Cuando Alexis de Tocqueville expuso sus observaciones sobre la democracia americana empezó sus explicaciones con una descripción del gobierno municipal. «Es el hombre», decía, «el que crea las monarquías y establecen las repúblicas, pero el ayuntamiento parece venir directamente de la mano de Dios». Las intuiciones a menudo admiradas y a veces malignas del francés eran razonables sobre esto: las instrucciones políticas americanas se cultivaban desde la base, desde las comunidades locales; toda la vida, las instituciones religiosas y las instituciones sociales americanas estaban organizadas sobre una base regional y (si hay que usar este término tan poco atractivo) populista. Esto creó una cultura política que puede no haber atraído a los prejuicios sociales de observadores extranjeros más habituados al corrupto glamur de los estados altamente centralizados.
Pero el diverso mosaico americano de tradiciones regionales, localizadas y populistas se cimentó sobre el plano de lo que aparecería como la naturaleza sorprendente de la república americana, una historia improbable nunca vista: lo pueblerino como base de lo imperial; el ayuntamiento aislado como base del Estado más poderoso y más extenso del mundo. En resumen, el industrioso y libre país experimental que estaba, en la práctica, reprogramado para ser «globalista» en ámbito y escala era por naturaleza un país que rechazaba visceralmente la idea de una superestructura estatista.
Ese por eso que el atractivo de Donald Trump, con su estilo burdo, ha llegado este núcleo del carácter americano. Su victoria electoral representa no tanto un movimiento como un reavivamiento: una resurrección del ideal enérgico del poder local, el poder regional, el poder soberano contra la malsana omnipotencia del Mundo Único.
¿Qué es el globalismo?
Para analizar qué es este fenómeno «globalista» al que Trump ha hecho la pieza central de su ira, hay que definir primero el globalismo como fenómeno. En general, el globalismo defiende el Estado sin Estado, el poder centralizado sin un centro (sin una figura esencial de responsabilidad o autoridad moral) compuesto de partes flotantes e intercambiables en todas partes y en ninguna al mismo tiempo. Es una red de bancos centrales, política internacional, instituciones monetarias como la ONU, el FMI y el Banco Mundial; de conformidad académica, conformidad de los medios de comunicación y conformidad cultural extendidas de manera densa e impenetrable.
La postura de Trump no deja por tanto de ser revolucionaria. Aunque flaquea con respecto a muchas de sus posiciones políticas declaradas (ya sea sobre la OTAN, Israel o Rusia) hay tres posturas que anunció el nuevo Presidente y que, algo irónicamente, son las más importantes de su agenda antiglobalista y que aun así han recibido mínima atención en los medios. La primera fue su declaración poco después de las elecciones de que EEUU ya no se dedicaría a un «intervencionismo insensato». La segunda fue su repetido escepticismo sobre la Reserva Federal y el ser uno de los pocos líderes políticos que ha hablado en contra de los peligros de una economía «de burbuja». La tercera y la más importante es su comentario de que el Estado-nación debe volver a ser una fuerza en los asuntos mundiales (una declaración que no es tanto filosófica como un manifiesto político). Donde han arraigado más estas ideas que es donde más se necesitan: en Europa, donde la actitud está cambiando como consecuencia de la de Trump y donde ha impactado más y será más duradero su mensaje antiglobalista.
El trumpismo en Europa
«Las élites falsas crean sus propias realidades», esto decía el millonario empresario convertido en político con la característica sinceridad del populista y una ocasional verborrea para meterse en líos. Transformó todo un paisaje político al hacer campaña a favor de los derechos del trabajador nacional frente al trabajador global, contra la UE, contra el intervencionismo internacional y por una inmigración fuertemente controlada como parte de un programa inconformista para sacudir y mantenerse distante del sistema internacional de la posguerra.
Sin embargo no es Trump, sino más bien su más acaudalado equivalente suizo (Christoph Blocher) el que se anticipó al nuevo presidente americano en más de una década. Blocher, que es ahora vicepresidente del Partido del Pueblo Suizo (PPS) y su antiguo líder en 2007, quién pasó, como Tillerson, de ser un desconocido becario a consejero delegado de la fabricante de plásticos suiza EMS Chemie. Es el mejor ejemplo del espíritu antiglobalista de Trump que también se está extendiendo por toda Europa.
«La gente se siente impotente contra aquellos que la gobiernan y, para ellos, Trump es una aliviadero», dijo Blocher en una entrevista después de las elecciones de noviembre en EEUU. «El inesperado resultado (…) debería hacer reflexionar a todos los que están en el poder en todo el mundo».
