[Este artículo apareció originalmente como prólogo a Bastiat, Economic Sophisms (FEE, 1962)]
Frédéric Bastiat nació en Bayona, Francia, el 29 de junio de 1801. Su padre era un comerciante al por mayor, pero Frédéric quedó huérfano con nueve años y fue criado por su abuelo y su tía.
Parece haber tenido una buena educación, aunque no extraordinaria, que incluía idiomas, música y literatura. Empezó el estudio de la economía política con diecinueve años y leyó principalmente a Adam Smith y Jean-Baptiste Say.
Sin embargo, los primeros años de Bastiat no fueron exactamente los de un intelectual. Con diecisiete años estuvo trabajando en la casa de contabilidad de su tío y estuvo allí unos seis años. Luego heredó la granja de su abuelo en Mugron y se convirtió en granjero. Fue activo en la política local, convirtiéndose en juez de paz en 1831 y en miembro del conseil genéral de Las Landas en 1832.
Bastiat vivió en un periodo revolucionario. Tenía catorce años cuando Napoleón fue derrotado en Waterloo y exiliado a Santa Elena. Vivió la revolución de 1830. Pero lo que le inspiró inicialmente su actividad panfletaria fue su interés por la obra de Cobden y la liga inglesa contra las leyes del grano, en contra del proteccionismo. En 1804, ascendió de inmediato a la fama con la publicación de su artículo sobre “La influencia de los aranceles franceses e ingleses sobre futuro de los dos pueblos”, en el Journal des économistes.
Luego empezó la efusión de una serie brillante artículos, panfletos y libros que no cesó hasta su muerte prematura en 1850. Vivieron en primer lugar la primera serie de los Sofismas económicos, luego los diversos Ensayos y la segunda serie de Sofismas y finalmente, en el último año su vida, las Armonías económicas.
Pero la lista de escritos de Bastiat en este corto espacio de seis años no basta para medir sus actividades. Fue uno de los principales organizadores de la primera asociación francesa librecambista en Burdeos; se convirtió en secretario de una organización similar creada en París; recaudó fondos, editó una revista semanal, realizó mítines, dio cursos de enseñanza, en resumen, empeñó generosamente sus limitadas energías en todas direcciones. Contrajo una infección pulmonar. Solo podía respirar y alimentarse con dificultades. Finalmente, demasiado tarde, su mala salud le obligó a ir a Italia y murió en Roma, con 45 años, el día de Nochebuena de 1850.
Es curioso que la obra a la que Bastiat consideraba su obra maestra, las Armonías económicas, que tanto le costó escribir, hizo mucho más por dañar su reputación póstuma que por ayudarla. Incluso se convirtió en una moda para algunos economistas escribir acerca de Bastiat condescendiente o burlonamente. Esta moda llegó al máximo en un comentario casi desdeñoso de una página en la Historia del análisis económico del difunto Joseph A. Schumpeter. “Es sencillamente el caso, escribe este último, “del bañista que se divierte en los bajíos y luego avanza hacia lo más profundo y se ahoga. (…) No digo que Bastiat fuera un mal teórico, digo que no era un teórico”.
No es mi propósito aquí discutir las teorías de las Armonías económicas. Esto lo hace muy competentemente Dean Russell en el prólogo a la nueva traducción de las Armonías, publicada simultáneamente con esta nueva traducción de los Sofismas. Pero hay una pizca de verdad en el comentario de Schumpeter y podemos reconocer ingenuamente esto y seguir viendo la mucha mayor verdad acerca de Bastiat que olvida Schumpeter. Es verdad que Bastiat, incluso en los Sofismas, no hizo ninguna contribución original a la teoría económica abstracta. Sus análisis de los errores se basaban principalmente en la teoría que había adquirido de Smith, Say y Ricardo. Los defectos de esta teoría hacen a menudo sus denuncias de falacias menos rotundas y convincentes de lo que podrían haber sido en otro caso. El lector avisado de los Sofismas advertirá, por ejemplo, que Bastiat nunca se quitó de encima la teoría clásica del valor coste de producción o incluso la teoría del valor trabajo, aunque su argumentación total es a menudo incoherente con estas teorías. Pero tampoco ningún otro economista del tiempo de Bastiat (con la excepción del alemán olvidado, von Thünen) había descubierto todavía la teoría del valor marginal o subjetivo. Esta no se expondría hasta unos veinte años después de la muerte de Bastiat.
El juicio de Bastiat por Schumpeter no es solo poco generoso sino además poco inteligente, por la misma razón que no es inteligente burlarse de un manzano por no dar plátanos. Bastiat no era principalmente un teórico económico original. Lo que fuere, por encima de todos los demás, es un panfletista económico, el mayor denunciante de falacias económicas, el más poderoso defensor de librecambismo en el continente europeo. Incluso Schumpeter (casi en un desliz al escribir) reconoce que si Bastiat no hubiera escrito las Armonías económicas, “su nombre podría haber quedado para la posteridad como el periodista económico más brillante de la historia”. No sé qué hace aquí el “podría haber”. Así ha pasado a la historia.
