La historia de la destrucción del marco alemán durante la inflación de la República de Weimar desde 1919 hasta su terrible máximo en noviembre de 1923 normalmente se considera una extravagante anomalía en la historia económica del siglo XX. Pero ningún episodio ilustra mejor las tremendas consecuencias del dinero débil o hace un alegato de la vida real más devastador contra la divisa fiduciaria: donde no hay restricciones, se producirá muerte monetaria.
«Importa poco que las causas de la inflación e Weimar sean en muchos sentidos irrepetibles, que las condiciones políticas sean diferentes o que sea casi inconcebible que se permita que se desarrolle el caos económico hasta ese punto», escribía el historiador británico Adam Fergusson en su clásico de 1975, Cuando muere el dinero. «La pregunta a plantear —el peligro a reconocer— es cómo afecta la inflación a una nación, independientemente de cómo se cause».
La Reserva Federal de EEUU de 2014 no es el Reichsbank de 1914. Aun así, la mentalidad política recuerda peligrosamente las actitudes que ayudaron a exacerbar la caída económica de la Alemania de entreguerras. Estas incluían: la financiación ilimitada de déficits presupuestarios bajo condiciones de guerra y posguerra; la irresponsable creación de la oferta monetaria por un banco central; la creación de crédito indisciplinado, ligada a esta expansión de la oferta monetaria; la inflación agresiva de los valores de los activos; el descuento de valores de tesorería a corto plazo y billetes en cantidades prácticamente ilimitadas; la rápida depreciación de la divisa y una relación entre deuda federal y PIB superior al 100%.
Antes de la Primera Guerra Mundial, el marco alemán, el chelín británico, el franco francés y la lira italiana estaban todos valorados aproximadamente igual, unos cuatro por dólar. A finales de 1923, el tipo para el marco era de un billón por dólar, un millón de millones de los anteriores. A mediados de 1922, una barra de pan costaba 428 millones de marcos, mientras que la capitalización de todas las acciones de la Daimler Corporation podía comprar el equivalente a 327 de sus vehículos. En noviembre de 1923, quien antes de la guerra podía haber comprado, en teoría, 500.000 millones de huevos solo podía, en ese mes infame, conseguir uno.
El antiguo primer ministro Henry Lloyd George, escribiendo en 1932, señalaba que palabras como «catástrofe», «ruina» y «devastación» no bastaban para describir la situación, dado el uso común en que habían caído dichas palabras. Pillaje, vandalismo, robo, aumento en la prostitución, hambre, enfermedad, consumo de carne de perro, gente a la que se robaba la ropa en la calle, todo esto eran acontecimientos cotidianos de la vida social «burguesa». Existía una constante amenaza de guerra civil, como en el bolchevismo cercano. Baviera tuvo que declarar la ley marcial.
El auge del papel moneda después de 1910
La inflación de precios había empezado lentamente. En 1914, hubo un pequeño aumento en el índice de precios al por mayor. Ese índice, con una base uno en 1913, había aumentado a 2,45 a finales de 1918. A partir de 1919, se aceleró la velocidad de la inflación, llegando a 12,6 en enero de 1920, 14,4 en enero de 1921 y 36,7 en enero de 1922. En la segunda mitad de 1922, ese índice estaba en 101 en julio, era de 74.787 en julio de 1923 y de 750.000 millones el 15 de noviembre de 1923.
Entonces se emitió el billete de 100 billones y las prensas del Reichsbank estuvieron imprimiendo dinero a una velocidad récord en torno a los 74 millones de millones de millones de marcos cada semana. En lugar de parar esta locura, el Reichsbank continuaba imprimiendo más dinero, afirmando que estaba manteniendo constante el empleo y prometiendo a la población que la recuperación estaba siempre a la vuelta de la esquina. Reinaba una atmósfera de caos civil.
El Tratado de Versalles no fue el culpable principal: solo empeoró la política monetaria de hinchado de burbuja ya implantada antes de la guerra. Antes de 1914, la política de crédito del Reichsbank dictaba que no menos de un tercio de la emisión de moneda tenía que estar respaldada por oro. Pero una vez se convirtió el papel moneda en curso legal en Alemania en 1910, esa divisa dejo imprudentemente de cumplir esta exigencia.
