Éric Lombard, ministro francés de Economía y Finanzas, causa una impresión negativa casi a diario con sus declaraciones sobre la economía y el papel del Estado en la sociedad. Estas posiciones reflejan perfectamente el abismo que separa a la clase política francesa, defensora del estatismo socialista, de un mundo que sigue un camino totalmente opuesto: el de la libertad, la liberalización económica, deseoso de reducir el peso del Estado en la vida de los individuos... En resumen, asistimos a un renacimiento de las ideas liberales en Occidente, mientras que países como Francia se hunden cada vez más en el estatismo. Este dogmatismo teológico en el socialismo y el estatismo puede resultar imprudente en un mundo en el que líderes políticos como Milei, Meloni y Trump tienden a coincidir en que la presencia excesiva del Estado es precisamente el peligro.
El estatismo contra el sentido común económico
En una entrevista concedida al canal de televisión BFMTV el 17 de enero, el ministro francés de Economía, Éric Lombard, habló de la estrategia económica del gobierno para 2025. Durante esta entrevista, afirma que:
Las inversiones climáticas requerirán muchas inversiones que no siempre son rentables, lo que probablemente provocará un descenso de la rentabilidad de las empresas y tendrán que aceptarlo... Estas inversiones son necesarias porque, de lo contrario, el calentamiento global acabará con la economía.
Este breve pasaje ilustra perfectamente hasta qué punto el ministro de Economía no sabe nada de economía. Estas «inversiones no rentables» son aberraciones económicas que no deberían existir en circunstancias normales. De hecho, movilizarán recursos, capital, trabajo y tiempo en proyectos que los empresarios de un mercado libre nunca emprenderían.
En un mercado libre, la acción empresarial siempre está impulsada por la búsqueda de beneficios. ¿Es ésta una forma equivocada de proceder? Por supuesto que no. Esta búsqueda de beneficios permite la mejor asignación posible de los escasos recursos del sistema productivo. El empresario tendrá todo el interés en utilizar eficientemente unos recursos limitados (tierra, trabajo, capital, tiempo) para lograr su objetivo, que es satisfacer a los consumidores de y, por tanto, a todos nosotros. El cálculo económico y las señales de precios guían al empresario en esta búsqueda de la rentabilidad. Si los recursos se utilizan eficazmente y se satisface a los consumidores, el empresario se ve recompensado con lucros. Por el contrario, si no satisface a los consumidores, es castigado con pérdidas. Mises escribió,
El progreso económico... es obra de los ahorradores, que acumulan capital, y de los empresarios, que dan nuevos usos al capital. Los demás miembros de la sociedad, por supuesto, disfrutan de las ventajas del progreso, pero no sólo no contribuyen en nada a él, sino que incluso le ponen obstáculos.
En el caso de las inversiones no rentables asumidas por Éric Lombard, entendemos que el Estado no pretende ajustarse a los imperativos de la realidad. Hace falta el monopolio del Estado sobre el dinero, el gasto y la inversión para justificar con éxito esos proyectos que van contra todo sentido común económico. Por ejemplo, la imposibilidad de aplazar en el tiempo el uso de la energía producida sin una capacidad de almacenamiento adecuada, los costes de mantenimiento prohibitivos, la intermitencia y la incertidumbre de la producción, etc. Al final, la realidad siempre alcanzará a estos proyectos ideológicos, que sólo pueden conducir a pérdidas irrecuperables de recursos y de tiempo.
Para adaptarse mejor a la transición ecológica y a la urgencia que puede representar, sólo hay una solución: dejar que el libre mercado responda a estos retos por sí mismo, sin ninguna «ayuda» bienintencionada del Estado. El cálculo económico sano y libre promoverá la asignación óptima de los recursos escasos. Éste es también el caso del tiempo humano, que es el recurso último y más escaso de la economía. Sólo el libre mercado es capaz de maximizar su uso para hacer frente de la mejor manera posible a esta «emergencia climática».
