[Prefacio a Classical Liberalism and the Austrian School por Ralph Raico (2012)]
En este brillante libro Ralph Raico llama nuestra atención sobre el dictamen de Agustín Thierry: “El gran precepto para los historiadores es el de distinguir en lugar de confundir”. (p. 136). Thierry, como demuestra Raico, no siempre siguió su propio consejo, pero el comentario describe perfectamente a Raico como historiador, y gran maestro de las finas distinciones que F. R. Leavis consideraba esenciales en el rol de la crítica. Su profunda erudición y aguda inteligencia lo convierten en un gran historiador. De hecho, es nuestro principal historiador del liberalismo clásico.
Raico comienza su labor de clarificación conceptual con la pregunta ¿qué es liberalismo clásico? —o mejor dicho, ¿qué es el liberalismo?, ya que sólo la variedad clásica califica con propiedad como tal.“No hubo ningún liberalismo ‘clásico’, sino sólo un liberalismo, basado en la propiedad privada y el libre mercado, y que fue desarrollado orgánicamente de principio a fin”. (p. 1) Raico responde a su pregunta por la definición en el capítulo inicial, titulado como el libro mismo, “El liberalismo clásico y la escuela austriaca”: los liberales creemos que las principales instituciones de la sociedad pueden funcionar en completa independencia del Estado:
El liberalismo … se basa en la concepción de la sociedad civil como un ente que se autorregula a sí mismo, cuando sus miembros son libres de actuar en el marco de los muy amplios límites de sus derechos individuales, entre los cuales tienen alta prioridad el derecho a la propiedad privada, incluidas las libertades de contratación y de intercambio, y la libre disposición del propio trabajo. Históricamente, el liberalismo ha manifestado hostilidad a la acción del Estado, que, insiste, debe reducirse a un mínimo. (p. 2)
El liberalismo, así definido, parece tener una afinidad evidente con la economía austriaca. Pero aquí hay un problema: ¿no es la economía austríaca una ciencia libre-de-valores? La adhesión al liberalismo, es obvio, implica juicios de valor. La relación entre ellos entonces no ha de ser que la teoría económica implica lógicamente la doctrina política. De hecho, los enemigos del liberalismo clásico a veces han adoptado principios de los austriacos. El socialista fabiano George Bernard Shaw, bajo la influencia de Philip Wicksteed, aceptó la teoría subjetiva del valor. Y apunta Raico que el analista marxista Jon Elster, encuentra que el marxismo es compatible con el individualismo metodológico. No obstante Raico afirma: “En el plano de la política, la metodología individualista y subjetivista del austrianismo tiende para las decisiones, al menos indirectamente, en una dirección liberal.” (p. 8).
Raico enfrenta luego un desafío. La economía austriaca, desarrollada por su mayor exponente en el siglo XX, Ludwig von Mises, se basa en un razonamiento deductivo a priori. ¿No lleva este estilo de pensar al dogmatismo y a la intolerancia, que son contrarios al espíritu del liberalismo clásico? De hecho Milton Friedman, un liberal clásico, ha lanzado exactamente esta acusación. Raico fácilmente se deshace de ella:
Cómo ese argumento podría provenir de una fuente tan distinguido es simplemente inexplicable. Entre otros problemas, la teoría de Friedman predeciría la ocurrencia de sangrientas e incesantes peleas entre matemáticos y lógicos, cuya no ocurrencia falsea la teoría, en los propios términos positivistas de Friedman. (Pág. 11)
Los que condenan el razonamiento a priori, en cambio, a menudo defienden el falibilismo de Karl Popper. Si el falibilismo está en lo cierto o no, es algo eminentemente discutible; pero en lo que muchos defensores de Karl Popper se equivocan grandemente es al inscribirlo en la tradición liberal. Como señala Raico,
Lo más grave para cualquier afirmación de que Popper representa el liberalismo auténtico es que él aceptó la mitología tradicional del capitalismo industrial como sistema de opresión de la clase obrera, que sólo gradualmente fue haciéndose tolerable gracias a las reformas sociales realizadas en parte a través de la agitación socialista. En ‘La sociedad abierta y sus enemigos’, Popper escribió que las protestas de Marx contra la opresión capitalista ‘le han dado para siempre un lugar entre los libertadores de la humanidad.’ (p. 12)
A juzgar por la vara de Raico, incluso su mentor Friedrich Hayek se queda corto en materia de liberalismo. Liberal clásico indiscutible, a diferencia de su amigo Popper, Hayek hizo demasiadas concesiones al Estado de benefacto, a juicio de Raico.
