[Este artículo está extraído de Economía en una lección]
La economía está perseguida por más falacias que ningún otro estudio conocido por el hombre. No es casualidad. Las dificultades propias de la materia serían lo suficientemente grandes en todo caso, pero se multiplican por mil por un factor que es insignificante, por ejemplo, en física, matemáticas y medicina: las súplicas especiales de los intereses creados.
Aunque todos los grupos tienen ciertos intereses económicos idénticos a los de todos los demás grupos, todo grupo tiene también, como veremos, intereses antagónicos a los de todos los demás grupos. Aunque ciertas políticas públicas beneficiarían a largo plazo a todos, otras políticas beneficiarían solo a un grupo a costa de todos los demás grupos. El grupo que se beneficiaría de dichas políticas, teniendo un interés tan directo en ellas, argumentará a favor de las mismas plausible y persistentemente. Comprará las mejores mentes comprables para dedicar todo su tiempo a defender su caso. Y finalmente, o bien convencerá al público general de que su alegato es sólido, o bien lo confundirá tanto que se convertirá en casi imposible un pensamiento claro sobre el tema.
Además de estas eternas súplicas interesadas, hay un segundo factor principal que difunde nuevas mentiras económicas cada día. Es la persistente tendencia de los hombres a ver solo los efectos inmediatos una política concreta, o sus efectos solo sobre un grupo especial, y a no averiguar cuáles serán los efectos a largo plazo de dicha política, no solo sobre ese grupo especial, sino sobre todos los grupos. Es la falacia de olvidar las consecuencias secundarias.
En esto reside casi toda la diferencia entre buena economía y mala economía. El mal economista solo ve lo que se observa de inmediato; el buen economista también verá más allá. El mal economista solo ve las consecuencias directas de una vía propuesta; el buen economista también mira las consecuencias más lejanas e indirectas. El mal economista solo ve cuál ha sido o será el efecto de una política concreta sobre un grupo particular; el buen economista investiga también cuál será el efecto de la política sobre todos los grupos.
La distinción puede parecer evidente. La precaución de observar todas las consecuencias de una política concreta para todos puede parecer elemental. ¿No sabe todo el mundo, en su vida personal, que hay todo tipo de indulgencias deliciosas en el momento, pero desastrosas al final? ¿Nos saben todos los niños que si comen demasiados caramelos enfermarán? ¿No sabe el tipo que se emborracha que se levantara la mañana siguiente con el estómago revuelto y un terrible dolor de cabeza? ¿No sabe el dipsómano que está arruinando su hígado y acortando su vida? ¿No sabe Don Juan que se está exponiendo a todo tipo de riesgos, desde el chantaje a la enfermedad? Finalmente, por referirnos al ámbito económico, aunque todavía personal, ¿no sabe el ocioso y pródigo, incluso en medio de su glorioso derroche, que se dirige a un futuro de deuda y pobreza?
Y, sin embargo, cuando entramos en el campo de la economía pública, se ignoran estas verdades elementales. Hay hombres considerados hoy como economistas brillantes que aborrecen el ahorro y recomiendan la prodigalidad a escala nacional como forma de salvación económica, y cuando alguien señala cuáles serían las consecuencias de estas políticas a largo plazo, replican frívolamente, como haría el hijo pródigo de un padre que le advierta: “En el largo plazo estamos todos muertos”. Y esas frívolas ocurrencias pasan por epigramas devastadores y de máxima sabiduría.
Pero la tragedia es que, por el contrario, ya estamos sufriendo las consecuencias a largo plazo de las políticas del pasado remoto o reciente. Hoy es ya el mañana que el mal economista nos pidió ayer que ignoráramos. Las consecuencias a largo plazo algunas políticas económicas pueden hacerse evidentes en pocos meses. Otras pueden no hacerse evidentes durante varios años. Algunas más pueden no hacerse evidentes durante décadas. Pero en todo caso esas consecuencias a largo plazo están incluidas en la política con tanta seguridad como la gallina está en el huevo y la flor en la semilla.
