Platón, en su República, nos dice que la tiranía surge, por regla general, de la democracia. Históricamente, este proceso se ha producido de tres maneras muy diferentes. Antes de describir estas diversas pautas de cambio social, expongamos con precisión lo que entendemos por «democracia».
Al reflexionar sobre la pregunta «¿Quién debe gobernar?», el demócrata da su respuesta: «la mayoría de los ciudadanos políticamente iguales, ya sea en persona o a través de sus representantes». En otras palabras, la igualdad y el gobierno de la mayoría son los dos principios fundamentales de la democracia. Una democracia puede ser liberal o antiliberal.
El auténtico liberalismo es la respuesta a una pregunta totalmente diferente: ¿Cómo debe ejercerse el gobierno? La respuesta que proporciona es: independientemente de quién gobierne, el gobierno debe llevarse a cabo de tal manera que cada persona disfrute de la mayor cantidad de libertad, compatible con el bien común. Esto significa que una monarquía absoluta puede ser liberal (pero difícilmente democrática) y una democracia puede ser totalitaria, antiliberal y tiránica, con una mayoría que persigue brutalmente a las minorías. (Por supuesto, estamos utilizando el término «liberal» en la versión globalmente aceptada y no en el sentido americano, que desde el New Deal ha sido totalmente pervertido).
¿Cómo podría una democracia, incluso inicialmente liberal, evolucionar hacia una tiranía totalitaria? Como decíamos al principio, hay tres vías de aproximación, y en cada caso la evolución sería de carácter «orgánico». La tiranía evolucionaría a partir del propio carácter incluso de una democracia liberal porque hay, desde el principio, un gusano en la manzana: la libertad y la igualdad no se mezclan, prácticamente se excluyen. La igualdad no existe en la naturaleza y, por tanto, sólo puede establecerse por la fuerza. El que quiere la igualdad geográfica tiene que dinamitar las montañas y rellenar los valles. Para conseguir un seto de altura uniforme hay que aplicar tijeras de podar. Para conseguir la igualdad de niveles escolares en una escuela habría que presionar a ciertos alumnos para que se esfuercen más y frenar a otros.
El primer camino hacia la tiranía totalitaria (aunque no es en absoluto el más utilizado) es el derrocamiento por la fuerza de una democracia liberal a través de un movimiento revolucionario, por regla general un partido que aboga por la tiranía pero que es incapaz de conseguir el apoyo necesario en unas elecciones libres. El escenario para esta violencia está preparado si las partes representan filosofías tan diferentes que hacen imposible el diálogo y el compromiso. Clausewitz decía que las guerras son la continuación de la diplomacia con otros medios, y en las naciones ideológicamente divididas las revoluciones son realmente la continuación del parlamentarismo con otros medios. El resultado es el gobierno absoluto de un «partido» que, habiendo logrado finalmente el control total, puede seguir llamándose a sí mismo partido, en referencia a su pasado parlamentario, cuando todavía era una mera parte de la dieta.
Un caso típico es el Octubre Rojo de 1917. El ala bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso no pudo ganar las elecciones en la democrática República Rusa de Alexander Kerenski, por lo que dio un golpe de estado con la ayuda de un ejército y una armada derrotados y merodeadores, y de este modo estableció una firme tiranía socialista. Muchas democracias liberales están tan debilitadas por las luchas partidistas que las organizaciones revolucionarias pueden hacerse fácilmente con el poder, y a veces la ciudadanía, durante un tiempo, parece alegrarse de que el caos haya llegado a su fin. En Italia, la Marcia su Roma de los fascistas los convirtió en gobernantes del país. Mussolini, un socialista de antaño, había aprendido la técnica de la conquista política de sus amigos socialistas internacionales y, no es de extrañar, la Italia fascista fue la segunda potencia europea, después de la Gran Bretaña laborista (y mucho antes que Estados Unidos) en reconocer el régimen soviético.
La segunda vía hacia la tiranía totalitaria son las «elecciones libres». Puede ocurrir que un partido totalitario con gran popularidad gane tal impulso y tantos votos que se convierta legal y democráticamente en el amo de un país. Esto ocurrió en Alemania en 1932, cuando nada menos que el 60% del electorado votó por el despotismo totalitario: por cada dos nacionalsocialistas había un socialista internacional en forma de comunista marxista, y otro en forma de socialdemócrata algo menos marxista. En estas circunstancias, la democracia liberal estaba condenada, pues ya no tenía mayoría en el Reichstag. Esta evolución sólo podría haber sido frenada por una dictadura militar (como la prevista por el general von Schleicher, asesinado posteriormente por los nazis) o por una restauración de los Hohenzollern (como la prevista por Bruning). Sin embargo, dentro del marco democrático y constitucional, los nacionalsocialistas estaban destinados a ganar.
