En el siglo XII, las ciudades-estado italianas habían evolucionado hacia una nueva forma de gobierno, nueva al menos desde la antigua Grecia. En lugar del habitual monarca hereditario como señor feudal, que basa su poder en una red de dominios feudales sobre territorios, las ciudades-estado italianas se convierten en repúblicas. Las oligarquías comerciales que constituían la élite dirigente de la ciudad-estado elegirían como gobernante un funcionario asalariado o podestà, cuyo tiempo en el cargo era corto y que por tanto gobernaba al gusto de dichas oligarquías. Esta forma de gobierno de ciudad republicana empezó en Pisa en 1085 y se extendió por el norte de Italia al final del siglo XII.
Desde la época de Carlomagno en el siglo IX, los emperadores germanos, o del “Sacro Romano”, se suponía que eran legalmente los gobernantes del norte de Italia. Sin embargo, durante varios siglos, este gobierno era meramente pro forma y las ciudades estado eran de facto independientes. A mediados del siglo XII, las ciudades-estado italianas eran los países más prósperos de Europa. La prosperidad significaba la existencia de la tentación de riqueza para saquear, así que los emperadores alemanes, empezando con Federico Barbarroja en 1154, empezaron una serie de intentos de conquista de las ciudades del norte de Italia que duraron dos siglos. Las incursiones acabaron con la sonada derrota de la expedición del Emperador Enrique VII en 1310-13, seguida por la abyecta retirada y disolución del ejército imperial por Luis de Baviera en 1327.
En el curso de estas luchas crónicas, aparecieron teóricos legales y políticos en Italia para dar voz a una posible determinación italiana capaz de resistir las invasiones de los monarcas germanos. Éstos desarrollaron la idea del derecho de las naciones a resistir los intentos imperiales de conquista de otras naciones, lo que posteriormente se conocería como el derecho a la independencia nacional o “autogobierno” o “autodeterminación nacional”.
Durante los dos siglos de conflictos, el principal aliado de las ciudades-estado italianas contra el Imperio Germánico fue el papa, que en esa época era capaz de poner en el campo de batalla ejércitos pontificios. A medida que los ejércitos pontificios ayudaban a las ciudades a combatir a las fuerzas imperiales durante el siglo XIII, las ciudades-estado descubrían para su creciente disgusto que el papa estaba empezando a ejercer un poder temporal sobre la Italia del Norte. Y esos temores podían reafirmarse al haber ejércitos pontificios ocupando grandes zonas de la península italiana.
Durante un tiempo, algunos teóricos jugaron con la idea de revertir la política italiana y someterse al emperador germánico con el fin de librarse de la amenaza papal. En este grupo fue importante el gran poeta florentino Dante Alighieri, que expresó sus opiniones proimperiales y antipapales en su Monarquía, escrita en la cumbre de las esperanzas imperiales por la expedición de Enrique VII en 1310. Sin embargo, el fin de la amenaza imperial poco después hizo imposible acudir al emperador lo cual además sería percibido con desagrado por la mayoría de los italianos. Y por tanto se necesitaba una nueva teoría política para las oligarquías de las ciudades-estado italianas. Una teoría así afirmaría las demandas del estado secular (que fuera una república o una monarquía sería algo indiferente) de gobernar a su voluntad, sin control de la antigua autoridad moral, y a menudo concreta, de la Iglesia Católica que limite las invasiones estatales a la ley natural y los derechos humanos. En resumen, las oligarquías italianas necesitaban una teoría del absolutismo estatal o del poder secular ilimitado. La Iglesia iba a ser impacientemente relegada al área puramente teológica y “religiosa”, mientras que los asuntos seculares estarían en las manos completamente separadas del estado y su poder temporal. Esto se acumuló a la doctrina politique, que prevalecería a finales del siglo XVI en Francia.
Los oligarcas italianos basaron su nueva teoría en las obras del teórico político y profesor universitario Marsilio de Padua. Por tanto Marsilio puede ser considerado como el primer absolutista del mundo occidental moderno y su Defensor pacis (1324) la primera expresión destacada de absolutismo.