El Estado, insistió Hayek, no es sólo ‘un aparato coercitivo’, sino también ‘una agencia de servicios’, y como tal ‘puede ayudar sin daño en el logro de los objetivos deseables, que tal vez de otro modo no podrían lograrse.’ Como era de esperar, el apoyo de Hayek al activismo estatal en la esfera ‘social’, les ha proporcionado a los conocidos opositores al laissez-faire el argumento retórico aquel de que ‘hasta F.A. Hayek ha admitido…’ (p. 29)
En el capítulo “Liberalismo: verdadero y falso”, Raico avanza en su búsqueda de claridad conceptual sobre el liberalismo. Hoy en día, los partidarios del Estado benefactor, en general se hacen llamar liberales, pero Raico sostiene que no tienen derecho a ese nombre. Lo que ha promovido semejante confusión ha sido el secuestro del término, ocurrido en el siglo XIX.
En vez de eso, deberíamos aprender de Max Weber, explica Raico, a trazar un “tipo ideal” para el liberalismo. Así, descubriremos que los “modernos” liberales difieren demasiado de la norma para calificar como tales:
El tipo ideal del liberalismo debe expresar un concepto coherente, basado en lo que es más característico y distintivo en la doctrina liberal —que Weber llamaría sus ‘tendencias esenciales’. Históricamente, el absolutismo monárquico había insistido en que el Estado era el motor de la sociedad, y el necesario capataz de la vida religiosa, cultural, y sobre todo económica de sus súbditos. El liberalismo postuló una visión claramente opuesta: que el régimen más conveniente era uno en el que la sociedad civil —es decir, el conjunto del orden social basado en la propiedad privada y el intercambio voluntario— se manejara por sí misma. (p. 65)
¿Cómo surgió la confusión sobre el liberalismo? Raico atribuye buena parte de la culpa al “santo del racionalismo”, John Stuart Mill, de quien decididamente no es admirador. Siguiendo a los revisionistas de Mill, Maurice Cowling, Joseph Hamburger, y Linda Raeder, Raico sostiene que Mill estaba muy lejos de ser tan grande amigo de la libertad. Pese a sus frecuentes loas a la autonomía individual, John Stuart Mill tenía una ideología en última instancia conformista respecto al Estado. Su objetivo era destruir la fe religiosa, en especial el cristianismo, y las costumbres tradicionales, en el camino a erigir un orden social basado en “la religión de la humanidad” (p. 53).
El desprecio de Mill hacia la tradición, expresada más que nada en “Sobre la libertad” (para Raico es un título “presuntuoso” [p. 166]), condujo de forma natural al nuevo liberalismo, con su dependencia respecto del Estado, y el desplazamiento de los derechos de propiedad como su posición central. La visión milliana de la tradición,”también le lleva a forjar una alianza ofensiva entre el liberalismo y el Estado, aunque quizás en contra de las intenciones de Mill, pero es difícil imaginar el total desarraigo de las normas tradicionales, sin el uso masivo del poder político” (p. 53).
