En las elecciones presidenciales de 2016, los estadounidenses han podido elegir entre dos tipos de comercio controlado y gestionado. Por un lado, está Donald Trump que favorece el proteccionismo total y el comercio controlado para el beneficio de industrias y compañías selectas. Por otro lado, está Hillary Clinton que favorece los tratados de comercio con el fin de administrar el comercio. Aunque ella parece oponerse a la Asociación Transpacífica, es sólo porque no cree que este tratado sea «justo». Es decir, para Clinton, el TPP no es lo suficientemente proteccionista. Mientras Clinton describe su posición como «pro comercio» el hecho es que tanto Clinton como Trump favorecen dos tipos diferentes de proteccionismo. Incluso el decepcionante candidato de un tercer partido, Gary Johnson, no ofrece una alternativa creíble al creer erróneamente que el TPP y el comercio administrado «avanzará el libre comercio».
Pero hay una tercera opción, y algunos intelectuales, como el profesor Patrick Minford del Instituto Británico de Asuntos Económicos, han argumentado recientemente a favor de esa otra opción: el libre comercio unilateral.
Los economistas afirman haber obtenido un consenso a favor del libre comercio. Pero incluso si asumimos que esto es cierto, la cuestión de cómo llegar a un régimen de libre comercio se deja para ser debatida. Hoy en día, la mayoría de los economistas ponen su fe en los llamados tratados de «libre comercio». Inversamente, los economistas austriacos tradicionalmente los miran con sospecha. Hasta este punto, esos austriacos siguen la doctrina del laissez-faire de los economistas clásicos del siglo XIX. Por ejemplo, J. R. McCulloch, en su obra The Literature of Political Economy (1845), señaló que los tratados comerciales «no se han empleado para eliminar los obstáculos que se oponen al comercio» y en 1901, Vilfredo Pareto sostuvo que «Desde el punto de vista del proteccionista, los tratados de comercio son ... lo más importante para el futuro económico de un país».
Si en el pasado, algunos tratados de comercio pueden haber sido beneficiosos para el comercio, esto ya ha pasado. Las negociaciones se dejan ahora a burócratas sin responsabilidad discutiendo qué amigo debería beneficiarse más. De ello se deduce que los «tratados de libre comercio» consisten en una avalancha de regulaciones detalladas. El reciente acuerdo comercial entre la UE y el Canadá, por ejemplo, tiene 1.598 páginas. Pero lo opuesto al proteccionismo no son los tratados de miles de páginas sobre armonización normativa, propiedad intelectual, normas laborales, «desarrollo sostenible», antimonopolio, etc. No hay lugar para el comercio dirigido cuando se trata de un verdadero libre comercio.
En el libre mercado, el comercio consiste en servir a los consumidores de la manera más valiosa, pero con los tratados, el comercio se convierte en un asunto de poder y política donde los compinches, más que los empresarios, son recompensados.
El fundamento económico de los tratados de comercio consiste en una simple aplicación de la teoría de juegos. Mientras que cada gobierno quiere que otros gobiernos dejen sus puertas abiertas a la competencia extranjera, ellos, al mismo tiempo, tienen interés en erigir barreras comerciales para aumentar los impuestos. De ello se deduce que, en ausencia de coordinación internacional, el proteccionismo prevalecería. La falacia aquí es que el Estado no es una entidad individual que sólo maximiza su riqueza. En nuestras democracias occidentales, los gobiernos son capturados por numerosos buscadores de rentas que tratan de vivir a expensas de otros. La pregunta fundamental, entonces, es entender cuál sería el impacto de los tratados comerciales concebidos en secreto sobre los comportamientos de los buscadores de rentas. Haciendo esta pregunta, parece improbable que podamos lograr un mejor resultado dando más poder al Estado para definir lo que debe o no debe ser objeto de libre comercio. Y, en efecto, sucede que los tratados no son ni la mejor manera de expandir el libre comercio ni la más común de hacerlo. Como ha señalado el economista Razeen Sally, según el Banco Mundial, «dos tercios de la liberalización arancelaria de los países en desarrollo desde principios de los años ochenta se ha hecho unilateralmente».
En lugar de una promoción del «libre comercio» de arriba abajo impulsada por instituciones supranacionales, deberíamos considerar el libre comercio unilateral como una parte importante de un programa político liberal. Sir Robert Peel, al anunciar la derogación de las Leyes del Maíz en la Cámara de los Comunes en 1846, advirtió brillantemente: «Confío en que el gobierno... no reanudará la política que ellos y nosotros hemos encontrado más inconveniente, a saber, el regateo con países extranjeros sobre concesiones recíprocas, en lugar de tomar ese curso independiente que creemos que favorece nuestros propios intereses. ... Que, por lo tanto, nuestro comercio sea tan libre como nuestras instituciones. Proclamemos que el comercio es libre y que nación tras nación seguirá nuestro ejemplo.»
El libre comercio unilateral es una ventaja para ambas partes implicadas en el comercio, independientemente de que una de ellas siga imponiendo aranceles o no. Para los que participan en el libre comercio unilateral, el libre comercio significa que necesitan exportar menos para importar más. En otras palabras, hace a los comerciantes libres más ricos.
El mundo habría ganado mucho escuchando a Sir Robert Peel. El libre comercio unilateral tiene la ventaja de que necesita que el Estado haga sólo una cosa: abstenerse de interferir. Con esta alternativa, el Estado no puede conceder privilegios a los grupos de interés ni puede frenar el proceso de liberalización. Por lo tanto, si el objetivo es el libre comercio, las negociaciones interminables no deben ser el medio principal.
Podemos tener libre comercio ahora declarándolo unilateralmente. Para todos los verdaderos amigos de la libertad y el comercio, el lema debería ser: liberalizar primero, negociar después.