Por tanto, desde este punto de vista, toda la economía puede reducirse a una sola lección y esa lección puede reducirse a una sola frase:
El arte de la economía consiste en observar no solamente los efectos inmediatos, sino los posteriores de cualquier acción o política; consiste en observar las consecuencias de esa política no solo para un grupo, sino para todos los grupos.
Nueve de cada diez falacias económicas que están ocasionando un daño tan terrible hoy en el mundo son la consecuencia de ignorar esta lección. Todas esas falacias derivan de una o dos falacias esenciales, o de ambas: la de observar solo a las consecuencias inmediatas de una acción o propuesta y la de observar las consecuencias solo para un grupo particular olvidando los demás grupos.
Por supuesto, es verdad que es posible el arroz contrario. Al evaluar una política no tendríamos que concentrarnos solo en sus resultados a largo plazo para la comunidad en su conjunto. Este es el error cometido a menudo por los economistas clásicos. Genera cierta insensibilidad por el destino de grupos que se verían inmediatamente dañados por políticas o proyectos que demostraran ser beneficiosos en su balance neto y a largo plazo.
Pero comparativamente pocas personas cometen hoy este error y esas pocas son principalmente economistas profesionales. La falacia actual más frecuente con mucho, la falacia que aparece una y otra vez y en casi todas las discusiones que toquen asuntos económicos, el error de miles de discursos políticos, el sofisma esencial de la “nueva” economía, es concentrarse en los efectos a corto plazo de políticas sobre grupos especiales e ignorar o desdeñar los efectos a largo plazo de la política en su conjunto.
Los “nuevos” economistas se halagan entre sí diciendo que es un avance grande, casi revolucionario, sobre los métodos de los economistas “clásicos” u “ortodoxos”, porque los primeros tienen en consideración los efectos a corto plazo que los segundos habitualmente ignoraban. Pero al ignorar o desdeñar ellos mismos los efectos a largo plazo están cometiendo un error mucho más grave. No ven los bosques en su examen preciso y minucioso de los árboles particulares. Sus métodos y conclusiones son a menudo profundamente reaccionarios. A veces se sorprenden al encontrarse de acuerdo con el mercantilismo del siglo XVII. Caen, de hecho, en todos los errores antiguos (o lo harían, sino fueran tan incoherentes) que habíamos esperado que los economistas clásicos hubieran hecho abandonar de una vez por todas.
A veces se comenta tristemente que los malos economistas presentan mejor sus errores al público que los buenos economistas sus verdades. A menudo hay quejas porque los demagogos pueden ser más convincentes al exponer tonterías económicas desde la tribuna que los hombres honrados que tratan de demostrar sus errores. Pero la razón básica para esto no tendría que ser misteriosa. La razón es que los demagogos y malos economistas presentan medias verdades. Hablan solo del efecto inmediato o de una política propuesta o de su efecto sobre un solo grupo. Hasta dónde llegan, pueden a menudo tener razón. En esos casos la respuesta consiste en demostrar que la política propuesta también tendría efectos más largos y menos deseables o que podría beneficiar a un grupo solo a costa de todos los demás. La respuesta consiste en complementar y corregir la media verdad con la otra mitad. Pero considerar todos los efectos importantes sobre todos de una vía propuesta a veces requiere una cadena de razonamiento larga, complicada y aburrida. La mayoría la audiencia encuentra esta cadena de razonamiento difícil de seguir y pronto se aburre y pierde atención. Los malos economistas aprovechan esta debilidad e indolencia intelectual asegurando a la audiencia que no tiene ni siquiera que tratar de seguir el razonamiento o juzgarlo por sus méritos, porque es solo “clasicismo” o “laissez faire” o “apología del capitalismo” o cualquier otro término abusivo que pueda resultar efectivo con ella.
Hemos indicado la naturaleza de la lección y de las falacias que se interponen en su camino en términos abstractos. Pero la lección no llegará a su destino y las falacias continuarán sin reconocerse si no se ilustran ambas con ejemplos. A través de estos ejemplos podemos pasar de los problemas más elementales en economía a los más complejos y difíciles. A través de ellos podemos aprender a detectar y evitar primero las falacias más burdas y palpables y finalmente algunas de las más sofisticadas y elusivas. Procederemos ahora con esa tarea.