Aunque Marsilio fue el teórico fundador del absolutismo en Occidente, la forma específica de su política preferida pronto quedó obsoleta, al menos en Padua. Pues Marsilio fue un defensor del republicanismo oligárquico, pero esta forma de gobierno resultó ser de vida breve y desapareció de Padua poco después de la publicación de su tratado. Durante la última mitad del siglo XIII, las ciudades-estado italianas se dividieron entre los viejos oligarcas (los magnati) que luchaban por retener su poder, y los popolani, nuevos ricos pero sin derecho al voto, que intentaban ganar poder. El resultado fue que por todo el norte de Italia durante la segunda mitad del siglo XIII (empezando por Ferrara en 1264) el poder quedó en manos de un hombre, un signor, un déspota que impuso la regla hereditaria para sí mismo y su familia. En efecto, la monarquía hereditaria había vuelto a establecerse. No se les llamó “reyes” pues hubiera sido un título absurdamente grandioso para el territorio de una ciudad, así que se dieron otros nombre: “señor permanente”, “capitán general”, “duque”, etc. Florencia fue una de las pocas ciudades que resistió la nueva marea del gobierno unipersonal.
En 1328, cuatro años después de la publicación de Defensor pacis, la familia della Scala se las arregló finalmente para imponer su control sobre la ciudad de Padua. Los della Scala se habían apoderado de Verona en la década de 1260 y ahora, tras muchos años de conflicto, Cangrande della Scala era capaz de hacerse también con el poder en Padua. Rápido en inaugurar una nueva tradición de zalamera adulación de la tiranía fue la eminente figura literaria paduana de Ferreto de Ferreti (ca. 1296-1337), que abandonó su republicanismo previo para componer un largo poema en latín sobre El ascenso de la Scala.
El héroe Cangrande había llegado, según Ferreti, y traído por fin la paz y la estabilidad a la “turbulenta” y desgarrada Padua. Ferreti concluía su panegírico expresando la ferviente esperanza de que los descendientes de Cangrande della Scala “continuarían manteniendo su cetros durante largos años venideros”.
El humanismo italiano: los republicanos
Los defensores de las viejas repúblicas oligárquicas contrarrestaron el ascenso de los signori con su propio absolutismo prerrepublicano. Este desarrollo empezó en las enseñanzas de la retórica. Al inicio del siglo XII, la Universidad de Bolonia y otros centros italianos de formación en derecho habían desarrollado cursos de retórica, originalmente el arte y estilo de escribir cartas, al que posteriormente se añadió el arte de hablar en público. En la primera mitad de del siglo XIII, los profesores de retórica incluían comentarios políticos directos en sus lecciones y libros de texto. Una forma popular fue una historia propagandística de sus propias ciudades, glorificando a la ciudad y sus gobernantes y expresamente dedicada a inculcar la ideología de apoyo a la élite gobernante de la ciudad. El primer maestro importante de este género fue el retórico boloñés Boncompagno da Signa (ca. 1165-1240), cuya obra más popular fue El sitio de Ancona (1201-02). Otra fórmula importante, desarrollada por los retóricos italianos en la segunda mitad del siglo XIII, fueron los libros de consejos para gobernantes y magistrados civiles, en los que se aconsejaba políticamente a los gobernantes. El más importante libro de consejos temprano fue El gobierno de las ciudades, de Juan de Viterbo, que escribió en la década de 1240 después de servir como juez bajo el gobernante elegido o podestà de Florencia. Sin embargo, Juan de Viterbo no era un absolutista completo, pues su postura decididamente moral aconsejaba al gobernante buscar siempre la virtud y la justicia y evitar el vicio y el crimen.
Mientras que la enseñanza italiana de la retórica en Bolonia y otros lugares era estrictamente práctica, los profesores de retórica franceses en el siglo XIII mantenían a los escritores clásicos griegos y romanos como modelos de estilo. El método francés se enseñaba en la Universidad de París y particularmente en Orleáns. En la segunda mitad del siglo XIII, los retóricos italianos que habían estudiado en Francia trajeron la nueva postura a Italia y esta postura más amplia y humanística se impuso rápidamente, dominando incluso la Universidad de Bolonia. Pronto estos primeros humanistas empezaron a estudiar las ideas junto al estilo de los poetas, historiadores y oradores clásicos y a animar su teoría política con referencias y modelos clásicos.
