza pensar en términos como un Plan Cuatrienal o algún tipo de procedimiento grandioso y medido para reducir el Estado. El radical —ya sea anarquista o laissez faire— no puede pensar en términos como, por ejemplo: «Bueno, el primer año, recortaremos el impuesto de la renta en un 2%, aboliremos la ICC y rebajaremos el salario mínimo; el segundo año aboliremos el salario mínimo, recortaremos el impuesto de la renta en otro 2% y reduciremos las prestaciones sociales en un 3%”, etc.» El radical no puede pensar en esos términos, porque el radical considera al Estado como nuestro enemigo mortal, que debe eliminarse donde y cuando se pueda. Para el libertario radical, debemos aprovechar todas y cada una de las oportunidades para acabar con el Estado, ya sea para reducir o abolir un impuesto, una partida presupuestaria o un poder regulador. Y el libertario radical es insaciable en su apetito hasta que el Estado se haya abolido o —para los minarquistas— disminuido hasta un papel diminuto de laissez faire.
Mucha gente se ha preguntado: ¿Por qué debería haber alguna disputa política importante entre anarcocapitalistas y minarquistas ahora? En este mundo de estatismo, en el que hay tantos intereses comunes, ¿por qué no pueden ambos grupos trabajar en completa armonía hasta que hayamos alcanzado un mundo Cobdenita, después de lo cual podamos airear nuestras desavenencias? ¿Por qué discutir sobre juzgados, etc., ahora? La respuesta a esta excelente pregunta es podríamos marchar y marcharíamos así de la mano si los minarquistas fueran radicales, como fueron desde el nacimiento del liberalismo clásico hasta los 1940. Devuélvannos a los radicales antiestatistas y sin duda la armonía reinará triunfante dentro del movimiento.