Ralph Raico ha construido para nosotros un tipo ideal del liberalismo, pero por supuesto, el fenómeno histórico que encarna este tipo ideal no surgió de una vez ya completamente crecido, sino que se desarrolló a través de un largo proceso. Y este proceso se produjo en un lugar determinado, es decir: en Europa Occidental, aunque los principios del liberalismo reclaman validez universal. ¿Por qué el liberalismo surgió primero allí? La respuesta de Raico pone de relieve las raíces cristianas del liberalismo. John Neville Figgis es conocido por su frase: “la libertad política es el legado residual de las animosidades eclesiásticas”; pero, a diferencia de Figgis, Raico no ve el principio de la libertad en la Reforma y sus luchas. Más bien, se centra en la Iglesia universal, como fuente alternativa de lealtad al Estado, ya en la Europa medieval:
Esa cultura medieval era la del Occidente —la Europa que surgió en comunión con el Obispo de Roma …. La esencia de la experiencia europea es la de una civilización desarrollada, que se sentía a sí misma como formando una unidad, pero sin embargo era políticamente descentralizada. Así el continente europeo degeneró en un gran mosaico de jurisdicciones distintas y en competencia, y de comunidades políticas cuyas divisiones internas las hacían resistentes a un control central. (p. 59)
Uno sospecha que la mayoría de los lectores de este libro estará de acuerdo en que el liberalismo clásico es un sistema muy atractivo. Desafortunadamente, la mayoría de los intelectuales disienten: en realidad desprecian el capitalismo, y su sello de libertad. A más de unos cuantos intelectuales les resultó cosa carente de sentido el resistir a los halagos de Stalin y Mao. En el tercer capítulo de su libro, “Los intelectuales y el mercado”, Raico examina atentamente las principales teorías en pugna que se esfuerzan por explicar la oposición de los intelectuales al mercado libre. Como es natural, dedica especial atención a los puntos de vista de Mises, a quien dedica el libro. Expone que en La mentalidad anticapitalista, Mises hizo hincapié en la el resentimiento y la envidia que sienten los intelectuales que han fracasado. Raico no descarta esta hipótesis, pero prefiere un análisis que el propio Mises avanza en un artículo suyo anterior.
Citando a De officiis de Cicerón como un texto ejemplar, [Mises] identifica el desprecio por el ganar dinero, profundamente arraigado en la cultura occidental, como la fuente primera de la hostilidad hacia los capitalistas, el comercio y la especulación, ‘que hoy domina toda nuestra vida pública, la política y la palabra escrita’. (p. 85)
A Raico le atraen las explicaciones de Mises, pero menos las de Hayek. En La contra-revolución en la ciencia, Hayek describe el esquema mental de la ingeniería, que en gran medida, a su juicio, lleva a los intelectuales al socialismo. Los experimentos científicos y proyectos ingenieriles requieren de una planificación consciente: ¿por qué no extender entonces la planificación a la sociedad en su conjunto? Con su característica agudeza, Raico plantea aquí una fuerte objeción: “el que muchos proyectos de ingeniería particulares hayan sido exitosos, no implica que un vasto proyecto de ingeniería enorme, subsumiendo todos los proyectos particulares, probablemente vaya a tener éxito; ni parece probable que la mayoría de la gente vaya a encontrar plausible esta pretensión” (p. 79).
Como vimos, Raico pone énfasis en la distinción entre el verdadero liberalismo y sus falsificaciones modernas. Entonces no debería ser difícil conjeturar su respuesta a la pregunta planteada en el capítulo siguiente, “¿Fue Keynes un liberal?” Según la opinión de Robert Skidelsky, entre muchas otras, Keynes estaba plenamente conforme con los valores liberales. Cierto que rechazó el laissez-faire, pero sus medidas intervencionistas estaban destinadas a curar un defecto del capitalismo, no a sustituirlo con el socialismo, o con alguna otra alternativa revolucionaria.
De la caracterización que Raico hace del liberalismo, se deduce que Skidelsky et hoc genus omne están radicalmente equivocados. A pesar de su supuesto amor a la tradición liberal de Inglaterra, quien se apoye en el Estado en la medida de Keynes, no puede dejar de creer que la sociedad civil tiene gran necesidad del Estado. Pero Raico no dejar las cosas ahí. Keynes, lejos de ser amante de la libertad, miró con simpatía aquellos “experimentos” fascistas y comunistas de la década de 1930. En un famoso artículo, “Autosuficiencia nacional”, que apareció en The Yale Review de 1933, Keynes escribió,
Pese a mis críticas, como persona cuyo corazón es amable y simpatiza con los experimentos desesperados del mundo contemporáneo, les deseo lo mejor y me gustaría que tengan éxito, yo tengo en mira mis propios experimentos; y en última instancia, prefiero cualquier cosa en la tierra a eso que los informes financieros suelen llamar ‘la mejor opinión de Wall Street’ .(p. 109)
Este pasaje, anota Raico, se ha omitido en la versión del artículo publicada en The Collected Writings de John Maynard Keynes.
Tampoco fue esta la única ocasión en que Keynes tenía cosas buenas que decir acerca de los regímenes totalitarios. En una emisión de la BBC en junio de 1936, elogió altamente la conocida apología de la tiranía soviética escrita por Sidney y Beatrice Webb: El comunismo soviético: ¿una nueva civilización?
