El filósofo Alexander Moseley ofrece una definición directa del realismo político como «el dar por sentado que el poder es (o debería ser) el fin primario de toda acción política ya sea en el terreno doméstico o en el internacional».
El realismo, pues, nos ofrece un prisma a través del cual observar y estimar los fenómenos políticos, evitándonos las ilusiones que se han construido alrededor del Estado moderno. Un punto de vista sólidamente realista sobre el Estado no le atribuiría características o motivaciones divinas, fuera de este mundo, ni le aislaría de los análisis que marcan las discusiones comunes sobre los incentivos y la «naturaleza humana». El realismo político —tanto un asunto de experiencia o histórico como un tema metodológico— debería estar en el centro de cualquier proyecto libertario concienzudo, fundamentando nuestras críticas y nuestras propuestas de solución. En un momento en el que las actitudes hacia el poder político están marcadas por el temor y la adoración más que por la sospecha deliberada, un nuevo y rehabilitado realismo puede proporcionarnos un enfoque nuevo a cuestiones sociales que todo el mundo está reclamando.
El modelo del realismo político está conformado e íntimamente ligado a la teoría clásica de la «élite», una escuela de pensamiento cuya contribución perdurable a la sociología ha sido el afirmar, sencillamente, que las minorías siempre llevan el control de las sociedades grandes y de las asociaciones».1 Las teorías del elitismo y el realismo, por si mismas, no proponen un juicio de valor sobre qué elites deberían ponerse al control de la sociedad; por el contrario, efectúan un juicio mucho más simple y fundamental acerca de las condiciones que, como materia de hecho, han imperado en conciertos políticos de todo tipo, desde los sistemas feudales a las monarquías absolutas o las democracias. Como respuesta al marxismo, el elitismo deja de una vez la idea de que el Estado podría alguna vez estar motivado por actitudes igualitarias, como instrumento de intereses proletarios. Así, entonces, la tradición del elitismo clásico comparte con el libertarismo un énfasis en la más básica y distintiva cualidad de la política, rechazando plegarse a distinciones arbitrarias que acaban siendo más retóricas que sustantivas.
Hacer una anatomía de las instituciones políticas y evaluar sus resultados con la teoría de la élite como piedra de toque, equipa a los libertarios con la capacidad de no confundir los árboles con el bosque. La teoría pregunta «¿Cuál es el esencial y central propósito del Estado en la vida social?» Y el estatismo total de las diversas marcas que han existido en el siglo XX parece apoyar la tesis elitista acerca de la naturaleza fundamental de la sociedad política: sin importar las supuestas ideologías, solamente unos pocos pueden manejar las poleas coercitivas de la máquina del gobierno en un momento dado. Mirando más profundamente, los intereses concretos y los incentivos eclipsarán cualquier rotunda afirmación ideológica cuando las dos entren en conflicto.
De todos modos, en lo que los libertarios y los elitistas clásicos se separan es en sus respectivos análisis en torno a la inevitabilidad del dominio de la élite, pues los elitistas insisten en la permanencia definitiva de la clase política. Entre los primeros expositores de este argumento —la noción del Dominio de unos Pocos como una ley insuperable de la naturaleza— estaba el sociólogo alemán Robert Michels quien, en 1911 nos dio la noción de «la ley de hierro de la oligarquía» en su obra Political Parties. El argumento de la «ley de hierro», dicho de una forma general, es que un grupo pequeño, movilizado y estable siempre será capaz y estará preparado para manipular los procesos en las reglas a su favor. La gran mayoría de la población, después de todo, consumida con la pesadez cotidiana de la vida de trabajo diario, apenas se dará cuenta de que los intereses de la élite están, sistemáticamente, acaparando de forma ostensible las instituciones «públicas».
Al discutir lo que llama (citando a Charlotte Twight) «fascismo participativo» Robert Higgs ha esquematizado el tipo de dominio oligárquico que existe en los Estados Unidos (Higgs añade que se podría llamar «neocorporativismo desagregado o quasi-corporativismo»). Caracterizado por «abundantes “triángulos de hierro” compuestos por “grupos bien organizados de intereses privados” y por las agencias y comités gubernamentales que están encargados de regularlos, la economía política de los EEUU confirma los presupuestos básicos del elitismo». Enfocado en los modos que este sistema oligárquico se ha desarrollado durante y con la ayuda de las crisis, Higgs se hace eco de las afirmaciones de —entre otros— Pareto y Michels de que solamente un pequeño grupo puede actuar rápidamente, decisivamente y concertadamente para alcanzas sus fines. Murray Rothbard atacó de una forma semejante el «Estado neo—fascista corporativista» de Norteamérica como la antítesis del libre mercado, el resultado de la trascendental intervención del Estado en la economía.