¿Cómo consiguieron los «nazis» ganar de esta manera? La respuesta es sencilla: al ser un movimiento de masas que aspiraba a una mayoría parlamentaria, señalaron a las minorías impopulares (cuanto más pequeñas, mejor) y luego reunieron el apoyo popular contra ellas. El Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores era «un movimiento popular basado en la ciencia exacta» (palabras de Hitler), que militaba contra los pocos odiados: los judíos, la nobleza, los ricos, el clero, los artistas modernos, los «intelectuales», categorías que a menudo se solapaban, y finalmente contra los discapacitados mentales y los gitanos. El nacionalsocialismo fue la «revuelta legal» del hombre común contra el no común, del «pueblo» (Volk) contra los grupos privilegiados y por tanto envidiados y odiados. Recordemos que Lenin, Mussolini y Hitler llamaron a su gobierno «democrático» -demokratiya po novomu, democrazia organizzata, deutsche Demokratie- pero nunca se atrevieron a llamarlo «liberal» en el sentido mundial (no americano).
Carl Schmitt, a sus 93 años, analizó esta evolución en un famoso ensayo titulado «La revolución jurídica mundial»: este tipo de revolución —la alemana de 1933— se produce simplemente a través de las urnas y puede ocurrir en cualquier país en el que un partido comprometido con el régimen totalitario obtenga una mayoría relativa o absoluta y, por tanto, se haga con el gobierno «democráticamente». Platón dio cuenta de tal procedimiento que se ajusta, con la fidelidad de una copia Xerox, a la transición constitucional en Alemania: está el «líder popular» que se toma a pecho el interés del «pueblo sencillo», del «tipo ordinario y decente» frente a los ricos astutos. Es ampliamente aclamado por los muchos y construye un cuerpo de guardia sólo para protegerse a sí mismo y, por supuesto, a los intereses del «pueblo».
En nombre del pueblo
Pensemos en las SA y las SS de Hitler y también en la tendencia a aplicar siempre que sea posible el prefijo Volk (pueblo): Volkswagen (coche del pueblo), Volksempfänger (aparato de radio del pueblo), des gesunde Volksempfinden (los sanos sentimientos del pueblo), Volksgericht (tribunal del pueblo). No hace falta decir que esta política verbal continúa en la «República Democrática Alemana», donde vemos una «Policía del Pueblo», un «Ejército del Pueblo», mientras que los estados satélites de Moscú se llaman «Democracias del Pueblo».
Todo esto implica que en épocas anteriores sólo las élites tenían la posibilidad de gobernar y que ahora, por fin, el hombre común es el dueño de su destino capaz de disfrutar de las cosas buenas de la vida. Poco importa que las realidades sean muy distintas. Un funcionario soviético de muy alto rango dijo recientemente a un príncipe europeo: «Sus antepasados explotaban al pueblo, alegando que gobernaban por la gracia de Dios, pero nosotros lo hacemos mucho mejor, explotamos al pueblo en nombre del pueblo».
Luego está la tercera forma en la que una democracia se transforma en una tiranía totalitaria. El primer analista político que previó este tipo de evolución, nunca antes experimentada, fue Alexis de Tocqueville. Dibujó un cuadro exacto y aterrador de nuestro Estado Proveedor (mal llamado Estado del Bienestar) en el segundo volumen de su Democracia en América, publicado en 1835; habló extensamente de una forma de tiranía que sólo podía describir, pero no nombrar, porque no tenía precedentes históricos. Hay que reconocer que pasaron varias generaciones hasta que la visión de Tocqueville se hizo realidad.
Imaginó un gobierno democrático en el que casi todos los asuntos humanos estarían regulados por un gobierno suave, «compasivo» pero decidido, bajo el cual los ciudadanos practicarían su búsqueda de la felicidad como «animales tímidos», perdiendo toda iniciativa y libertad. Los emperadores romanos, decía, podían dirigir su ira contra los individuos, pero el control de todas las formas de vida estaba fuera de lugar bajo su gobierno. Hay que añadir que en la época de Tocqueville la tecnología para tal vigilancia y regulación no estaba suficientemente desarrollada. El ordenador no se había inventado y, por tanto, sus advertencias encontraron poco eco en el siglo pasado.
Tocqueville, un auténtico liberal y legitimista, había ido a América no sólo porque le preocupaban las tendencias de Estados Unidos, sino también por la victoria electoral de Andrew Jackson, el primer demócrata en la Casa Blanca y el hombre que introdujo el Spoils System, altamente democrático, una auténtica invitación a la corrupción. Los Padres Fundadores, como ha señalado Charles Beard, odiaban la democracia más que el pecado original. Pero ahora una ideología francesa, demasiado familiar para Tocqueville, había empezado a conquistar América.
