El término capitalismo es muy confuso. La definición está bastante clara: la propiedad privada de los medios de producción (capital). Pero las implicaciones son muy distintas dependiendo de la perspectiva política o económica. Ambas son correctas e incorrectas. Veámoslas.
Políticamente hablando, la propiedad privada de los medios de producción proporciona poder a los dueños. ¿Por qué?
Como la sociedad depende de la producción de valor y la producción se realiza usando capital, quienquiera que tenga propiedad de capital puede por tanto influir en la sociedad. Consecuentemente, es intuitivo que los dueños de un capital inmenso pueden presionar a los legisladores, que al menos tienen que considerar esta perspectiva al crear nuevas leyes.
Así que el poder del estado (al que habitualmente se considera como el poder del “pueblo”) está en cierto sentido limitado por la posesión de capital. Y sin duda los legisladores creen que su poder está hasta cierto punto limitado por la influencia de los dueños del capital. (El que esto sea algo bueno o malo es otra historia). Así que hay un constante favorecimiento mutuo entre el estado y los dueños del capital, como cabría esperarse. Ambos quieren las cosas a su manera y el aparato del estado (y los medios del estado, por remitirnos a Oppenheimer) solo permite una manera. Así que no sorprende que los dueños del capital y políticos cooperen y se cubran sus respectivas espaldas.
En otras palabras, el capitalismo políticamente trata del poder, porque la propiedad de capital implica influencia sobre el proceso político y los dueños de capital están, de hecho, invitados a tomar parte en la creación de políticas por parte de los legisladores. Ambos ganan con esos cambalaches.
Económicamente hablando, este análisis tiene poco sentido. ¿Por qué?
Porque el capital como medio de producción solo tiene valor en la medida en que se use para satisfacer deseos de los consumidores. Como es sabido que ejemplificó Menger ya en 1871, una máquina usada para fabricar labores de tabaco tiene valor porque los consumidores quieren comprar y usar labores de tabaco. Pero si repentinamente no estuvieran interesados (y por tanto no demandaran) labores de tabaco, esa máquina dejaría inmediatamente de tener valor. (O más bien solo tendría un valor de chatarra).
En otras palabras, la propiedad de capital está estrictamente al servicio de los consumidores. Siempre que un dueño de capital decide restringir su uso del capital existente, este deja de tener valor. El capital que no se usa sencillamente no tiene valor. El capital que se usa por debajo de su óptimo tiene más valor en las manos de otros dueños de capital, lo que significa que el mayor “poder” de dueño se logra vendiéndolo. Pero los dueños de capital no tienen poder sobre los consumidores: el consumidor sigue siendo el rey y es soberano a la hora de decidir qué bienes/servicios valen su tiempo y dinero.
En otras palabras, hay que valorar los usos del capital. Esto difícilmente es una posición de poder para los dueños de capital: es la posición de un sirviente. Los capitalistas tienen riqueza solo en la medida en que están y continúan estando al servicio de los consumidores (es decir, las “masas”). Tan pronto como se detienen, pierden ese valor y se ven “obligados” (en sentido económico) a vender su capital a productores que entiendan mejor cómo servir a los consumidores. ¿Cómo se convierte entonces en amo este sirviente? Esa es la pregunta que requiere una respuesta para relacionar las definiciones económica y política.
Una manera es adoptar una teoría económica defectuosa, como la de Marx, y afirmar así que el capital tiene un valor económico objetivo o intrínseco y que la gente está desesperada a la búsqueda de empleo. Pero esa teoría solo desvía la cuestión y nos devuelve a la dimensión política. Porque no hay nada en una economía que obligue a nadie a trabajar para un “capitalista”. La misma existencia de capital productivo implica que la economía está algo avanzada. Y esto, a su vez, significa que la mano de obra está especializada y es productiva. Lo que significa que hay opciones (ver mi libro Unrealized).
La razón por la que no hay opciones para la gente, por lo que “tienen” que ser contratados por capitalistas, tiene una causa extraeconómica: es, en otras palabras, de origen político. Así que tenemos que volver necesariamente a la política.
Otra manera es considerar un sistema político distinto, uno que no se base en un poder jerárquico reclamando el monopolio de la violencia, que no proporcionaría poder a los legisladores (ya que no habría políticas a crear) y por tanto no habría cambalaches con los dueños de capital: aquellos tendrían que contribuir a la economía en lugar de ser una carga para ella y estos serían estrictamente servidores de los consumidores.
El problema es que tratamos ambas dimensiones como si fueran iguales. La gente de la izquierda se centra en el aspecto del poder y afirmar que de alguna manera tiene origen económico (en otras palabras, son analfabetos económicamente). La gente de la derecha se centra en el aspecto económico y afirma que no hay ningún poder (o al menos ningún problema) debido a la propiedad de capital (en otras palabras, ignoran la influencia del estado sobre la sociedad y la economía). Aun así, usan la misma palabra para conceptos muy distintos.
¡No sorprende que haya confusión!