Creo que la mayoría de la gente sabe a qué me refiero cuando hablo de los guardianes de la discusión permitida. En la izquierda, sitios como ThinkProgress y Media Matters calumnian y atacan a esos don nadie arrogantes que se desvían del sembrado ideológico que supervisan el Washington Post y el New York Times. En la derecha hay sitios neoconservadores como Free Beacon, que han construido una bonita cabañita en ese sembrado y que delatan a cualquier que trate de huir. ¡Vaya, no tenemos ninguna de esas peligrosas opiniones de esos libertarios, querido reportero del New York Times! Somos buenos y respetables y nos aseguraremos de vigilar de esos horribles subversivos que, probablemente debido a algún defecto mental, están insatisfechos con el espectro que va de Hillary a Romney y al que nos han pedido que nos limitemos.
La gente respetable de izquierda y derecha no se digna señalar en qué nos equivocamos, por supuesto. El mismo hecho que nos hayamos desviado del espectro aprobado es bastante refutación. Por eso he llamado a esa gente los controladores del pensamiento, los comisarios o los aplicadores de la opinión aprobada.
Déjame que modifique esto: de vez en cuando tratan de mostrar dónde nos equivocamos, pero casi nunca pueden explicar correctamente nuestra postura, ni mucho menos exhibir un argumento efectivo contra ella. El propósito de estas supuestas réplicas no es aclarar las cosas, sino demonizar a los libertarios en la mente de la gente.
En Real Dissent: A Libertarian Sets Fire to the Index Card of Allowable Opinion (mi primer libro en casi cuatro años) me dirijo a esos críticos y sus argumentos.
La Parte I se ocupa de la política exterior y la guerra. El régimen ha impulsado más confusión entre la gente sobre estas cosas que sobre ninguna otra. Los conservadores, sobre todo, acaban apoyando acciones que (1) expanden el poder del estado sobre la sociedad civil; (2) se justifican con propaganda de la que se reirían si procediera de las bocas de Saddam Hussein o Nikita Khrushchev y (3) violan los patrones absolutos de moralidad que los conservadores nunca se cansan de decirnos que están siendo atacados. Por su lado, la reputación antibelicista de los liberales de izquierda es completamente inmerecida: la izquierda ortodoxa apoyó toda guerra importante de EEUU en el siglo XX.
Los conservadores se consideran sin duda descarados y antiestablishment por apoyar las intervenciones militares de EEUU, aunque prácticamente todos los grandes periódicos de EEUU apoyaron las dos guerras en Iraq y han reclamado una postura beligerante contra Irán. Si los conservadores piensan que están dando caña al New York Times al apoyar las guerras del gobierno federal, se están engañando. Fue por ejemplo Judith Miller, del New York Times, la que se convirtió posteriormente en famosa por su aceptación acrítica de la propaganda bélica. Hillary Clinton y John Kerry eran en todos los aspectos tan beligerantes como George W. Bush —Kerry incluso dijo en 2004 que estaría menos dispuesto que Bush a retirar tropas de Iraq y proponía enviar 40.000 adicionales.
Contra este consenso bipartidista, cualquiera que defienda una política coherente de no intervención en el extranjero—la postura correcta libertaria y conservadora, si me lo preguntas—puede esperar verse marginado e ignorado. Entretanto, las intervenciones de los últimos doce años han resultado espectacularmente contraproducentes, como predijeron Ron Paul y otros no-intervencionistas.
Pongo esta parte del libro por delante y centrada porque yo mismo tengo que hacer mucha penitencia. De joven fui un oyente de Rush Limbaugh y un neoconservador corriente. Alababa toda intervención pública en el exterior, aceptaba todas las justificaciones oficiales y condenaba a los opositores y escépticos como gente que odiaba a los pobres.
Con tanto la izquierda como la derecha alabando al Estado por una cosa u otra, las perspectivas de achicarlo son tenues. Todo el paquete, toda la lista de mentiras, tienen que enfrentarse.
La Parte II es una defensa de la economía de libre mercado frente a algunos de los argumentos más comunes. Aquí mis oponentes no tienen que caer necesariamente en la categoría del control mental. Pero muchos de los argumentos a los que contesto aquí son del tipo «solo un ideólogo podría estar en desacuerdo conmigo. Vaya, ¡los «monopolios» dominarían si ganaran los libertarios! ¡Todos ganarían diez centavos la hora! ¡Los publicistas manipularían a los consumidores!
Estos argumentos y muchos otros son los primeros de los que me ocupo.
La Parte III se ocupa de algunos de los ataques al libertarismo lanzados por canales generalistas a lo largo de los últimos años. Parece que cada semana parece tener alguno. Nunca tuve más contestaciones que cuando respondí a críticos como estos y les mandé a su casa a llorar a sus madres. Esta parte del libro recoge algunas de dichas réplicas.
En la Parte IV evalúo la importancia del fenómeno Ron Paul. Ron era todo lo que temía el establishment: alguien que dice la verdad con palabras sencillas, un hombre sin fingimientos, un valiente matarife de vacas sagradas. Rechazaba ajustarse a cualquiera de las categorías atrofiantes en las que nuestros moldeadores de opiniones tratan de encasillar a todos y a todo. Era anti-estado y anti-guerra—el mismo epítome de la coherencia, aunque la mayoría de los conservadores (y liberales de izquierdas, por cierto) encontraban esto una contradicción inexplicable.
(El propio Ron contribuyó con un generoso prólogo a Real Dissent, estoy encantado de decir).
La Reserva Federal es el tema de la Parte V. Conversación sobre opinión permitida exterior: la oposición a la Reserva Federal no puede encontrarse en ningún lugar dentro de la vida política estadounidense ortodoxa durante casi cien años después de la creación del banco central al final de 1913. Hoy, la opinión iluminada se sorprende teniendo que reconocer la existencia de críticos que cuestionan la sabiduría de los sabios custodios de su sistema monetario. Pero dado el historial de la Reserva Federal, la ingenua confianza que izquierda y derecha principales esperan de nosotros para que nos calme la Reserva Federal serán equivocadas.
La Parte VI corrige la historia sobre temas que van de los sindicatos a los poderes presidenciales de guerra a la anulación estatal. Allí encontrarás mi muy discutida confrontación con el presentador de radio Mark Levin, cuya idea de un debate es llamar idiota a su oponente y no dejar que sus defensores lean por sí mismos lo que esa persona ha escrito. Por el contrario, yo estaba más que contento de enlazar a mis lectores las respuestas de Levin, especialmente al estar seguro de que había ganado nuestro debate.
En la Parte VII, una sección breve, corrijo amablemente a algunos libertarios que dedican su tiempo a conseguirse una opinión respetable de que son completamente distintos de aquellos libertarios extremistas como Woods y que realmente son muy obedientes y observantes en lo que se refiere a asuntos a los que se ha dicho a los estadounidenses que no discutan.
Hay tres partes más, pero ya entiendes la idea. De mis doce libros, creo que este es el más divertido de leer y lo he llenado de argumentos que puedes usar en tus propios debates.
La respuesta apropiada a la tarjeta índice de la opinión permitida de lo que las clases política y de los medios comunicación esperan que nos limitemos es ponerla en el fuego. Este libro es una cerilla.