¿Qué hay en la base de la hostilidad de Keynes hacia el capitalismo? Tal como lo hizo en el capítulo anterior, Raico encuentra la respuesta en el desdén por el dinero. Keynes se fue tan lejos como hasta la psicología freudiana para dar cuenta de ese supuestamente “irracional” deseo de ganar dinero. Raico divertido comenta: “Este ‘hallazgo’ psicoanalítico —por quien Vladimir Nabokov correctamente identificó como el fraude de Viena— permite a Keynes afirmar que el amor al dinero es condenado no sólo por la religión sino también por la ‘ciencia’” (p. 113).
Empero, los marxistas responderían al análisis que Raico ha trazado hasta ahora con una objeción. Raico habla de las ideas como si poseyeran una existencia independiente, pero en realidad, ¿no son las ideas en realidad el mero reflejo de los intereses de clase? El liberalismo clásico, ¿no encarna acaso los intereses de la burguesía de un período determinado, en lugar de consagrar una verdad universal? En “El conflicto de clases: teorías liberal vs. marxista”, Raico enfrenta directamente este reto. Las ideas no son, como los marxistas imaginan, reflejo de los intereses en conflicto de las clases económicas. El libre mercado descansa no en el irreparable conflicto de clases, sino en la armonía fundamental de los intereses de las personas que se benefician de la cooperación social.
Sigue siendo cierto, sin embargo, que el conflicto de clases es un motor fundamental de la historia. Marx y Engels no estaban del todo equivocados cuando en el Manifiesto escribieron: “La historia de toda sociedad existente hasta ahora es la historia de las luchas de clases”. Pero el conflicto no es de grupos en conflicto en el mercado libre, sino más bien entre los productores por una parte, y quienes se apoderan de su riqueza, principalmente a través de la depredación estatista.
La explicación correcta de la lucha de clases la debemos a un grupo de liberales franceses de principios del siglo XIX.
La teoría liberal del conflicto de clases surgió brillantemente en Francia, durante el período de la Restauración borbónica, después de la derrota y exilio final de Napoleón. De 1817 a 1819, dos jóvenes liberales, Charles Comte y Charles Dunoyer, editaron una revista Le Censeur Européen. Y comenzando el volumen II, otro joven liberal, Augustin Thierry, colaboró estrechamente con ellos. (p. 124)
Los franceses de este grupo vieron así las cosas:
En cualquier sociedad puede hacerse una clara distinción entre los que viven del saqueo y los que viven de la producción. Los de la primera clase son caracterizados de diversas maneras por Comte y Dunoyer, incluyendo ‘los ociosos’, ‘los devoradores’ y ‘los avispones’; los de la segunda se denominan, entre otros, como ’los industriosos’ y ‘las abejas’. (p. 127)
Este punto de vista acerca del conflicto de clases llevó a Dunoyer, asociados y seguidores, llamados luego los Industrialistas, a una nueva teoría de la Revolución francesa: los “revolucionarios” buscaban asegurar posiciones en el gobierno para sí mismos. Escribe Raico:
Haciendo énfasis en la figura de los funcionarios del Estado, los escritores Industrialistas presentan una nueva y sorprendente interpretación de la Gran Revolución. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1791, la admisión abierta del pueblo al funcionariado gubernamental es proclamada como un derecho natural y civil. (p. 130)
Raico, naturalmente, se muestra consternado de que conocidos estudiosos hayan prodigado toda su atención a la inferior teoría marxista de clases, sin tener en cuenta para nada la contribución muy superior de los liberales clásicos. Por este grave fallo académico critica a una autoridad muy conocida: “No hace falta decir el profesor [Albert] Hirschman también es alegremente ignorante que el uso del concepto de ‘expoliación’ era tan común entre los liberales pro laissez-faire italianos como asimismo entre los franceses” (p. 124).
Raico admira a Hayek, especialmente como economista, pero difiere mucho de él en su comprensión de la historia del liberalismo. En un capítulo que titula “La centralidad del liberalismo francés”, desafía Raico el intento de Hayek en
distinguir dos tradiciones en el individualismo (y en el liberalismo). La primera, básicamente, es la línea británica y empírica, representativa del pensamiento liberal genuino, y la segunda, francesa (y continental), es una tradición verdaderamente no liberal, sino más bien una desviación racionalista, que conduce ‘inevitablemente’ al colectivismo. (p. 143)
Ya en su tesis doctoral, bajo la dirección del propio Hayek, Raico había señalado problemas con la dicotomía hayekiana. Lord Acton, uno de los ejemplos principales de Hayek en respeto a la tradición y al sentido común, evolucionó después hacia posiciones más racionalistas: “Al dar sus dos conferencias sobre la historia de la libertad, ya Acton había revisado su punto de vista sobre la función suprema de la razón: el logro de la libertad religiosa en Inglaterra no es atribuido a la fidelidad a las formas recibidas, sino a un rechazo deliberado de ellas” Ralph Raico, The Place of Religion in the Liberal Philosophy of Constant, Tocqueville, and Acton, Mises Institute, 2010, pág. 111).
Hayek fue sin duda consciente de que dos de los liberales franceses más eminentes, Benjamin Constant y Alexis de Tocqueville, eran todo lo contrario de los racionalistas constructivistas, en su sentido peyorativo; y de hecho Hayek admiró a Tocqueville. Sin embargo, Raico deja en claro que estas dos grandes figuras estaban lejos de ser las únicas en mostrar su respeto por la tradición. El conde de Montalembert es otro ejemplo: firme y comprometido católico, de ninguna manera piensa que todas las religiones tienen igual validez.
Es muy significativo que Montalembert, como él mismo afirma categóricamente, se niega a defender la libertad religiosa sobre la base de “la ridícula y culpable doctrina de que todas las religiones son igualmente verdaderas y buenas en sí mismas, o que la autoridad espiritual en conciencia no obliga”. (p. 152)
Pero tomando en cuenta este su punto de vista sobre la religión, vale preguntar, ¿por qué Montalembert debe calificar como liberal? Considerando el inmutable pluralismo de la sociedad contemporánea, sería un proyecto sin esperanza para los católicos tratar de establecer el catolicismo mediante el uso de la fuerza dirigida contra los no creyentes. Por otra parte, cualquier intento de hacerlo sería peligroso. Porque una vez se admite el principio de la intervención del Estado, los anticatólicos, en caso de ganar el poder, ¿no tratarían de suprimir la Iglesia? Mucho mejor es entonces adoptar una posición de principio por la no intervención estatal; y sólo así es como la libertad para todos podría estar segura. No obstante, Montalembert tampoco limitó su liberalismo a la defensa de la libertad religiosa. Se opuso firmemente a socialismo; y sobre el peligro a la libertad que representa un monopolio educativo del Estado, fue un crítico muy clarividente respecto al futuro. A la vista de un análisis de Raico, se hará difícil para Hayek defender su dicotomía señalando que Montalembert nació en Londres.
Otra figura influyente que hace estragos con el esquema de Hayek es Gustave de Molinari. En especial porque en principio, uno podría suponer que la negación radical de Molinari de la necesidad de un gobierno le llevaría a dar por despedida a la tradición. Decididamente, no es su caso.
Molinari, el más “extremo” de los liberales franceses e incluso de todos los liberales europeos (Auberon Herbert en Gran Bretaña podría ser un rival cercano) muestra una cálida simpatía por la tradición y la cultura “orgánicas”, yendo tan lejos como para criticar el Código de Napoleón por su consolidación de las reformas ’de la Revolución mediante la sustitución de los usos variados de las provincias con una legislación uniforme’. (p. 157)
Ludwig von Mises sobresalió en el siglo XX entre los defensores del liberalismo clásico; y los marxistas no han podido hasta hoy responder adecuadamente a sus desafíos al credo socialista, y por ello, con harta frecuencia han tenido que recurrir a la difamación o a la calumnia. En su capítulo “Liberalismo de Ludwig von Mises sobre el fascismo, la democracia, y el imperialismo”, Raico responde a un ataque de ese tipo contra Mises, presentado por el historiador marxista británico Perry Anderson.
Anderson señala que en “Liberalismo”, publicado en Alemania en 1927, Mises, dijo acerca del fascismo en Italia:
No se puede negar que el fascismo y los movimientos similares encaminadas a la instauración de dictaduras están llenos de las mejores intenciones, y que su intervención, por el momento, salvó la civilización europea. (p 166).