El más importante de estos primeros retóricos humanistas fue el florentino Brunetto Latini (ca. 1220-1294). Exiliado de su Florencia nativa, Latini fue a Francia con 40 años y conoció las obras de Cicerón y la postura retórica francesa. Durante su exilio, Latini compuso su obra maestra, Los Libros del Tesoro, que introducía a Cicerón y otros escritores clásicos dentro de las obras tradicionales de retórica italiana. En su vuelta a Florencia en 1266, Latini también tradujo y publicó algunas de las principales obras de Cicerón.
Particularmente importante en la nueva enseñanza fue la Universidad de Padua, empezando con el gran juez Lovato Lovati (1241-1309), poeta no inferior a Petrarca (mitad del siglo XIV) y considerado como el mayor poeta italiano hasta ese momento. El más importante de los discípulos de Lovati fue el fascinante personaje Alberto Mussato (1261-1329). Jurista, político, historiador, autor teatral y poeta, Mussato fue el líder de la facción republicana de Padua, la principal oposición a la larga campaña de la familia della Scala para obtener el poder en esa ciudad. (Curiosamente, Ferreto de Ferreti, el panegirista de la victoria de los della Scala, había sido compañero suyo como discípulo de Lovati). Mussato escribió dos historias de Italia, su trabajo literario más importante fue la notable obra teatral en verso Ecerinis (1313-14), el primer drama secular escrito desde la era clásica. Aquí Mussato empleó la nueva retórica como político y propagandista. Explica en la presentación de la obra que su propósito principal fue “vituperar con lamentos contra la tiranía”, por supuesto en concreto contra la tiranía de los della Scala. El valor de propaganda política de Ecerinis fue reconocido por la oligarquía paduana, que coronó de laurel a Mussato en 1315 y emitió un decreto ordenando que la obra fuera leída en voz alta cada año ante la asamblea del pueblo de la ciudad.
El nuevo estudio de los clásicos también dio lugar a sofisticadas crónicas de ciudades, como la Crónica de Florencia escrita al inicio del siglo XIV por Dino Compagni (ca. 1255-1324), un eminente jurista y político de la ciudad. De hecho, el mismo Compagni era uno de los dirigentes de la oligarquía florentina. Otro importante ejemplo de humanismo retórico republicano fue el libro de Bonvesin della Riva, Las glorias de la Ciudad de Milán (1288). Bonvesin era un importante profesor de retórica en Milán.
A todos estos escritores (Latini, Mussato, Compagni y otros) les preocupaba desarrollar una teoría política en defensa del gobierno de la república oligárquica. Concluyeron que había dos razones básicas para el ascenso de los odiados signori: la aparición de facciones dentro de la ciudad y el amor por la riqueza y el lujo. Ambas dolencias eran, por supuesto, un ataque implícito a la ascensión de los nuevos ricos, los popolani, y el desafío de éstos a los viejos magnates republicanos. Sin la nueva riqueza de los popolani, o el auge de sus facciones, la vieja oligarquía habría continuado su camino sin perturbaciones en su tranquilo ejercicio del poder. Compagni lo expresó con claridad: Florencia estaba perturbada porque “las mentes de los falsos popolani” habían sido “corrompidas para hacer el mal en busca de ganancias”. Latini ve el origen del mal en “quienes codician riquezas” y Mussato atribuye la muerte de la república paduana al “deseo de dinero”, que socavaba la responsabilidad cívica. Adviértase el énfasis en la “codicia” o “deseo” de dinero, es decir de nueva riqueza; la antigua, y por tanto buena riqueza (la de los magnates), no requería codicia o deseo pues ya estaba en poder de la oligarquía.
La manera de acabar con las facciones, de acuerdo con los humanistas, era que la gente dejara de lado sus intereses personales por una unidad en bien de “interés público” o cívico, del “bien común”. Latini marcó el tono aludiendo a Platón y Aristóteles, a Platón por instruirnos en que “tendríamos que considerar el beneficio común por encima de todo” y a Aristóteles por indicar que “si cada hombre sigue su propia voluntad individual, el gobierno de las vidas de los hombres se destruye y disuelve completamente”.
Disparatar acerca del “interés público” y el “bien común” puede estar muy bien, hasta que llega el momento de interpretar en la práctica qué se supone que significan esos nebulosos conceptos y en particular quién se supone que interpreta su significado. Para los humanistas la respuesta estaba clara: el gobernante virtuoso. Elijamos gobernantes virtuosos, confiemos en su virtud y el problema está resuelto.