Y este no es un mal logro, nada a tratar condescendientemente. La economía es principalmente una ciencia práctica. No vale para nada descubrir sus principios fundamentales si no se aplican y no se aplicarán si no son ampliamente comprendidos. A pesar de los centenares de economistas que han señalado las ventajas de los mercados libres y el comercio libre, la persistencia de las ilusiones proteccionistas ha mantenido vivas y florecientes incluso hoy las políticas proteccionistas y de fijación de precios en la mayoría de los países del mundo. Pero cualquiera que haya leído y entendido a Bastiat debe estar inmunizado ante la enfermedad proteccionista o las ilusiones del estado del bienestar, salvo en una forma muy atenuada. Bastiat acabó con el proteccionismo y el socialismo a través de la burla.
Su principal método de argumentación era el método de la exageración. Era el maestro de la reducción al absurdo. Alguien sugiere que el nuevo ferrocarril propuesto de París a Madrid debería tener una parada en Burdeos. El argumento es que, si se obliga a bienes y pasajeros a detenerse en esa ciudad, será rentable para barqueros, porteadores, hoteleros y otras personas de allí. Bueno dice Bastiat. Pero entonces, ¿por qué no detenerlo también en Angulema, Poitiers, Tours, Orleáns y, de hecho, en todos los puntos intermedios? Cuantas más paradas haya, mayor será la cantidad pagada por almacenamiento, portes, fletes extra. Podríamos tener un ferrocarril que no tuviera sino esas etapas, ¡un ferrocarril negativo!
¿Hay otras propuestas adicionales para desanimar la eficiencia y crear más empleos? Bueno, dice Bastiat. Pidamos al rey que prohíba a la gente usar sus manos derechas o incluso que se las corten. Así para falta más del doble de personas y más del doble de empleos para que se haga el mismo trabajo (suponiendo que el consumo sea el mismo).
Pero la burla suprema de Bastiat fue la petición de los fabricantes de velas y sus industrias aliadas para la protección contra la competencia injusta del sol. Se pide a la Cámara de Diputados una ley que obligue a cerrar todas las ventanas, claraboyas, tragaluces, contraventanas, persianas y todas las aberturas, agujeros, rendijas y fisuras por las que la luz del sol pueda entrar en las casas. Las ventajas que generaría esto, con un mayor negocio para los fabricantes de velas y sus socios, se detallan luego solemnemente y el razonamiento se realiza de acuerdo con los principios reconocibles de todos los argumentos proteccionistas.
La petición de los fabricantes de velas es devastadora. Es un destello de genio puro, una reducción al absurdo que no puede mejorarse, suficiente por sí misma para asegurar fama inmortal a Bastiat entre los economistas.
Pero Bastiat tuvo más que un ingenio brillante y una felicidad de expresión. También su lógica era poderosa. Una vez había entendido y explicado un principio, podía exponer el argumento desde tantos puntos de vista y formas que no dejaba ninguna excusa para olvidarlo o eludirlo. Una y otra vez muestra las falacias que derivan de la preocupación exclusiva por los problemas de los fabricantes individuales. Sigue señalando que el consumo es el fin de toda la actividad económica y la producción únicamente el medio y que el sacrificio del interés del consumidor ante el del productor es “el sacrificio del fin a los medios”.
Si al menos algunos vemos hoy más claramente algunas de estas verdades, debemos buena parte de esta claridad de visión a Frédéric Bastiat. Fue uno de los primeros economistas en atacar las falacias, no sólo del proteccionismo, sino también del socialismo. De hecho, estaba respondiendo a falacias socialistas mucho antes de que la mayoría de sus contemporáneos o sucesores las considerara siquiera dignas de atención. No he dicho ahora mucho acerca de estas refutaciones de argumentos socialistas, porque dichas refutaciones aparecen más bien en los Ensayos y las Armonías que en los Sofismas, pero constituyen una parte muy importante de sus contribuciones.
Se ha acusado Bastiat de ser un propagandista y un abogado, y lo fue. Fue una desgracia que estuviera solo durante tanto tiempo, mientras otros economistas “ortodoxos” evitaban criticar al socialismo o defender al capitalismo por miedo a perder sus reputaciones de “imparcialmente científicos” y dejaban así todo el terreno a los agitadores socialistas y comunistas, que eran menos timoratos a este respecto.
Hoy podríamos usar más Bastiat. De hecho, tenemos una necesidad desesperada de ellos. Pero, gracias a Dios, tenemos al propio Bastiat en una nueva traducción y el lector de estas páginas no solo las encontrará, como decía Cobden, “tan divertidas como una novela”, sino asombrosamente modernas, pues los sofismas a los que responde siguen apareciendo, en la misma forma y casi con las mismas palabras, en casi todos los números de los periódicos actuales.