La ventana rota
Empecemos con el ejemplo más sencillo posible: tomemos, emulando a Bastiat, un cristal roto.
Un joven rufián, por ejemplo, lanzar un ladrillo al escaparate de una panadería. El vendedor sale furioso, pero el chico ha desaparecido. Una multitud se reúne y empieza a mirar con tranquila satisfacción el agujero en la ventana y el cristal destrozado por encima del pan y las tartas. Después de un rato la multitud siente la necesidad de reflexionar filosóficamente. Y algunos de sus miembros se atreven a recordar a otros y al panadero que, después de todo, la desgracia tiene su lado bueno. Dará algo de negocio a algún cristalero. Al empezar a pensar en esto se les van ocurriendo cosas. ¿Cuánto cuesta el nuevo cristal de la ventana? ¿Cincuenta dólares? Eso estaría bien. Después de todo, si las ventanas no se rompieran nunca, ¿qué pasaría con el negocio del cristal? Por supuesto, a partir de aquí la cosa no tiene fin. El cristalero tendrá 50$ para gastar en otras tiendas y los dueños de esta tendrán a su vez 50$ más para gastar en otras y estos tendrán a su vez 50$ más para gastar en otras y así hasta el infinito. La ventana rota continuará proporcionando dinero y empleo en círculos cada vez más amplios. La conclusión lógica de todo esto sería, si la decidiera la masa, que el pequeño rufián que lanzó el ladrillo, lejos de ser una amenaza pública, sería un benefactor público.
Echemos otro vistazo. La multitud tiene razón al menos en su primera conclusión. Este pequeño acto de vandalismo en primera instancia significará más negocio para algún cristalero. El cristalero no estará más contento al saber del incidente que un enterrador al saber de una muerte. Pero el tendero se quedará sin 50$ que estaba planeando gastar en un traje nuevo. Como tiene que reemplazar una ventana, tendrá que arreglárselas sin el traje (o alguna necesidad o lujo equivalente). En lugar de tener una ventana y 50$ ahora tiene solamente una ventana. O, como estaba planeando comprar el traje esa misma tarde, en lugar de tener tanto una ventana como un traje debe contentarse por la ventana y ningún traje. Si pensamos en él como parte de la comunidad, la comunidad ha perdido un traje nuevo que habría aparecido en caso contrario y es exactamente más pobre en esa cantidad.
La ganancia de negocio del cristalero, en resumen, es sencillamente la pérdida de negocio del sastre. No se ha añadido ningún “empleo” nuevo. La gente de la multitud solo estaba pensando en dos partes de la transacción, el panadero y el cristalero. Olvidó la tercera parte potencial implicada, el sastre. Lo olvidaron precisamente porque no entrará en escena. Verán la nueva ventana en uno o dos días. Nunca verán el nuevo traje, precisamente porque nunca se hará. Ven solo lo que es inmediatamente visible.
Las bondades de la destrucción
Así acabamos con la ventana rota. Una falacia elemental. Podríamos pensar que cualquiera sería capaz de evitarla después de unos pocos momentos de reflexión. Aun así, la falacia de la ventana rota, bajo cientos de disfraces, es la más persistente de la historia de la economía. Está hoy más presente que en ningún momento del pasado. Se reafirma solemnemente todos los días por grandes jerarcas de la industria, por cámaras de comercio, por líderes sindicales, por escritores de editoriales y columnistas de periódicos y comentaristas de radios, por estadísticos con formación utilizando las técnicas más refinadas, por profesores de economía de nuestras mejores universidades. En sus diversas formas todos ellos se explayan acerca de las ventajas de la destrucción.
Aunque algunos de ellos negarían decir que haya beneficios netos en pequeños actos de destrucción, ven beneficios casi infinitos en enormes actos de destrucción. Nos dicen lo mucho mejor que estamos todos económicamente en la guerra y no en la paz. Ven “milagros de producción” que requieren una guerra para lograrse. Y ven un mundo de posguerra indudablemente próspero debido a una enorme demanda “acumulada” o “respaldada”.
No es más que nuestra vieja amiga, la falacia de la ventana rota, con nuevas ropas y engordada más allá de lo reconocible.