Dadas sus premisas acerca del poder y su atracción por los seres humanos, los libertarios puede que encuentren como una paradoja la devoción al Estado por parte de los realistas clásicos, lo cual se contradice por su propia suposición. El realismo, tal como lo encontramos por ejemplo en Nicolás Maquiavelo y en Thomas Hobbes, contemplaba al Estado como algo separado y distinto de la sociedad en si, como una especie de «mal necesario» que se erguía para impedir el summum malum: el desorden político.2 Para los realistas, un Estado central poderoso, como los del presente momento, era imperativo para frenar el que las peores expresiones de la naturaleza humana precipitaran la guerra de todos contra todos. Así que, mientras que de varias maneras evitaban presentar de una manera romántica al Estado, contemplado como una encarnación del poder, a pesar de todo se equivocaban al no ver la inconsistencia de sus ideas.
Los libertarios tienen un entendimiento más completo de las implicaciones prácticas de los argumentos del realismo. Si la naturaleza humana es realmente lo que Hobbes sospechaba, entonces el estatismo es ciertamente la más peligrosa de las soluciones propuestas al tipo de salvajismo generalizado que le preocupaba. Los libertarios académicos, particularmente los de la Escuela Austriaca, han demostrado diligentemente que el Estado ha sido la mayor fuente de violencia, desorden y caos en el mundo —hecho que es coherente con como los realistas entendían las relaciones de poder.
Es cierto que a un diminuto círculo de dirigentes, llevados naturalmente por la codicia, no se les puede conceder la clase de poder que está asociada con la visión de Hobbes sobre el Estado. El error del realismo, entonces, al menos en parte, es el que el elitismo señala metódicamente: el de tratar al Estado como una especie de aparato externo, objetivo, capaz de administrar justicia a la sociedad entera. Porque mientras los libertarios generalmente comparten el concepto realista del Estado como una cosa aparte de la sociedad, los libertarios no pretenden que el Estado se encuentra aislado de o por encima de los alicientes que guían todas las relaciones. Habiendo establecido que el Estado o «el hombre artificial» es como una panacea, fuera de los razonamientos sobre la humanidad que previamente habían previsto, los realistas daban una solución al problema del caos. Pero es una solución muy fácil a la luz de lo que saben los libertarios. Donde Hobbes y Maquiavelo ofrecieron la idea del realismo como defensa y justificación del Estado, los libertarios deben buscar el rescatar sus lecciones para una sociedad libre.
«La emergencia de una clase dirigente todopoderosa» —escribió Mises en «La acción humana»— «no es un fenómeno que se deriva de la economía de mercado sin estorbos».
El trabajo de Rothbard también rebosa de ejemplos de las formas en las que las élites de la economía política se coordinan con métodos del libre mercado propios de un estrangulador para crear y proteger a los monopolios. Y como los elitistas clásicos, Rothbard observó que, para las élites, «la teoría viene después; la teoría llegó… para vender a las masas ilusas la necesidad y la benevolencia del nuevo sistema». En el análisis final, ha importado poco a las élites como se denomine el sistema de parasitismo político y de expolio, al menos tanto en cuanto su dominio sobre la sociedad productiva se deje intacto.
Tomadas en conjunto, los más valiosos elementos tanto del realismo como del elitismo hacen mucho por el avance de la causa libertaria contra el Estado y a favor de una sociedad definida por el intercambio voluntario y los derechos individuales. Estas tradiciones históricas proporcionan puntos de referencia y matizan una ya muy sonora teoría política libertaria contemporánea. «Todo lo que el analista o el historiador necesita hacer —argumentó Rothbard— es asumir, como hipótesis, que las personas del gobierno o que hacen lobby a favor de las políticas del gobierno podrían estar, al menos, tan interesadas personalmente y movidas por el beneficio como lo está la gente en los negocios o en la vida cotidiana, y luego investigar los significativos y reveladores patrones que se abrirían ante sus ojos».
Haríamos bien siendo defensores de una sociedad libre y sin Estado (perdonen la redundancia) poniendo atención al consejo de Rothbard.