¿Cómo se supone que los pueblos se las arreglan para elegir gobernantes virtuosos? Ésa no era el tipo de pregunta embarazosa propuesta o considerada por los humanistas italianos. Pues eso hubiera llevado inevitablemente a considerar mecanismos institucionales que puedan promover la selección de gobernantes virtuosos o, aún peor, evitar la selección de los viciosos. Cualquier intervención de este tipo en las instituciones habría llevado a controles en el poder absoluto de los gobernantes y esa no era la perspectiva de estos humanistas apologistas del poder soberano de la oligarquía.
Sin embargo, los humanistas dejaban claro que la virtud residía en los individuos y no per se en las familias nobles. Aunque sin duda era importante para ellos evitar centrar la virtud en las familias nobles hereditarias, también eso significaba que el gobernante virtuoso podía reinar personalmente sin control de cualquier ligazón o compromiso con las familias tradicionales.
El único control ofrecido para asegurar la virtud de los gobernantes, el único criterio real para dicha virtud, era si los gobernantes seguían los consejos de estos humanistas, desarrollados en los libros de consejos. Por fortuna, mientras Latini y sus seguidores humanistas establecían todas las condiciones previas para un gobierno absoluto, no procedieron a apoyar el propio absolutismo. Pues, al igual que Juan de Viterbo antes, insistieron en que los gobernantes debían ser verdaderamente virtuosos, incluyendo ajustarse a la honradez y perseguir la justicia. Como Juan de Viterbo y otros en lo que se ha llamado la literatura de “espejo de príncipes”, Latini y sus seguidores insistieron en que el gobernante debe evitar todas las tentaciones de fraude y falta de honradez y servir como modelo de integridad. Para Latini y los demás, la verdadera virtud y el propio interés de los gobernantes eran uno y lo mismo. La honradez no sólo era moralmente correcta, era asimismo, en una frase posterior, “la mejor política”. Justicia, probidad, ser amado por sus súbditos en lugar de temido, todo esto también servía para mantener en el poder al gobernante. Latini dejó claro que parecer justo y honrado no era suficiente, el gobernante tanto por la propia virtud como por mantener su poder “debe ser realmente como quiere parecer”, pues se “engañaría grandemente” si “tratara de ganar gloria por métodos falsos (…)”. En resumen, no había conflicto entre moralidad y utilidad para el gobernante: lo ético resultaba, armoniosamente, ser lo útil.
La siguiente gran explosión de humanismo italiano se produjo en la ciudad de Florencia, casi un siglo después. La independencia de Florencia, el baluarte del republicanismo oligárquico, se vio amenazada durante tres cuartos de siglo, de la década de 1380 a la de 1450, por la familia Visconti de Milán. Giangeleazzo Visconti, signor y duque de Milán, intentó en la década de 1380 someter todo el norte de Italia. En 1402, Visconti había conquistado todo el norte de Italia, excepto Florencia, y esta ciudad se salvó por la muerte repentina del duque. Sin embargo, pronto el hijo de Giangeleazzo, el duque Filippo Maria Visconti, reinició la guerra de conquista. La guerra abierta entre Florencia y la imperial Milán continuó de 1423 a 1454, cuando Florencia obligó a Milán a reconocer la independencia de la república florentina.
El estatus combatiente de la República Florentina llevó a un renacimiento del humanismo republicano. Aunque estos humanistas florentinos de principios del siglo XV estaban más orientados hacia la filosofía y eran más optimistas que sus predecesores paduanos y demás italianos de principios del siglo XIV, su teoría política era prácticamente la misma. Todos estos destacados humanistas florentinos (mucho mejor conocidos por los posteriores historiadores que los anteriores paduanos) tenían biografías similares: fueron educados como juristas y retóricos y trabajaron como profesores de retórica o funcionarios de alto rango en Florencia, en otras ciudades o en la corte papal del Vaticano. Así, el decano de los humanistas florentinos fue Coluccio Salutati (1331-1406), que estudió retórica en Bolonia y fue canciller en varias ciudades italianas, en las tres últimas décadas de su vida en Florencia. De entre los principales discípulos de Salutati, Leonardo Bruni (1369-1444) estudió derecho y retórica en Florencia, fue secretario en la curia papal y luego se convirtió en funcionario de alto rango y finalmente en canciller de Florencia desde 1427 hasta su muerte. Pier Paolo Vergerio (1370-1444) empezó enseñando derecho en Florencia y luego ascendió a secretario de la curia papal y, de forma parecida, Poggio Bracciolini (1380-1459) estudió derecho civil en Bolonia y Florencia, y luego fue profesor de retórica en la curia papal.
