En la columna de la semana pasada, comenté el excelente libro de Christophers Coyne En busca de monstruos que destruir, un convincente relato del empeño de América por construir un imperio informal «liberal». Coyne muestra la contradicción inherente al uso de medios brutales para alcanzar valores humanos. Esta semana, me gustaría hablar de una parte aún más deplorable de la política exterior americana, que amenaza al mundo con la destrucción. Durante la Guerra Fría, América se arriesgó a una guerra nuclear con la Unión Soviética; y aunque la Guerra Fría terminó hace mucho tiempo, el apoyo americano a Ucrania en su guerra con Rusia vuelve a suponer un riesgo de guerra atómica. Los peligros inherentes a la política americano han sido analizados por Michael Anton, a quien los lectores recordarán de columnas anteriores, en su reflexivo artículo «Nuclear Autumn», aparecido en la Claremont Review of Books de otoño de 2022, y voy a centrar mis comentarios en sus observaciones.
El argumento de Anton es, en esencia, el siguiente: Durante la Guerra Fría, los Estados Unidos estuvo varias veces a punto de entrar en guerra nuclear con la Unión Soviética, lo que habría tenido consecuencias terribles. Sin embargo, el peligro de perder la lucha mundial contra el comunismo hizo que esta arriesgada política fuera al menos discutiblemente racional, al menos hasta 1983, año a partir del cual la Guerra Fría disminuyó en intensidad. En las circunstancias actuales, sin embargo, las cosas son totalmente distintas. Rusia, a diferencia del comunismo soviético, no representa ninguna amenaza para los Estados Unidos, y sin embargo la política nuclear norteamericana es más temeraria que nunca. Dadas las consecuencias de una guerra nuclear, deberíamos adoptar una política ucraniana menos intervencionista.
Como es de suponer, estoy de acuerdo con la última parte del análisis de Anton, pero la primera me parece cuestionable. Anton dice,
La sabiduría convencional conservadora pronto se endureció en torno a esta interpretación, donde ha permanecido desde entonces: La dureza inicial de Reagan fue un correctivo necesario a la irresponsabilidad de Carter y a la distensión de Nixon, puso a los soviéticos en una situación desesperada y les obligó a volver a la mesa, preparando el terreno para una victoria occidental. Mil novecientos ochenta y tres llegó a ser visto como una especie de espejo de 1938, enseñando la misma lección: el apaciguamiento engendra la guerra, la dureza trae la paz, o mejor aún, la victoria.
No cabe duda de que hay algo de razón en ello, pero incluso en sus propios términos, esta interpretación pasa por alto elementos importantes. El primero es que lo que está en juego importa. Y lo que estaba en juego en la Guerra Fría era lo más importante: la supervivencia del mundo libre y quizá incluso la existencia del mundo entero. En 1980, era plausible temer que la libertad e incluso la humanidad estuvieran perdiendo. Por tanto, no era descabellado creer que los riesgos calculados estaban justificados.
Pero nunca se sabe adónde puede llevar la dureza, qué puede provocar. Cuando las consecuencias de la dureza pueden ser la destrucción total, es racional —moral, incluso— ser duro sólo cuando lo que está en juego es igualmente enorme. La dureza que no está al servicio de un interés básico —o del núcleo de todos los intereses básicos— no es sólo insensata, sino temeraria.
Los apóstoles de la virilidad nuclear decían que la supervivencia del mundo libre estaba en juego durante la Guerra Fría, pero aunque sin duda tenían razón en que merecía la pena luchar para evitar los horrores de vivir bajo el gulag, no es evidente que las naciones de «Occidente», por utilizar el argot de la Guerra Fría, se enfrentaran a esta amenaza. La Unión Soviética tenía una economía relativamente pobre y ya tenía suficientes problemas para mantener a raya a las naciones del Pacto de Varsovia como para perseguir seriamente la expansión occidental. Los guerreros de la Guerra Fría habrían hecho mejor en prestar atención a las lecciones del argumento del cálculo de Ludwig von Mises: mientras los soviéticos continuaran con sus esfuerzos de planificación central, su economía estaba abocada al colapso.
Si se le puede reprochar a Anton un excesivo crédito a los argumentos a favor de la Guerra Fría, su tratamiento de la guerra de Ucrania es ejemplar. Señala que, aunque la amenaza para los EEUU es mucho menor que durante la Guerra Fría, la política de los EEUU es más temeraria que en aquellos peligrosos tiempos, lo que difícilmente constituye una receta para una política racional. Dice:
Lo que está en juego es evidente. No hay Guerra Fría —o no debería haberla, por mucho que les guste a los rusófobos occidentales. La Rusia actual, piensen lo que piensen de ella, no es comunista, no domina media Europa, no tiene perspectivas de hacerlo y no está exportando la revolución a todo el mundo. Puede que los rusos se vean a sí mismos en un combate ideológico mortal con Occidente, pero les hemos dado muchas razones para pensar así, ¿no? . . .
La forma en que lo que está en juego es mayor debería ser igualmente obvia. A diferencia de 1983, 2022 se define por una guerra caliente, en la que Rusia es beligerante. Esta vez el Kremlin no está observando un montón de movimientos de tropas preguntándose si son un ejercicio o el preludio de una guerra. Saben que estamos armando a Ucrania, proporcionando información sobre objetivos que está matando a generales rusos y utilizando nuestro poder sobre el sistema financiero mundial para tratar de estrangular su economía, algo muy distinto de limitarse a prohibir Aeroflot durante unos años. Moscú se contuvo en 1983 en parte porque, en el momento decisivo, nosotros nos contuvimos. Eso no es lo que estamos haciendo ahora. . .
El peor elemento de la crisis actual, al menos por nuestra parte. . . [es] la despreocupación con la que las élites hablan ahora de intercambios nucleares como un precio aceptable a pagar para detener a Rusia y, en realidad, no tan malo. Un ejemplo es la reciente columna de Anne Applebaum en el Atlantic titulada «El miedo a la guerra nuclear ha desvirtuado la estrategia de Occidente en Ucrania». Occidente no está haciendo lo suficiente para intensificar el conflicto, argumenta, porque «nos sentimos aliviados, de alguna manera, de que la gente muera porque se haya congelado en apartamentos sin calefacción o ahogada en una inundación artificial, y no por la lluvia radiactiva». Y, oye, ¿cuál es la diferencia?... Cuando las cabezas parlantes de MSNBC y CNN empiezan a hacer que Curtis LeMay suene circunspecto, el mundo se ha vuelto del revés.
(Para los lectores más jóvenes, debo señalar que Curtis LeMay fue el general de las fuerzas aéreas a cargo del Mando Aéreo Estratégico durante la Guerra Fría, y famoso por proponer bombardear a todo el mundo hasta devolverlo a la Edad de Piedra).
Anton no debe interpretarse en absoluto como un defensor de las políticas de Vladimir Putin, y aquellos que en respuesta instan a los defectos del dictador ruso no han captado el punto clave del argumento de Anton. Ya no nos enfrentamos a la sombría perspectiva de ser «Rojos o Muertos», si es que alguna vez lo hicimos, y nada menos que esto podría justificar empujar a Rusia al borde nuclear.