Las semanas recientes han mostrado mucha especulación por parte de expertos acerca de la naturaleza del «populismo libertario». Para quienes consideran el libertarismo como un lavado de cara de la plutocracia, el populismo libertario claramente trata de poner un velo sobre los ojos de hombre común. Para los que están en el otro bando en el debate, que no están menos crónicamente obsesionados con la política electoral, el populismo libertario es el camino del Partido Republicano para volver a la relevancia y la viabilidad. Sin embargo me gustaría ofrecer aquí una introducción concisa a un populismo libertario muy distinto de estas dos variantes y conformada por el contrario por la ideas de los libertarios de la Escuela Austriaca como Murray Rothbard.
El punto sobre el que pivota el populismo libertario es su hostilidad al enchufismo que caracteriza actualmente la economía política de Estados Unidos. Las relaciones entre élites poderosas en el gobierno y la industria, argumentan los populistas libertarios, se han consolidado en una fuerza inamovible y perenne que crea privilegios para unos pocos a costa de muchos (de ahí el nombre de populismo libertario). Este populismo se dirige a todo, desde cabilderos a rescates y al Sistema de la Reserva Federal. De hecho, el movimiento «End the Fed», cuyo germen fue el fuerte énfasis de Ron Paul en el asunto, estuvo seguramente entre los principales generadores y fuentes del momento concreto de populismo libertario que vemos ahora mismo. Los influidos por la Escuela Austriaca y los libertarios rothbardianos, contrariamente a las vacuas tonterías de nuestros críticos, han llamado siempre la atención las relaciones a menudo incestuosas entre todo lo grande, independientemente de si se encuentran en el sector «público» o «privado». Hemos estado en vanguardia en la demostración de la relación causal que relaciona la mala asignación con el bienestar corporativo en sus múltiples encarnaciones, que muestran por qué la intervención pública en la esfera económica es profundamente dañina, particularmente para la gente trabajadora corriente. La aparente fijación con la Reserva Federal no es por tanto un fetiche elegido al azar por los libertarios, sino un reconocimiento de las implicaciones arrasadoras y dañinas de la política de la Fed. Si más estadounidenses entendieran el papel, por ejemplo, de la Fed en las guerras estadounidenses y la inestabilidad económica, podrían ver que el verdadero populismo libertario es cualquier cosa menos una reconversión política calculada. Por el contrario, el populismo libertario es simplemente el libertarismo genuino radical, el tipo que toma al estado como lo que es: una pequeña clase criminal que ha institucionalizado con éxito el expolio económico.
Por cierto que, de hecho, la defensa radical por principio de la libertad, la propiedad y los mercados libres ha sido siempre populista. La misma aparición de esa defensa representó, en su infancia, un abierto ataque a los intereses mercantiles arraigados en un tiempo en que la mera sugerencia de la separación de economía y estado se consideraba como pura apostasía. Como demostraba Jeff Riggenbach en su introducción al revisionismo, estableciendo la verdadera división entre autoritarismo y libertarismo, este último pertenece lógicamente a la izquierda, como sucesor del liberalismo clásico. Rothbard colocaba a esta tradición liberal en completa oposición al conservadurismo, al «partido de la reacción, el partido que buscaba restaurar la jerarquía, el estatismo, la teocracia, la servidumbre y la explotación de clase del viejo orden». Los cínicos detractores del populismo libertario, los que se burlan de la idea de una preocupación libertaria por los estadounidenses de clase media y trabajadora, pueden sorprenderse al saber que Rothbard hablaba de la jerarquía y la explotación de clase de esa manera: no deberían hacerlo. Y dado tal antagonismo histórico hacia el conservadurismo, el manido estereotipo del libertario como nada más que un «republicano que fuma droga» tendría que ser completamente insultante para los libertarios reales. El que este tipo de caricatura pueda remontarse en buena medida al abortado (en opinión del autor) proyecto del fusionismo podría decirnos algo acerca de los méritos relativos de ese proyecto conceptual. El Partido republicano es y siempre ha sido el partido de los cortesanos de la élite. El heredero del legado whig, el partido del dominio federal centralizado y de los favores y subsidios especiales a los intereses empresariales influyentes. Todo esto es por supuesto lo opuesto a lo que han defendido los libertarios.
Muy al contrario que la desinformación económicamente ignorante tan a menudo dicha sobre los libertarios, no queremos mercados libres desbocados porque queramos ver a un puñado de empresas poderosas mandando en el comercio estadounidense. Por el contrario, nuestra oposición a regulaciones, licencias y otras barreras legales a la entrada en el mercado deriva en buena parte de una comprensión justificada de que estas intervenciones no protegen realmente a los consumidores o a los trabajadores. Solo la completa competencia abierta puede proporcionar el tipo de protecciones deseables del consumidor que se atribuyen tan frecuente y erróneamente a los mecanismos del gran gobierno. Es irónico que los defensores más ruidosos de un gobierno federal mayor y más activo sean a menudo los que nunca se cansan de apuntar que Washington está comprado y pagado por las grandes empresas bien relacionadas. Su razonamiento debería hacerles libertarios, si no fuera por los grilletes que la escuela pública y las obras de los intelectuales de corte han puesto al pensamiento crítico, mientras enseñan a reverenciar el Estado.
Durante décadas, los libertarios radicales del tipo rothbardiano han demostrado que en todo momento, a lo largo de la historia de Estados Unidos, las grandes empresas han deseado un estado grande y luchado por ello. Han llegado a demostrar que la misma Constitución de EEUU representa una victoria, al menos parcial, para las fuerzas de la centralización, el estatismo y el mercantilismo. Parafraseando a Lysander Spooner, incluso si la Constitución, por sí misma, no puede ser responsable del presente estado de cosas, del mamut del estado estadounidense y sus crisis, sin duda se ha mostrado impotente para acabar con esta serie de evoluciones. Como escribía Charles Dunoyer, liberal francés y discípulo de J.B. Say, una verdadera sociedad liberal «reclama la abolición de todo privilegio, de todo monopolio, de todo mal y restricción violenta». ¿Y qué puede ser más populista (más congruente con una mentalidad genuina de «poder para el pueblo») que devolver el poder económico a un sistema de intercambios libres y voluntarios en oposición a las decisiones arbitrarias de las élites en el Estado? El populismo libertario pone algo en juego, un hecho que tanto sus defensores como sus detractores han percibido. Pero el verdadero determinante no es ni puede ser un movimiento político; por el contrario, el populismo libertario más puro está condenado a mostrarse como enemigo de la política y como un enemigo infatigable del Estado.