Con el estallido de la guerra, la mayoría del mundo había abandonado el patrón oro y se había pasado al papel moneda. El metálico se eliminó de la circulación y se acumuló principalmente en las arcas de unos pocos bancos centrales, principalmente en EEUU: de agosto de 1913 a agosto de 1919, las existencias de oro monetario en EEUU aumentaron un 65%.
De vuelta en Alemania, las emisiones masivas de bonos para pagar la guerra se vendieron apelando al patriotismo de las masas. Las fortunas privadas se transfirieron a derechos en papel contra el estado, al suspender el Reichsbank la convertibilidad de billetes en oro. Se establecieron bancos de préstamo que imprimían dinero a voluntad y se les dio a los bancos crédito ilimitado para adelantar dinero para la suscripción de bonos de guerra. La medida más ominosa para el futuro fue que se permitió al Reichsbank incluir letras del tesoro a tres meses en su cobertura monetaria, de forma que podían redescontarse cantidades ilimitadas con billetes de banco.
Por el contrario, Gran Bretaña escogió financiar la guerra mucho más prudentemente: Londres atendió el coste de la guerra subiendo impuestos dirigidos principalmente a aquellos sectores y grupos que era más probable que se beneficiaran con dicha guerra.
En Alemania, se agotó el oro pagando las indemnizaciones de guerra y como consecuencia de la invasión francesa del Ruhr. Aun así, solo el oro proporcionó un alivio ocasional a los ciudadanos cuando un puñado de industrias pudo emitir pequeños marcos de oro para pagar a los empleados. Höchst Dye Works, por ejemplo, pagó a los trabajadores con los 400.000 francos suizos que había guardado en reservas bancarias suizas.
Alemania se pasa al Rentenmark
En el punto de inflexión, se arrebató la política monetaria de manos del Reichsbank a través de lo que fue en la práctica un golpe de estado del canciller Gustav Stresemann. Se cancelaron todos los préstamos al gobierno. Se descentralizó la política monetaria. Se separó rigurosamente el estado de la economía.
Se organizó una estructura bancaria paralela por parte de un economista independiente ajeno al gobierno que presentó un nuevo plan monetario respaldado inicialmente por pan de centeno (el valor más codiciado en ese momento) y posteriormente con oro, una vez que pudiera volver a conseguir ese metal. Estos billetes «respaldados por oro», los rentenmarks, se garantizaban con hipotecas sobre propiedades inmobiliarias y con bonos industriales alemanes por una cantidad de 3.000 millones de marcos-oro.
En realidad, prácticamente no quedaban reservas de oro. Aun así, el incalculable efecto social y psicológico sobre la población al anunciar una vuelta a una divisa con paridad oro sobre una base uno a uno calmó las tensiones sociales e inició inmediatamente una estabilización económica.
«La genialidad del rentenmark es que quitó al Reichsbank tener que financiar al gobierno», escribe Fergusson. A esto se siguió una rigurosa disciplina en el gasto estatal, así como un rechazo a dar más crédito al gobierno y acabar volviendo al marco a la paridad entre el oro y el dólar. Durante muchos años posteriores, las cláusulas marco-oro en las obligaciones a largo plazo fueron características del mercado alemán de capitales.
Las condiciones actuales no son las de Weimar. Pero hay paralelismos interesantes en términos de política monetaria e inflación de dinero y crédito. Desde que el presidente Nixon abandonara el patrón de intercambio de oro en 1971 hasta 2003, la oferta de dinero en EEUU aumentó un 1.100%. El balance de la Fed, hinchándose de 500.000 millones de dólares a 4,4 billones al final de 2013, ha sido el resultado de la impresión de dinero.
En pocos años, la mayoría del mundo estará tan enfermo por divisas en papel como lo estaba hace doce años. El principal problema será que la ignorancia popular y el letargo, unidos a intereses creados egoístas, lleve a la política a la gestión de la economía y lleve a la gestión de la economía a la política. Hablando políticamente, el mundo aún está lejos de estar listo para patrones dirigidos de papel moneda.
Estas palabras se escribieron en 1932 por parte del economista americano Edward Kemmerer, una de las argumentaciones más claras contra la moneda fiduciaria nunca escritas. La historia de «sin oro, no hay impresión» nos cuenta la lección monetaria más importante que los bancos centrales, desde érase una vez hasta ahora, han rechazado aprender.