La segunda generación del círculo de Salutati también siguió carreras semejantes y opiniones afines. Aquí deberíamos mencionar al famoso arquitecto Leon Battista degli Alberti (1404-1472) de la gran familia de banqueros, que se doctoró en derecho canónico en Bolonia y luego fue secretario papal; Giannozzo Manetti (1396-1459) fue formado en estudios de derecho y humanística en Florencia y luego sirvió durante dos décadas en la burocracia florentina, siendo después secretario en la curia papal y finalmente secretario de rey de Nápoles y Matteo Palmieri (1406-1475) fue un alto funcionario durante cinco décadas en Florencia, incluyendo ocho embajadas diferentes.
El humanismo italiano: Los monarquistas
La decadencia política y económica de las ciudades-estado italianas después de volver la vista al Atlántico al final de siglo XV y el XVI se vio marcada en los asuntos exteriores por las repetidas invasiones de Italia por ejércitos de los florecientes estados-nación de Europa. Los reyes de Francia invadieron y conquistaron Italia repetidamente desde la década de 1490 y desde la de 1520 a la de 1550, los ejércitos de Francia y el sacro Romano Imperio lucharon sobre Italia como campo de batalla para la conquista.
Mientras Florencia y el resto del norte de Italia eran invadidos desde el exterior, el republicanismo en Italia finalmente dejó paso al gobierno unipersonal de los distintos signori. Aunque las fuerzas republicanas, encabezadas por la familia Colonna, se las habían arreglado para privar a los papas de su poder temporal a mediados del siglo XV, al final de dicho siglo los papas, liderados por Alejandro VI (1492-1503) y Julio II (1503-1513) consiguieron reafirmarse como monarcas temporales indiscutibles de Roma y los estados pontificios. En Florencia, la poderosa familia Médicis de banqueros y políticos empezó lenta pero segura a construir su poder político hasta que pudieron ser monarcas hereditarios, signori. El proceso empezó tan pronto como en la década de 1430, con el gran Cosme de Médicis y culminó su apropiación del poder en 1480 con el nieto de Cosme, Lorenzo “el Magnífico”. Lorenzo aseguró su poder unipersonal estableciendo un “consejo de los 70” con control completo sobre la república, que incluía a sus propios partidarios.
Sin embargo, las fuerzas republicanas contraatacaron y la lucha duró otro medio siglo. En 1494, los oligarcas republicanos obligaron a Pedro, el hijo de Lorenzo, a exiliarse después de que rindiera Florencia a los franceses. El régimen republicano cayó en 1512, cuando los Médicis tomaron el poder con la ayuda de las tropas españolas. El poder de los Médicis duró hasta 1527, cuando otra revolución republicana les expulsó, pero dos años más tarde, el papa Médicis, Clemente VII, indujo al Emperador de Sacro Imperio Romano Carlos V a invadir y conquistar Florencia en nombre de los Médicis. Carlos lo hizo en 1530 y la república florentina no perduró. Clemente VII, dejado al mando de Florencia por el emperador, nombró a Alejandro de Médicis gobernante perpetuo de la ciudad y Alejandro y todos sus herederos también fueron nombrados señores de la ciudad a perpetuidad. El gobierno de Florencia se disolvió en el Gran Ducado de la Toscana de los Médicis y éstos rigieron la Toscana como monarcas durante dos siglos más.
El triunfo final de los signori puso fin al optimismo de los humanistas republicanos de principios del siglo XV, cuyos sucesores empezaron a mostrarse cínicos en política y a defender vidas de tranquilidad contemplación.