Este próximo año, Holanda, Francia y Alemania (y posiblemente Italia) tendrán elecciones en las que el debate probablemente esté dirigido por los partidos populistas sobre asuntos que incluyen la inmigración. En Suiza, Blocher ha encabezado varias campañas que generaron enfado en la UE por su severidad. Incluían el referendo suizo de 2009 contra la construcción de minaretes en las mezquitas, que obtuvo el 57,5% del voto nacional; la iniciativa para deportar a los delincuentes extranjeros, que consiguió un 52,3% y la iniciativa en contra de la inmigración masiva, que fue aprobada con un 50,3%.
Blocher es uno de los muchos europeos antiglobalistas que han tomado el escenario de los últimos años, un escenario al que se han unido gente como Marie Le Pen en Francia, Geert Wilders en Holanda, el auge del partido “Alternativa para Alemania”, Viktor Orban en Hungría, por no mencionar el propio voto del Brexit. Esencialmente, el experimento de la UE está acabado en primer lugar porque nunca se deseó y Trump es una especie de jinete espiritual trasatlántico que anunciara el apocalipsis.
Lleva mucho tiempo pasando: solo hace una década, los franceses votaron en contra del Tratado de la Constitución Europea, que se suponía que reemplazaría los tratados existentes de la UE que instauraría cambios clave como el nombramiento de un ministro de asuntos exteriores de la UE. Fue seguido por un “No” todavía más fuerte en Holanda tres días después. Estos “No” triunfaron donde habían fracasado el “No” danés al Tratado de Maastricht en 1992 y el “No” irlandés al Tratado de Niza en 2000, obligando a los líderes de la UE a llegar a un nuevo tratado reformado, el Tratado de Lisboa.
Europa nunca aprendió de estas lecciones, pero Trump sí: el referéndum del Brexit del pasado julio destacaba una realidad clave de la política del siglo XXI, que la división no está tanto entre la izquierda frente a la derecha como entre los globalistas frente a los localistas.
Por un lado están las autoridades financieras globales, la UE, los bancos y grandes empresas y muchos economistas a favor del libre comercio; por el otro una extraña combinación de izquierdistas radicales que se oponen a la austeridad y el «neoliberalismo» (definido de cualquier manera), así como nacionalistas y conservadores. La diferencia en este momento es que los primeros también tienen ideales utópicos, ya sean del euro o la inmigración, porque ignoran las implicaciones sociales del pensamiento de grupo de moda y solo piensan en términos de economía y no de historia.
Parte del problema es que los eurófilos a menudo confunden a la UE con el proyecto original europeo de posguerra, que se basaba los conceptos de paz, armonía y justicia social. Tras la Segunda Guerra Mundial y el holocausto, el proyecto europeo trataba de construir un continente unido. En vísperas del lanzamiento del euro en enero de 1999 el ministro alemán de finanzas Oskar Lafontaine hablaba poéticamente de «la visión de una Europa unida, alcanzada a través de la convergencia gradual de niveles de vida, el profundizamiento en la democracia y el florecimiento de una cultura verdaderamente europea».
Por el contrario, Europa se ha transportado a años luz de esta visión tópica. Después de varios años de austeridad, la crisis de la Eurozona se ha convertido en una catástrofe social. El coste se ha confirmado en términos de empleos, salarios, crecimiento económico y vidas desgraciadas. Actualmente hay casi 21 millones de personas desempleadas en la UE. Por su parte, los criterios de Maastricht pretendían facilitar la convergencia hacia el euro y, más allá de esto, hacia una unión cada vez mayor entre los miembros. Para poder acceder al euro, tanto Grecia como Italia recurrieron a entidades como Goldman Sachs, JP Morgan y otros bancos. Los bancos les aconsejaron ocultar sus deudas usando derivados. El resto, como suele decirse, es historia.
¿El fin una época?
Como observa la recientemente el Spectator londinense, la actitud de Trump hacia Europa no deja de ser revolucionaria. Con unas pocas palabras en la Trump Tower, parece haber echado abajo décadas de política del Departamento de Estado de Estados Unidos. «El pueblo quiere su propia identidad», dice, «así que si me preguntan acerca de otros, creo que otros tendrán que irse». Cree, como se ha mencionado, en los Estados-nación y no ve a la UE como representante del continente. De hecho, dice que es «básicamente un instrumento de Alemania».
Es difícil exagerar el efecto de estas palabras sobre la UE. Todo el proyecto de la Unión Europea estuvo siempre alimentado por el respaldo americano: desde el plan Marshall, la política de EEUU ha sido consolidar la fortaleza de Europa. EEUU usó el comercio y la OTAN para hacer del continente un baluarte contra el Este. A menudo esto significó renunciar o sacrificar ganancias económicas a corto plazo para EEUU en interés de la seguridad y la paz mundial.
Trump no tiene tiempo para eso. Cree que el mundo ha cambiado y quiere ahora mejores acuerdos para EEUU y Europa (un grupo real de aliados) está prestando atención.