¿Mises, supuesto campeón de la libertad, en realidad un fascista?
El comentario de Raico sobre esta cuestión es muy simple y directo. Mises por supuesto, no es un fascista: sus críticas a ese sistema son muchas y variadas, todas de gran alcance. Pero Italia, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, estaba realmente atemorizado por la revolución socialista, o al menos muchos observadores competentes en el momento así lo creyeron. Mussolini y sus seguidores acabaron con ese peligro real. Y es que Anderson acostumbra a enlodar a todos los estudiosos que a su juicio no caminan lo suficientemente lejos a la izquierda; así por ej. llama “una vulgar cháchara” a la gran obra El despotismo oriental de Karl Wittfogel (Perry Anderson: Lineages of Absolutist State, Ed. Verso, 1974, p. 487).
En el capítulo “Eugen Richter y el fin del liberalismo alemán”, Raico describe la heroica lucha del líder de los liberales alemanes contra el Estado benefactor de Bismarck. (Ha escrito largo y tendido sobre el liberalismo clásico alemán en su magnífica Die Partei der Freiheit). Los defensores del Estado benefactor a menudo lo retratan como un esfuerzo para proteger a los trabajadores y los pobres de los estragos del “capitalismo a ultranza”. No es así, las medidas de supuesta beneficencia impuestas a la fuerza por el Estado interfieren con los programas de asistencia privada, y desencadenan una orgía de gasto estatal que es económicamente insostenible.
En su momento Eugen Richter lo señaló: “Al impedir o restringir con mucho el desarrollo de fondos independientes, y presionar en el camino de la ayuda estatal, despiertan crecientes demandas sobre el aparato del Estado, que a largo plazo ningún sistema político puede satisfacer” (p. 202, énfasis en el original).
Y Raico está más que de acuerdo:
También se podría reflexionar sobre una circunstancia que hoy parece del todo posible: que después de tantas predicciones incumplidas sobre las “contradicciones mortales” del capitalismo que no se han materializado, por fin sí ha surgido una contradicción genuina, que bien puede destruir todo el sistema social, a saber: la incompatibilidad entre el capitalismo y esta ilimitada estructura de beneficencia estatal, generada por el funcionamiento de un orden democrático. (p. 202)
El capítulo final del libro se titula “Arthur Ekirch sobre el militarismo americano,” homenaje a un destacado historiador que dibuja el surgimiento del militarismo en el curso de la historia americana. Ekirch, como Raico, tenía un fuerte compromiso moral de la libertad, y analiza el crecimiento del militarismo, no como observador desapasionado, sino como oponente decidido.
En el curso de su tirbuto a Ekirch, Raico lleva a cabo una hazaña notable: ofrece un resumen brillante de todo el curso de la política exterior de América, culminando en su posición actual de dominio mundial. Unos cuantos ejemplos de sus comentarios son suficientes. Sobre el gran defensor de una “fuerte marina de guerra”, Alfred Thayer Mahan, dice Raico,
Mahan no era mucho como comandante de marina (sus barcos tenían la tendencia a chocar), pero fue un magnífico propagandista para el ‘poder naval’. Su libro sobre The Influence of Sea Power Upon History, 1660–1783, fue muy aprovechada por los ‘navalistas’ en Alemania, Japón, Francia y otros países, e impulsó la carrera armamentista que llevó a la Primera Guerra Mundial, no de gran bendición para la humanidad”. (p. 214)
Sobre Theodore Roosevelt no es más complaciente:
Sólo el cielo sabe qué hace Theodore Roosevelt en ese monumento emblemático tan reiteradamente reproducido en el Monte Rushmore, junto a Jefferson. Roosevelt despreciaba a Jefferson como a un cobarde, y Jefferson le habría despreciado como a un belicista. (p. 214)
Para más detalle sobre este tema y otros afines, vale consultar otro sobresaliente libro de Raico: Great Wars and Great Leaders: A Libertarian Rebuttal.
Ralph Raico es un extraordinario pensador y erudito. Le conocí en el año 1979 y me impresionaron su inteligencia, su erudición, y no menos importante, su sentido del humor. Treinta y dos años más tarde, estas cualidades siguen siendo impresionantes. Mucho he aprendido de Ralph, y me siento honrado de tenerlo como amigo.