Sin embargo otros humanistas que veían de qué lado caía la tortilla, realizaron un cambio al pasar de adular la oligarquía republicana a alabar la monarquía unipersonal. Ya hemos visto el cambio de Ferreto Ferreti al componer un panegírico a la tiranía de los della Scala en Padua. De forma similar, alrededor de 1400, el peripatético y habitualmente republicano P.P. Vergerio, durante su estancia en la monárquica Padua, compuso una obra Sobre la monarquía en la que alababa ese sistema como “la mejor forma de gobierno”. Después de todo, la monarquía acabó con los tumultos y los incesantes conflictos de facciones y partidos, trajo paz, “seguridad y defensa de la inocencia”. Asimismo, con la victoria del absolutismo de los Visconti en Milán, los humanistas milaneses rápidamente se adaptaron, componiendo panegíricos a la gloria del principado, especialmente el de los Visconti. Así, Uberto Decembrio (ca. 1350-1427) dedicó cuatro libros sobre el gobierno local a Filippo Maria Visconti en la década de 1420, mientras que su hijo Pier Candido Decembrio (1392–1477), manteniendo la tradición familiar, escribió un Elogio en alabanza de la Ciudad de Milán en 1436.
Con el triunfo del gobierno de los signori en toda Italia al final del siglo XV y principios del XVI, el humanismo proprincipado llego a la cumbre del entusiasmo. Los humanistas probaron ser enormemente flexibles al ajustar sus teorías para adaptarse del gobierno republicano al principado. Los humanistas empezaron a producir dos tipos de libros de consejos: al príncipe y al cortesano, sobre cómo debía comportarse éste ante dicho príncipe.
Con mucho el más famoso libro de consejos para los cortesanos fue El cortesano, de Baltasar de Castiglione (1478-1529). Nacido en una villa cerca de Mantua, Castiglione se educó en Milán y entró al servicio del duque de dicha ciudad. En 1504, se unió a la corte del duque de Urbino, al que sirvió fielmente como diplomático y jefe militar durante dos décadas. Luego, en 1524 Castiglione pasó a servir al emperador Carlos V en España y, en pago de sus servicios, éste le hizo obispo de Ávila. Castiglione compuso El cortesano como una serie de diálogos entre 1513 y 1518 y el libro se publicó por primera vez en 1528 en Venecia. La obra se convirtió en uno de los libros más leídos en el siglo XVI (los italianos lo conocían como Il libro d’oro), tocando claramente la sensibilidad de la cultura de la época en su descripción y celebración de las cualidades del perfecto cortesano y caballero.
Los humanistas florentinos de principios del siglo XV habían sido optimistas respecto del hombre, por su búsqueda de la virtus (o virtú) o excelencia y del “honor, elogio y gloria” que los cristianos más tradicionales habían pensado que sólo se debía a Dios. Por tanto, les fue fácil a los posteriores humanistas del siglo XVI transferir esa búsqueda de la excelencia y la gloria del hombre individual a ser la única función del príncipe. Así que Castiglione declara que el objetivo principal del cortesano, “el fin hacia el que se dirige”, debe ser aconsejar al príncipe de tal forma que este último pueda alcanzar “el pináculo de la gloria” y hacerse “famoso e ilustre en el mundo”.
Los primeros humanistas republicanos habían alimentado el ideal de la “libertad”, con lo que querían decir, no el concepto moderno de los derechos individuales, sino “autogobierno” republicano, generalmente oligárquico. Castiglione condena expresamente esas viejas ideas en favor de las virtudes monárquicas de la paz, la ausencia de discordias y la total obediencia al príncipe absoluto. En El cortesano, uno de los personajes del diálogo protesta porque el príncipe “mantiene a sus súbditos en la mayor esclavitud”, así que la libertad ha desaparecido. Castiglione contesta sagazmente, en términos antiguos empleados en numerosas apologías del despotismo, que esa libertad es sólo una petición de que se nos permita “vivir como queramos” en lugar de “de acuerdo con buenas leyes”. Como la libertad es sólo una licencia, por tanto se necesita un monarca para “establecer en su pueblo tales leyes y ordenanzas que les permitan vivir tranquilos y en paz”.
Un importante escritor de libros de consejos tanto para el príncipe como para el cortesano y un hombre que merece el dudoso honor de ser tal vez el primer mercantilista, fue el duque napolitano Diomede Carafa (1407-1487). Carafa escribió El perfecto cortesano mientras servía en la corte de Fernando, rey de Nápoles, en la década de 1480, así como El oficio de un buen príncipe durante el mismo periodo. En El perfecto cortesano, Carafa marca el tono para la obra enormemente influyente de Castiglione en la siguiente generación. En su El oficio de un buen príncipe, Carafa fija el modelo de la forma de consejo económico representado por administradores consultivos. Como en muchas obras posteriores, el libro empieza con principios política y defensa general, luego se ocupa de la administración de justicia, las finanzas públicas y finalmente la adecuada política económica.