Esta portentosa evolución atrajo al aristócrata francés al Nuevo Mundo, donde quiso observar el avance global del «democratismo», en su opinión y para su consternación destinado a penetrar en todas partes y a terminar en la anarquía o en la Nueva Tiranía, a la que denominó «despotismo democrático». El camino de la anarquía es más apto para los europeos del sur y los sudamericanos (y suele terminar en dictaduras militares para evitar la disolución total), mientras que las naciones del norte, aunque guardan todas las apariencias democráticas, tienden a hundirse en la burocracia totalitaria del bienestar. La falta de una filosofía política común es más propicia para el desarrollo de revoluciones abiertas en el Sur, donde las guerras civiles tienden a ser «la continuación del parlamentarismo con otros (y más violentos) medios», mientras que el Norte es más bien dado a procesos evolutivos, a un aumento progresivo de la esclavitud y a una disminución de la libertad e iniciativa personales. Este proceso puede ser mucho más paralizante que una mera dictadura personal, militar o no, sin carácter ideológico y totalitario. Los regímenes de Franco y Salazar y algunos gobiernos autoritarios latinoamericanos, todos ellos suavizados con los años, son buenos ejemplos.
Avanzando hacia la servidumbre
Tocqueville no nos dijo cómo puede producirse el cambio gradual hacia la servidumbre totalitaria. Pero hace 150 años no podía prever exactamente que la escena parlamentaria produciría dos tipos principales de partidos: los partidos de Papá Noel, predominantemente en la izquierda, y los partidos de Aprieta el Cinturón, más o menos en la derecha. Los partidos de Papá Noel, con regalos para muchos, normalmente quitan a unos para dar a otros: operan con larguezas, para usar el término de John Adams. El socialismo, ya sea nacional o internacional, actuará en nombre de la «justicia distributiva», así como de la «justicia social» y el «progreso», y así ganará popularidad. Al fin y al cabo, no se dispara a Papá Noel. En consecuencia, estos partidos suelen ganar las elecciones, y los políticos que utilizan sus eslóganes son eficaces captadores de votos.
Los partidos «aprieta tu cinturón», si ganan el poder de forma inesperada, suelen actuar con más sabiduría, pero rara vez tienen el valor de deshacer las políticas de los partidos Santa. Las masas votantes, que a menudo favorecen a los partidos Santa, les retirarían su apoyo si los partidos aprieta-tu-cinturón actuaran de forma radical y coherente. Los despilfarradores suelen ser más populares que los avaros. De hecho, los partidos de Santa Claus rara vez son derrotados del todo, pero a veces se derrotan a sí mismos presentando candidatos sin futuro o provocando una agitación política o un desastre económico.
Un San Nicolás politizado es un capataz sombrío. Los regalos no pueden distribuirse sin la regulación burocrática, el registro y la regimentación de todo el país. Los regalos recibidos de «arriba» están sujetos a innumerables condiciones. El Estado interfiere en todos los ámbitos de la existencia humana: educación, salud, transporte, comunicación, entretenimiento, alimentación, comercio, industria, agricultura, construcción, empleo, herencia, vida social, nacimiento y muerte.
Esta injerencia a gran escala tiene dos aspectos: el estatismo y el igualitarismo, pero están intrínsecamente relacionados, ya que para regimentar perfectamente la sociedad hay que reducir a las personas a un nivel idéntico. Así, la «sociedad sin clases» se convierte en el verdadero objetivo, y hay que acabar con todo tipo de discriminación. Pero, la discriminación es intrínseca a una vida libre, porque la libertad de voluntad y de elección es una característica del hombre y de su personalidad. Si me caso con Bess en lugar de con Jean, obviamente discrimino a Jean; si empleo al Dr. Nishiyama como profesor de japonés en lugar del Dr. O’Hanrahan, discrimino a este último, y así sucesivamente. (No hay que sorprenderse si se acusa de racismo a un teatro de ópera que rechaza a un cantante bambuti de 1 metro de altura para el papel de Sigfrido en el «Anillo» de Wagner).
De hecho, sólo existe una discriminación justa o injusta. Sin embargo, la democracia igualitaria sigue siendo inflexible en su política totalitaria. El pasatiempo popular de las democracias modernas de castigar a los diligentes y ahorradores, mientras se premia a los perezosos, improvistos y no ahorradores, se cultiva a través del Estado, cumpliendo un programa demo-igualitario basado en una ideología demo-totalitaria.
La tiranía democrática, que evoluciona a hurtadillas como una lenta y sutil corrupción que conduce al control total del Estado, es, pues, el tercer y nada raro camino hacia la forma más moderna de esclavitud.