Para sorpresa de muchos, Bolivia es ahora mismo la economía con crecimiento más rápido en Latinoamérica. Con una tasa de crecimiento del 5%, supera ahora a competidores regionales una vez dominantes, pero ahora estancados, como Brasil y Perú. Además, Bolivia muestra unos fundamentos macroeconómicos muy impresionantes: su nivel de reservas internacionales es el más alto en toda Latinoamérica, ha recortado su deuda pública y su tasa de inflación se mantiene en un respetable 5%. Esto acompaña a un aumento del 307% en la renta media y una reducción del 25% en la tasa de pobreza desde 2001.
Para quienes han sido testigos del deceso de Venezuela y Argentina (los modelos de «socialismo del siglo XXI» de Latinoamérica), la innegable mejora económica de Bolivia parece frustrar la expectativa de que el socialismo lleva inevitablemente a un país a la ruina. De hecho las políticas de Evo Morales, el presidente de Bolivia desde 2006, se basan en ejercitar control estatal sobre los recursos naturales y en aumentar el gasto social. Pero hay que reconocerle que ha producido un vuelco.
¿Ha funcionado la «tercera vía» en Bolivia?
¿Deberían los negacionistas reexaminar por tanto sus creencias y reconocer la posibilidad de una «tercera vía» en la que una economía gestionada dirigida por buena gente como Evo pueda producir un resultado positivo en la vida de la gente? ¿Es el sistema de Evo superior al que podría prevalecer en un mercado no regulado?
Bueno, puede que no haya ningún gran misterio para el éxito boliviano, si tenemos en cuenta el hecho de que ahora está cabalgando la ola de un auge en las materias primas, particularmente el gas natural, que por sí solo constituye en torno al 45% de las exportaciones de Bolivia. La dependencia de Bolivia de esta materia prima es tal que, cuando cae el precio, como ha empezado a pasar este año, no sería sorprendente que se reprodujera la escena clásica del tren cargado de oro de un gobierno latinoamericano estrellándose.
Los funcionarios públicos serán despedidos, los programas sociales cerrados y se producirán desórdenes civiles. La única duda es si se desarrollará como una tragedia breve o como una larga telenovela al estilo venezolano, con el gobierno acabando primero con sus reservas nacionales y luego recurriendo a crear moneda a partir de la nada, dando paso a la apoteosis de la hiperinflación.
Sin embargo, para algunos, el mismo hecho de que Bolivia no haya funcionado como Venezuela ni parezca que lo vaya a hacer en el futuro cercano, sugeriría que el socialismo es viable si está bien gestionado y se eliminan sus excesos más radicales.
De hecho, el mandato de Evo ha sido indudablemente pragmático. Es verdad que desde 2005 ha expropiado más de veinte empresas, pero el nivel de expropiaciones no es comparable en modo alguno al que tiene lugar en la cultura de extendida impunidad del gobierno en Venezuela, donde 1.168 empresas nacionales y extranjeras fueron expropiadas entre 2002 y 2012. La infame nacionalización de campos extranjeros de petróleo y gas natural no fue de completo control estatal, sino que se trataba más de conseguir una porción que controlara los beneficios conseguidos por empresas extranjeras que puedan luego desviarse a diversos programas sociales.
Todo esto sugeriría, como la prensa económica general apunta alegremente, que Evo no es un socialista latinoamericano al viejo estilo. Por el contrario, afirman, lo que está aplicando en Bolivia es en realidad una socialdemocracia normal y corriente al estilo nórdico en un lugar latinoamericano.
Sin embargo la explicación de la prensa económica ignora las cosas verdaderamente importantes e incluso transformadoras que se han producido bajo la presidencia de Evo, que, a pesar de la retórica con las que la presenta, no tienen nada que ver con el socialismo y todo que ver con el avance de la verdadera libertad y de la empresa.
Rechazando el control de EE. UU., el FMI y el Banco Mundial
Lo primero es el rechazo de Morales del sistema financiero internacional y sus pilares, el FMI y el Banco Mundial. En las ideas de la izquierda, esta postura es coherente con la lucha, popular en el continente, contra el neoliberalismo y el «fundamentalismo del libre mercado», que llevó a Evo al poder. Pero, en realidad, las intervenciones del FMI y el Banco Mundial buscan crear una infraestructura de control financiero y patronazgo corporativo que es la completa antítesis del libre mercado.
El modus operandi de estas instituciones es ir a un país en desarrollo ya apaleado contra una montaña de deuda y, conspirando con sus élites nacionales, hacerle firmar un préstamo, normalmente para financiar transportes o servicios públicos. Esta estrategia es ganadora para los prestamistas, las grandes empresas que reciben los contratos de infraestructuras y cualquier otro que pueda beneficiarse de esta red de corporativismo internacional respaldado por el Estado. Es una pérdida para el país receptor (es decir, los contribuyentes), que debe atender los aplastantes pagos de intereses y realizar «ajustes estructurales» en su economía, que son las condiciones indicadas para proporcionar el préstamo.
Esto es precisamente lo que ocurrió en Bolivia cuando a principios de la década de 1980 sus élites corruptas acumularon unos 3.000 millones de dólares en deuda con bancos extranjeros. El FMI acudió ofreciendo una serie de préstamos para cubrir el balance de la crisis de pagos y «modernizar» su infraestructura. Los defensores del libre mercado podrían aprobar el hecho de que como condición de los préstamos, a los largo de las próximas décadas se vendieran las empresas públicas a empresas extranjeras y se restringiera el gasto público.
Aunque siempre podemos esperar beneficios de eficiencia de un sector público dirigido con condicionantes privados, moralmente hablando, el estado no tiene derecho ninguno a vender su propiedad robada a terceros, especialmente cuando son grandes empresas con privilegios otorgados por el Estado, inaccesibles a los ciudadanos privados, como la responsabilidad limitada o incluso las tasas garantizadas de beneficio. Tampoco hay nada de libre mercado en la forma en que se aumentan los impuestos a los pobres para atender las demandas de reducción del déficit o la forma en que todo el énfasis del plan del FMI en Bolivia fue desarrollarse como un país exportador de materias primas. Esto significaba recomendar medidas como la devaluación de la divisa y crear una infraestructura exportadora artificial dominada por las grandes empresas occidentales.
El benigno olvido de Morales de la economía informal
Sin el FMI, Bolivia tiene ahora la posibilidad de desarrollarse en sus propios términos en lugar de bajo el gobierno de los tecnócratas. Por supuesto, el control público de los mandos de la economía difícilmente lleva a un crecimiento orgánico. Sin embargo deberíamos tener en perspectiva el hecho de que hay una división entre esta parte de mayor productividad de la economía boliviana y un sector informal y semiinformal que proporciona la enorme mayoría de la actividad económica y el empleo. Estos últimos sectores están también compuestos principalmente por indígenas, es en estas áreas donde puede apreciarse la verdadera importancia de la presidencia de Evo.
Como primer líder indígena de Bolivia, la presidencia de Evo Morales ha dado a los marginados y pobres un nuevo sentimiento de orgullo. El rechazo a cooperar con la guerra de EE. UU. contra las drogas y una actitud decidida de laissez faire hacia la empresa informal y pequeña y mediana significa que la presencia del estado como fuerza antagonista en las vidas de la gente normal se encuentra en un mínimo histórico. Esto, en combinación con un sistema bancario inundado de ahorro y baja deuda ha sido la clave para la explosión en escena de pequeñas empresas dirigidas por empresarios indígenas, que han apoyado con éxito su cultura y canales de comercio para auparse a la floreciente clase media.
En Bolivia, como en la vecina Perú, incluso los más pobres de los pobres tienen los medios para convertir una caseta en un pequeño negocio y un pequeño negocio en algo más grande. Donde sus ancestros se vieron privados de sus tierras y forzados a trabajarlas para sus amos coloniales, un indígena puede ahora abrir un taller textil y conseguir una riqueza que sobrepasa a la de los descendientes de los que expropiaron a sus antepasados.
En ciudades como La Paz, coloridas mansiones conocidas como cholets (una expresión que combina «cholo», el término discriminatorio para alguien de descendencia india, con la palabra chalet) se están extendiendo, construidas en arquitectura de estilo andino, a menudo de cinco pisos, con los pisos inferiores convertidos en negocios: monumentos vivientes al emprendimiento que ha transformado el paisaje urbano.
La reacción de la élite eurocéntrica es de un horror apenas ocultado: al ver sus puestos de directores y administradores de una economía basada en extracción de recursos y patronazgo de grandes empresas occidentales convertirse en vulnerables, se oponen instintivamente a Evo y conspiran en torno a una oposición conservadora que está a favor de acabar con la economía «informal», reanudar la guerra contra la droga y alinearse con los objetivos de política exterior de EE. UU.
Aunque sea correcto oponerse a la nacionalización, es difícil tomarse en serio el argumento de que si Evo no estuviera en el poder y Bolivia quedara en manos de la oposición «amigable para los negocios», el país sería necesariamente mejor o llevaría a una verdadera libre empresa. Una gran nivelación del terreno de juego se ha producido bajo Evo, no mediante la redistribución forzosa de la riqueza sino más bien manteniéndose al margen y dejando de limitar la libertad y el emprendimiento. Esto es lo que ha hecho de Bolivia un país sensiblemente distinto de lo que era hace diez años y a todos los que les preocupa la libertad les queda la esperanza de que este sea el legado duradero de los años de Morales, mucho después de que acabe el auge de las materias primas.