En las políticas concretas, los consejos de Carafa son relativamente sensatos y en nada tan orientados al poder o tan estatistas como aconsejaron posteriormente los mercantilistas en los estados-nación. El presupuesto debería ser equilibrado, pues los préstamos forzosos son comparables al robo y los impuestos deberían ser equitativos y moderados con el fin de no oprimir al trabajo o expulsar al capital del país. Debería dejarse en paz a los negocios, pero, por otro lado, Carafa pide subvenciones del estado a la industria, la agricultura y el comercio, así como gastos sustanciales en bienestar. Al contrario que los posteriores mercantilistas, los comerciantes extranjeros, declaraba Carafa, deberían ser bienvenidos porque sus actividades son muy útiles al país.
Pero no hay ningún indicio en Carafa, al contrario que en los escolásticos, de cualquier deseo de entender o analizar los procesos del mercado. La única cuestión importante era cómo podía el gobernante manipularlos. Como escribió Schumpeter sobre Carafa, “Los procesos normales de la vida económica no albergaban ningún problema para Carafa. El único problema era cómo gestionarlos y mejorarlos”.
Schumpeter también atribuye a Carafa la primera concepción de una economía nacional, del país entero como una gran empresa dirigida por el príncipe. Carafa fue
“hasta donde yo sé, el primero de ocuparse exhaustivamente de los problemas económicos del naciente estado moderno (…). La idea fundamental de Carafa se apoyaba en su concepción del Buen Príncipe (…) de una Economía Nacional (…) [que] no es simplemente la suma total de las posesiones y empresas individuales o de los grupos y clases dentro de las fronteras del estado. Se concibe como una especie de unidad de negocio sublimada, algo que tiene una existencia distinta e intereses propios distintos y necesidades a gestionar como si fuera una gran granja”.
Quizá la obra maestra de entre el nuevo género de libros de consejos fue la de Francesco Patrizi (1412-1494), en su El reino y la educación del rey, escrito en la década de 1470 y dedicado a primer papa activista, Sixto V, ocupado en restaurar el poder temporal del papado en Roma y los estados pontificios. Humanista sienés, Patrizi fue nombrado obispo de Gaeta.
Como en otros libros humanistas de consejos, Patrizi ve en el príncipe el centro de la virtus. Pero debe advertirse que, al igual que sus compañeros humanistas pro-príncipe, así como los primeros republicanos, el príncipe virtuoso de Patrizi es sobre todo el modelo de virtud cristiana. El príncipe debe ser un cristiano acérrimo y debe siempre buscar y perseguir la justicia. El particular, el príncipe debe ser siempre escrupulosamente honrado y honorable. “Nunca debe incurrir en engaños, nunca decir una mentira y nunca permitir a otros decir mentiras”. Sin embargo, al contrario que sus compañeros humanistas tardíos, Patrizi habla del príncipe como poseedor de una serie de virtudes distinto del de sus más pasivos súbditos. Como quien hace la historia y busca la gloria, por ejemplo, no se espera que el príncipe sea humilde. Por el contrario se espera que sea generoso, espléndido en el gasto y totalmente “magnífico”.
El triunfo de los signori produjo muchos libros de consejos llamados simplemente El príncipe. Uno lo escribió Bartolomeo Sacchi (1421-1481) en 1471 en honor del duque de Mantua y hubo uno importante de Giovanni Pontano (1426-1503), que se presentó ante el rey Fernando de Nápoles escribiendo El príncipe en su honor en 1468. A cambio, el rey Fernando hizo a Pontano su secrtario durante más de 20 años. Pontano siguió ensalzando a su patrón en dos tratados distintos alabando las virtudes gemelas principescas de Fernando de la generosidad y la esplendidez. En Sobre la liberalidad, Pontano declara que “nada es menos digno de un príncipe” que la falta de generosidad. Y en Sobre la magnificencia, Pontano insiste en que construir “nobles edificios, espléndidas iglesias y teatros” es un atributo esencial de la gloria principesca y alaba al rey Fernando por “la magnificencia y majestad” de los edificios públicos que había construido.
Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe.