[Extraído de Protectionism and the Destruction of Prosperity, publicado en The Free Market Reader (1988)]
La mejor manera de ver los aranceles o las cuotas de importación u otras restricciones proteccionistas es olvidarse de las fronteras políticas.
Las fronteras políticas de las naciones pueden ser importantes por otras razones, pero no tienen sentido económico. Supongamos, por ejemplo, que cada estado de EEUU fuera una nación independiente. Entonces oiríamos un montón de lloriqueos proteccionistas de los cuales ahora nos vemos afortunadamente privados. Pensad en los aullidos de los ineficientes y caros fabricantes de textiles de Nueva York o Rhode Island que estarían entonces quejándose acerca de la competencia “injusta” con “mano de obra barata” por parte de diversos “extranjeros” de nivel bajo de Tennessee o Carolina del Norte o viceversa. Por suerte, el absurdo de preocuparse acerca de la balanza de pagos resulta evidente al centrarse en el comercio interestatal. Nadie se preocupa por la balanza de pagos entre Nueva York y Nueva Jersey, ni siquiera entre Manhattan y Brooklyn, porque no hay funcionarios de fronteras registrando ese comercio y esas balanzas.
Si pensamos en ello, está claro que una reclamación de las empresas de nueva York de un arancel contra Carolina del Norte es puramente un perjuicio para los consumidores de Nueva York (así como los de Carolina del Norte), una simple apropiación de privilegios especiales por parte de empresas ineficientes. Si los 50 estados fueran naciones independientes, los proteccionistas serían capaces de usar las trampas del patriotismo y la desconfianza hacia los extranjeros para camuflar y lograr su saqueo de los contribuyentes de su propia región.
Por suerte, los aranceles interestatales son inconstitucionales. Pero incluso con esta clara barrera e incluso sin ser capaces de envolverse en el disfraz del nacionalismo, los proteccionistas han sido capaces de imponer aranceles interestatales bajo disfraz. Parte del impulso para los continuos aumentos en la ley federal del salario mínimo es imponer un dispositivo proteccionista contra la competencia salarial de costes laborales más bajos de Carolina del Norte y otros estados del sur contra sus competidores de Nueva Inglaterra y Nueva York.
Durante la batalla del Congreso de 1966 sobre un salario mínimo federal más alto, por ejemplo, el veterano senador Jacob Javits (R,NY) admitió abiertamente que una de sus principales razones para apoyar la propuesta era perjudicar a los competidores sureños de las empresas textiles neoyorquinas. Como los salarios en el sur son en general más bajos que en el norte, las empresas (y los trabajadores afectados por el desempleo) más duramente afectadas por un mayor salario mínimo estarían ubicadas en el sur.
Otra forma en que se han impuesto restricciones comerciales interestatales ha sido bajo la elegante justificación de la “seguridad”. El gobierno, por ejemplo, con los cárteles lácteos estatales organizados en Nueva York, han impedido la importación de leche de la vecina Nueva Jersey bajo la justificación evidentemente espuria de que los viajes a través del río Hudson harían “insegura” la leche de dicho estado. Si los aranceles y las restricciones comerciales son buenos para un país, ¿por qué no lo serían también para un estado o región? El principio es exactamente el mismo. Durante la primera gran depresión de Estados Unidos, el Pánico de 1819, Detroit era un diminuto pueblo fronterizo de solo unos pocos centenares de personas. Aun así, aparecieron protestas proteccionistas (afortunadamente no atendidas) para prohibir todas las “importaciones” fuera de Detroit y se exhortó a los ciudadanos a “comprar solo cosas de Detroit”. Si se hubiera puesto en práctica este absurdo, el hambre generalizada y la muerte habrían acabado con todos los demás problemas económicos de los habitantes de Detroit.
¿Entonces por qué no restringir e incluso prohibir el comercio, es decir, las “importaciones” a una ciudad o a un barrio o incluso a una manzana o, por rebajarlo de su conclusión lógica, a una familia? ¿Por qué no debería la familia Jones emitir un decreto que diga que desde este momento ningún miembro de la familia puede comprar ningún bien o servicio producido fuera del hogar familiar? El hambre eliminaría rápidamente esta ridícula pretensión de autosuficiencia.
Y aun así debemos darnos cuenta de que este absurdo es propio de la lógica del proteccionismo. El proteccionismo estándar es igual de absurdo, pero la retórica del nacionalismo y las fronteras nacionales ha sido capaz de ocultar este hecho esencial.
La conclusión es que el proteccionismo no sólo es una tontería, sino una tontería peligrosa, destructora de toda prosperidad económica. No somos, si es que alguna de lo fuimos, un mundo de granjeros autosuficientes. La economía de mercado es una enorme celosía a lo largo del mundo, en la que cada persona, cada región, cada país, produce lo que se le da mejor y en lo que es más relativamente eficiente e intercambia esa producción por los bienes y servicios de otros. Sin la división del trabajo y el comercio basado en esa división, todo el mundo moriría de hambre. Las restricciones coactivas al comercio (como el proteccionismo) obstaculizan, perjudican y destruyen el comercio, la fuente de vida y prosperidad. El proteccionismo es simplemente una excusa por la que los consumidores, así como la prosperidad general, se ven dañados al conferir privilegios especiales permanentes a grupos de productores ineficientes a costa de las empresas competentes y los consumidores. Pero es un tipo especialmente destructivo de rescate, porque limita permanentemente el comercio bajo el disfraz el patriotismo.