«Somos un país de Estado»
Pocos días después, el ministro francés de Economía reiteraba en el canal de televisión LCI que «Francia no es un país liberal, somos un país de Estado, de protección», que hay que «desconfiar de la gente que se resiste a pagar impuestos» y que estamos «poniendo en peligro el futuro de nuestros hijos por culpa de nuestras emisiones de carbono.» «Trump» —al retirarse del Acuerdo de París— «nos está poniendo a todos en peligro». Una vez más, la afirmación es bastante clara: el ministro de Economía francés no sabe nada de economía. De hecho, el liberalismo no es sinónimo de inseguridad, como tampoco lo es la «protección del Estado». De hecho, es todo lo contrario.
En primer lugar, al manipular los precios e intervenir constantemente en el proceso económico, el Estado no hace sino debilitar y desestabilizar el libre mercado. Los recursos se asignan mal, las señales de los precios se distorsionan, los individuos dejan de encontrar su verdadero lugar en la economía y las crisis son inevitables. Por ejemplo, una sociedad que permite a su banco central manipular el precio intertemporal del capital de forma totalmente discrecional enviará constantemente señales erróneas a los empresarios sobre la disponibilidad real de capital y la voluntad de los consumidores de gastar sus ingresos hoy o mañana.
Aunque sus efectos no son perceptibles de inmediato, son sin embargo desastrosos a largo plazo, ya que conducen a los inevitables ciclos de auge-caída. Estos ciclos de crisis económica se caracterizan por falsos auges económicos que conducen inevitablemente a la recesión, que no son más que un severo y necesario reajuste del mercado a la realidad de la economía y a la disponibilidad real de los escasos factores de producción. En definitiva, el intervencionismo es siempre una fuente de incertidumbre e inestabilidad, aunque los burócratas franceses crean firmemente que no es así.
Por el contrario, el liberalismo hace a los individuos más seguros y resistentes. El libre mercado permite a cada individuo perseguir sus propias ambiciones integrando un complejo sistema de cooperación basado en la división del trabajo y la especialización de las competencias. Una sociedad en la que cada cual encuentra su lugar para servir mejor a los demás es una sociedad próspera y, por tanto, más segura. Es obvio para cualquiera que se interese por los estudios de la acción humana y la economía que el progreso no puede planificarse. Es un proceso espontáneo, el resultado de las acciones subjetivas de todos los individuos en el mercado, cada uno impulsado por su propio interés.
Innumerables obstáculos al progreso
El progreso no puede organizarse... La sociedad no puede hacer nada en favor del progreso. Si no carga al individuo con cadenas inquebrantables, si no rodea la prisión en la que lo encierra con muros infranqueables, ha hecho todo lo que se podía esperar de ella. El genio encontrará pronto el modo de conquistar su propia libertad.
Lo que Éric Lombard demuestra con sus recientes declaraciones es su incomprensión del fracaso de las políticas intervencionistas en el proceso económico, que sólo pueden producir siempre resultados mediocres porque no se atienen a las realidades básicas del mercado. Los resultados siempre serán mediocres, porque no existe el imperativo de los resultados reales — los lucros derivados de la satisfacción del consumidor—. Por consiguiente, no tiene sentido que el Estado invierta en un sector en el que el sector privado ya está muy implicado. Un sector en el que el sector privado siempre será más rápido y más eficiente, como dicta la competencia.
La tragedia de estas aventuras inútiles reside sobre todo en la pérdida definitiva de recursos y de tiempo para la economía francesa. La tragedia es que la alternativa —los usos verdaderamente productivos del capital— nunca verá la luz, y todo por culpa del intervencionismo. El intervencionismo no es más que un sabotaje permanente del verdadero progreso, que sólo puede venir del libre mercado. Desgraciadamente, con un ministro de Economía así, el futuro de Francia no parece muy halagüeño. Es una vergüenza para la cuna de pensadores liberales de la talla de Turgot, Say y Bastiat.